COMPILACIÓN DE ESCRITOS

Murray Bookchin

NOSOTROS LOS VERDES, NOSOTROS LOS ANARQUISTAS

Murray Bookchin

Hoy en día nuestra relación con el mundo natural está atravesando una fase crítica que no tiene precedente en la historia de la especie humana. Recientes estudios sobre el 'Efecto Invernadero' conducidos en los Estados Unidos, demuestran que tenemos que encontrar desde ahora la manera de hacer disminuir el porcentaje de monóxido de carbono presente en la atmósfera en la cual vivimos. En caso contrario, no solamente se presentarán graves mutaciones químicas, sino que la misma sobrevivencia de la especie humana estará en grave peligro.

No se trata nada más de un problema de contaminación por los venenos con los cuales nos alimentamos. La alteración de los grandes ciclos geoquímicos podría poner fin a la vida humana sobre este planeta. Por mi parte estoy consciente de la necesidad de reaccionar inmediatamente para contrarrestar los procesos que están dañando la tierra. Soy totalmente solidario de muchos de los grupos ambientalistas, y en los últimos 30 años he estado involucrado cotidianamente en actividades para la defensa del ambiente: contra las centrales nucleares, contra la construcción de nuevas carreteras, contra la destrucción del suelo y el uso incontrolado de pesticidas y de biocidas, y por la promoción del reciclaje y de un crecimiento cualitativo y no sólo cuantitativo.

Estos problemas ambientales me han preocupado por años y por décadas, tanto como hoy en día me siguen preocupando. Estoy de acuerdo con ustedes sobre la necesidad de bloquear los reactores nucleares y de poner fin a la contaminación de la atmósfera, de las tierras agrícolas, de los cultivos, o sea de liberarnos de los venenos que se están difundiendo sobre todo el planeta y que ponen en peligro a nuestra especie y a toda la vida. Comparto con ustedes todo esto, pero me gustaría que fuéramos un poquito más allá con nuestros planteamientos.

De hecho pienso que es esencial el empujar siempre más allá de nuestro cuestionamiento, porque no podemos seguir poniendo más parches aquí y allá que no resuelvan los verdaderos problemas. Posiblemente logremos un día hacer cerrar una fábrica que inquina la atmósfera. Pero al final, ¿qué logramos?: una nueva central nuclear. Vivimos en un mundo basado en el intercambio de contrapartidas, y nos seguimos comportando de acuerdo a esas leyes. Definitivamente, pasando de un mal mayor a un mal menor y de un mal a otro mal, seguimos empeorando la situación general. No se trata sólo de una cuestión de plantas para la producción de energía, por más importantes que éstas sean; ni tampoco el problema de los gases contaminantes; tampoco el problema está en los daños que causamos a la agricultura, o el congestionamiento y la contaminación de los centros urbanos.

El problema es otro más grave: estamos simplificando el planeta. Estamos disolviendo los ecosistemas que se formaron en millares de años. Estamos destruyendo las cadenas alimenticias. Estamos rompiendo las ligas naturales y llevando al reloj evolutivo a un atraso de millones de años en el tiempo, a las épocas en las que el mundo era mucho más simple y no se encontraba en la posibilidad de sostener la vida humana.

UNA VISIÓN DEL MUNDO MÁS COHERENTE

No se trata nada más de tecnología, aún si el control tecnológico es muy importante. Es claro que necesitamos una tecnología nueva. Necesitamos una tecnología basada en la energía solar y en la eólica, y necesitamos nuevas formas de agricultura. Sobre esto, no hay dudas, estamos todos de acuerdo. Pero existen problemas de fondo mucho más graves que aquellos creados por la tecnología y el desarrollo moderno. Tenemos que buscarlos en las raíces mismas del desarrollo. Y primero que nada tenemos que buscarlos en los orígenes de una economía basada sobre el concepto de 'crecimiento': la economía de mercado; una economía que promueve la competencia y no la colaboración, que se basa en la explotación y no en el vivir en armonía. Y cuando digo vivir en armonía entiendo no solamente el hacerlo con la naturaleza, sino entre la misma gente.

Tenemos que empujar hacia la construcción de una sociedad ecológica que cambie completamente, que transforme radicalmente nuestras relaciones básicas. Mientras que vivamos en una sociedad que marcha hacia la conquista, al poder, fundada en la jerarquía y en la dominación, no haremos nada más que empeorar el problema ecológico, independientemente de las concesiones y pequeñas victorias que logremos ganar. Por ejemplo, en California, nos han donado algunas hectáreas de árboles, y luego han talado bosques completos. En Europa están haciendo la misma cosa.

Prometen acabar con las lluvias ácidas, y las lluvias ácidas siguen cayendo. Deciden poner en el mercado alimentos naturales, no contaminados por los pesticidas, y efectivamente el porcentaje de veneno disminuye, pero lo poco que queda está constituido por los venenos más peligrosos para el organismo.

Nuestro problema no es solamente de mejorar el ambiente, o de parar las centrales nucleares, de bloquear la construcción de nuevas carreteras, o la construcción, expansión y sobrepoblación en las ciudades, la contaminación del aire, del agua y de los alimentos. La cuestión que tenemos que enfrentar es mucho más profunda.

Tenemos que llegar a una visión del mundo mucho más coherente. No tenemos que ponernos a proteger los pájaros olvidándonos de las centrales nucleares, y tampoco luchar contra las centrales nucleares olvidándonos de los pájaros y de la agricultura. Tenemos que llegar a comprender los mecanismos sociales y hacerlo de una manera coherente.

Tenemos que enfocarlos en una visión coherente, una lógica que prevé a largo plazo una transformación radical de la sociedad y de nuestra misma sensibilidad. Hasta que esta transformación radical no empiece, lograremos cosas pequeñas, de poca importancia. Venceremos algunas batallas pero perderemos la guerra, mejoraremos algo, pero no obtendremos ninguna victoria. Hoy en día vivimos el momento culminante de una crisis ambiental que amenaza nuestra misma sobrevivencia, tenemos que avanzar hacia una transformación radical, basada en una visión coherente que englobe todos los problemas. Las causas de la crisis tienen que aparecer claras y lógicas de manera que todos -nosotros incluidos- las podamos entender. En otras palabras, todos los problemas ecológicos y ambientales son problemas sociales, que tienen que ver fundamentalmente con una mentalidad y un sistema de relaciones sociales basadas en la dominación y en las jerarquías. Estos son los problemas que nos ofrece hoy en día la gran difusión de la cultura tecnológica.

NINGÚN REGALO DE PARTE DEL ESTADO

¡Qué tienen que hacer entonces los Verdes? Primero que todo tenemos que clarificarnos las ideas. Tenemos que evidenciar las relaciones existentes entre los problemas ecológicos y los problemas sociales.

Tenemos que demostrar que una sociedad basada en la economía de mercado, en la explotación de la naturaleza y en la competencia acabará por destruir al planeta. Tenemos que hacer lo posible para que la gente entienda que si queremos resolver de una vez por todas nuestros problemas con la naturaleza, tenemos que preocuparnos de las relaciones sociales. La gente tiene que entender que todo tiene que unificarse en una visión del mundo coherente, en una visión basada en un análisis, en una crítica, y en soluciones de nivel político, personal e histórico.

Esto significa, dar otra vez la fuerza al pueblo. Tenemos que crear una cultura política con una visión libertaria y no limitarnos a un proyecto, que el Estado ejecuta. Tenemos que crear una literatura política, una cultura política que lleve a la gente a participar, liberándose, autónomamente, de este tipo de economía, de sociedad y de sensibilidad.

En el movimiento feminista, se empieza a discutir el tema de la dominación del hombre sobre la mujer empezando por la misma estructura de la familia. En los movimientos comunitarios, se habla de necesidades a 'escala humana' y de dar fuerza a los barrios, a las comunidades, a las regiones.

Estos son los argumentos más importantes que se discuten en los Estados Unidos. En relación con la tecnología, no tenemos que preocuparnos solamente con que ésta sea más eficiente y renovable, tenemos que inventar una tecnología creativa, que no sólo lleva consigo un trabajo más creativo, sino que contribuya a mejorar el mundo natural al mismo tiempo que mejora el modo y la calidad de nuestras vidas.

Pero todo esto no nos llegará desde arriba. No puede ser un regalo que el Estado nos haga. No puede traducirse en una ley salpicada por un Parlamento. Tiene que ser el fruto de una cultura popular, de una cultura política y ecológica difundida por el pueblo. Entonces no tendremos más que elaborar estrategias para cambiar la sociedad, usando las varias organizaciones existentes. Tenemos que elaborar estrategias libertarias que conduzcan al pueblo, a la gente, a participar en el proceso de transformación social, porque si no es la gente la que quiere cambiar la sociedad, entonces no se efectuará en ella ningún cambio real ni radical.

Cuando hablamos de Ecología, hablamos de participación en el mundo natural. Decimos que nosotros, como seres humanos, compartimos la esfera de la vida juntos, con todos los demás seres vivos, y con ello buscamos aplicar un sistema de relaciones que nos haga partícipes del ecosistema.

Pero yo les pregunto, queridos amigos, si queremos ser Verdes, si queremos reverdecer al planeta: ¿Cómo podemos hacerlo sin reverdecer a la sociedad misma? Y si queremos reverdecer a la sociedad: ¡Cómo podemos pensar en una participación del mundo natural que no tome en consideración la participación popular en la vida social? Si nada más queremos conquistar el poder para cambiar a la sociedad, les garantizo que vamos a perder. Y no solamente porque algunos de nosotros, con toda la buena fe del mundo, acabaríamos con ser condicionados por el poder, emotiva y psicológicamente. Esto ya les pasó a algunos de mis mejores amigos entre los Verdes Alemanes, que con buenas intenciones y con buena fé se encontraron en el Parlamento buscando hacer coaliciones, hacer alianzas, y usar el poder desde arriba. De alguna manera ellos también se volvieron líderes espirituales aspirantes al poder. Ahora razonan en términos de 'males menores', de un mal 'siempre menor' que, al final, los llevará al peor de todos los males. Esto es lo que la historia nos ha enseñado siempre.

VERDE PROFUNDO

Ya es tiempo que nosotros los Verdes propongamos una visión libertaria, una visión anarquista que lleve a la gente hacia un movimiento Verde, que pueda ser un movimiento Verde en el sentido más profundo del término. Un movimiento Verde en el cual no nos limitemos a llevar adelante un proyecto coherente y que unifique todos los problemas en un programa y análisis comunes, sino en un movimiento en el cual la gente sea la primera protagonista de su historia. Tenemos que apoyar la creación de una sociedad libertaria: ecolibertaria. Esto es lo que nos enseñaron las experiencias alemanas y de los Estados Unidos, algunos movimientos han buscado perseguir objetivos Verdes actuando 'desde arriba' a través de las leyes, y siempre han tenido que ceder abandonar una posición detrás de otra.

Con esto no quiero decir que no tenemos que empeñarnos en llevar a cabo cambios que puedan atrasar o bloquear la disgregación de la sociedad actual y del mundo natural. Ya sé que no tenemos mucho tiempo a nuestra disposición. Los problemas son reales e involucran también a las dos generaciones siguientes, y quizás ni siquiera las dos próximas generaciones sean decisivas por lo que respecta a la sobrevivencia de nuestra especie y la conservación de nuestro habitat y de nuestro planeta. De todas formas, si no podemos dar a la gente una imagen unitaria, una visión práctica y ética al mismo tiempo, y que cuestione su sensibilidad, entonces, ¿saben ustedes quién tomará el poder en este caos?: la derecha, los reaccionarios.

Hoy en América, la derecha se califica a sí misma como 'la mayoría moral', y dice: "Devolvamos su significado a la vida. Devolvamos su significado a las relaciones humanas". Y, por mala suerte, lo que queda de la izquierda americana, no hace otra cosa que hablar de 'progreso' de 'centralizar' y de todas las mismas cosas que el socialismo repite desde hace 150 años.

Primero tenemos que recuperar aquel terreno sobre el que la gente está buscando la verdad, y no tan sólo la sobrevivencia: una manera de vivir que hable de calidad y no sólo de cantidad. Tenemos que difundir un mensaje coherente para todos, un mensaje que sea para la base de la sociedad, que la haga partícipe, que enseñe qué significa el ser ciudadanos y el decidir autónomamente. En otras palabras, tenemos que elaborar una nueva política, una política Verde que reemplace a la vieja política autoritaria y centralista, basada en las estructuras de los partidos y en la burocracia. Esto es lo más importante que tenemos que aprender. Si no lo logramos, los movimientos verdes serán absorbidos poco a poco por los movimientos tradicionales. El objetivo principal se disolverá frente a los pequeños objetivos a corto plazo y vencimiento.

Los compromisos sobre 'males menores' nos llevarán siempre a males peores. La gente dirá: ¡Qué es esto? ¿La misma política de siempre? ¿La misma burocracia de siempre? ¿El mismo parlamentarismo que siempre hemos tenido? ¿Por qué tendría yo que votar verde? ¿Por qué tendría que darle fuerza a los verdes? ¿Por qué no tendría que seguir apoyando a la democracia cristiana, o al partido comunista, o a cualquier otro partido que garantiza resultados inmediatos, y satisfacciones inmediatas?... Nuestra responsabilidad de Verdes de Europa -como en América- en Alemania, como en tantas partes del mundo, y sobre todo en Italia, ya que ustedes están apenas empezando ahora, es de aprender de lo que está ocurriendo en los movimientos verdes desde hace 5 a 10 años.

Tenemos que darnos cuenta que hay que sustituir la vieja política tradicional de los partidos, con una política verde. Que hay que poner energía a nivel de base en las comunidades, que hay que elaborar análisis que vayan más allá del puro ambientalismo y de los otros problemas importantes a los cuales nos dedicamos cotidianamente (pesticidas, energía nuclear, Chernobyl).

Tenemos que darnos cuenta que esta sociedad no es solamente dura e insensible, sino que sus mismas leyes prevén su propia destrucción, la destrucción del planeta y la de las bases para la sobrevivencia humana. Tenemos que proponer nuevas alternativas, nuevas instituciones fundadas en una democracia local, en la participación local, que pueda constituir un nuevo poder contra el Estado centralizado, que pueda constituir un nuevo sistema de relaciones sociales, en el cual un número cada vez mayor de personas, tome parte activa en una política realmente libertaria. Esta es nuestra única alternativa para evitar caer en la misma política de partido, corrupta y rebasada, que vuelve a las personas cínicas, indiferentes, siempre más encerradas en sus propias esferas privadas.

UN MOMENTO DE TRANSICIÓN

Déjenme concluir con una última consideración de importancia. No solamente estamos luchando para mejorar nuestras relaciones humanas. Como el sistema de mercado, también el sistema capitalista sigue simplificando no sólo la obra compleja de millones de años, sino también el espíritu humano. Se está simplificando el espíritu mismo de la humanidad, se le está quitando la complejidad y la plenitud que contribuyen a formar personalidades creativas. Entonces, nuestra nueva política no debe tener como único objetivo el de salvar el planeta y crear una sociedad verde, ecológica, de carácter libertario, y una alternativa política a nivel de base. Hay también que ver aún más allá de todo esto: si no se pone un fin a la 'simplificación' del planeta, de la comunidad y de la sociedad, lograrán simplificar al espíritu humano a tal punto (y con basura del tipo de 'Dallas', de 'Dinasty' y otros programas televisivos) que se acabará hasta con el mismo espíritu de rebeldía, el único capaz de promover un cambio social y un reverdecimiento real del planeta.

Hoy vivimos en un momento de transición, no sólo de una sociedad a otra, sino de una personalidad a otra nueva. ¡¡¡Muchas gracias!!!

LOS ANARQUISTAS ESPAÑOLES: LOS AÑOS HEROICOS 1868-1936

Murray Bookchin

CAPITULO 11: CONCLUSIONES

La realidad del tema que nos ocupa es tan amplia que tendríamos que dejar los detalles de algunos hechos sucedidos durante la revolución - sus asombrosas hazañas y su tragedia -, para otro volumen. La muerte de Sanjurjo en un accidente de aviación en el preciso momento en que regresaba a España, dejando a Franco al mando de todo el levantamiento militar; el hecho de que la guerra en la península se convirtiera en un conflicto vinculado en forma intima y compleja al poder político europeo; que España soportara tres atormentados años de lucha interior, son sucesos que se narran en todas las tradicionales historias de la Guerra Civil española.

Sin pretender entrar ahora en una discusión sobre el colectivismo anarquista y las experiencias del control de la industria por los trabajadores, que se desarrolló en el último semestre de 1936, procuraremos dar una evaluación de los hechos que hemos relatado. Por ejemplo, ¿qué lugar ocupó el movimiento anarquista español en la historia del socialismo proletario? ¿Cuales fueron sus posibilidades y sus limitaciones? ¿Las formas en que se organizaron la CNT y la FAI guardaban relación con las de los movimientos más radicalizados de su tiempo? En la actualidad, mucho después de que el anarquismo fue aniquilado por el franquismo, sigue interesando aproximarse a una visión clara que conteste estas interrogantes. En realidad, el movimiento de esos anos aun nos obsesiona, no sólo como un viejo sueno, o acaso un trágico recuerdo, sino como un apasionante experimento de teoría y practica libertarias.

Aunque el anarquismo español en sus «años heroicos» fue virtualmente desconocido por la extrema izquierda extranjera, no hay duda de que constituyó, dentro de la dialéctica de tales procesos, el florecimiento más grandioso y el final de un largo siglo de historia del socialismo proletario.

El surgimiento de la clase obrera, en especial la aparición del proletariado parisiense como fuerza revolucionaria en las barricadas de junio de 1848, cambió enteramente las perspectivas de la vieja teoría radical. Hasta entonces las ideas criticas sobre la sociedad, en líneas generales, derivaban de las nociones de un conflicto populosa entre una fuerte minoría opresora y una masa dominada de oprimidos. Por lo general, las ideas radicales de entonces concebían en términos imprecisos los sectores polarizados de la sociedad. Bajo la rubrica de «pueblo» (le peuple) incluían un amplio grupo de variados estratos históricamente antagónicos, como artesanos, obreros de fabrica, campesinos, profesionales, pequeños comerciantes y pequeños industriales del montaje o instaladores, que se unieron como consecuencia de la permanente opresión de monarcas, aristócratas, comerciantes ricos, financieros e industriales. Por consiguiente, el «pueblo» estaba mas unido por factores negativos que por auténticos valores comunitarios donde los intereses particulares coincidieran con los generales.

A comienzos de la Revolución Francesa de 1789, el «pueblo» era más bien una coalición que una clase social. A medida que el proceso revolucionario avanzaba esa coalición tendía a desintegrarse. Los elevados ideales utópicos de libertad, igualdad y fraternidad fueron incapaces de ocultar el antagonismo entre artesanos y comerciantes, antes aliados, y entre los trabajadores de las fábricas y sus patronos. Asimismo, esos ideales fueron insuficientes para mitigar el fanático localismo de campesinado y las aspiraciones egoístas de los profesionales. La «nacionalidad», el «patriotismo» y las virtudes republicanas inherentes al concepto de «ciudadanía», apenas disimulaban las profundas divergencias entre los intereses que coexistían en el llamado «Tercer Estado», termino antiguo que significaba el orden opuesto al feudalismo.

La revolución de junio de 1848 del proletariado parisiense reemplazar la lucha populista por la lucha de clases, despojándola de la mística tradicional de «pueblo», «nación», y «ciudadanía». Era evidente entonces que las coaliciones populares contra las élites preindustriales incluían a sectores contrarios. Un socialismo «científico» despropósito de contenido ético comenzó a sustituir al socialismo ético, populista y utópico nacido con la Revolución Francesa, lo mismo que a sus secuelas. La «plusvalía» constituyo un incremento único en su estilo; la burguesía lo adquirió sin utilizar la fuerza apropiándose del superávit producido por el trabajo y de los mismos obreros mediante un aparente intercambio de fuerza de trabajo por salarios en el mercado libre. Los trabajadores ya no eran ni esclavos ni siervos y jurídicamente eran «libres», pero representaban un tipo de clase oprimida sin precedentes históricos. Carecían de los medios de producción, que estaban en poder de la burguesía, por lo tanto esta clase era «libre» para trabajar o, por supuesto, para morirse de inanición. Aunque la «libertad» se convertía en una realidad política, en lo que concierne al aspecto económico no dejaba de ser una ficción. La mera posesión de los medios de trabajo, las herramientas, que siempre habían pertenecido tradicionalmente a los artesanos, hacia emerger a la burguesía (única clase histórica) y por simples maniobras en el mercado del trabajo sometía al proletariado bajo sus dominio mediante la expropiación y la explotación. En la sociedad todos eran «libres» e «iguales», pero esa misma sociedad reconocía la propiedad, privada sin restricciones, y la «igualdad» significaba un justo intercambio de fuerza de trabajo por salarios, que encubría, a servidumbre de la clase obrera al capitalismo como proceso inevitable.

El «mercado libre» provocó también, de modo irreversible, la radicalización del proletariado. El progresivo avance de la competencia que hacia que cada uno de los «libres empresarios» tratara de obtener mayores beneficios que los demás en el mercado, implicó un despiadado proceso de competencia y acumulación de capital que, concomitantemente, condujo a una general reducción de los salarios. El empobrecimiento de la clase obrera, agudizándose cada vez más, la conduciría eventualmente hacia la revolución social. Marx no daba crédito a la idea de que la acción de elevados ideales seria el impulso para la revolución de los proletarios. «Cuando los escritores socialistas adscriben al proletariado este papel revolucionario histórico -dice Marx- no es [...] porque consideren a los proletarios como dioses. Más bien todo lo contrario. Puesto que la abstracción de la humanidad, incluso de la imagen de la humanidad, es prácticamente total en el desarrollo del proletariado (el subrayado es mío, M. B.) y que las condiciones de vida del proletariado resumen las condiciones de vida de toda la sociedad actual en toda su penetrante humanidad; puesto que el hombre en si mismo se halla perdido dentro del proletariado, sin embargo, al mismo tiempo que ha logrado no sólo la conciencia teórica de esa desorientación, sino que a través de ella ya no oculta su urgente y absolutamente imperativa necesidad -esta útil expresión de necesidad-, se orientara hacia la rebelión en contra de esa inhumanidad.»

«No en vano asiste a la austera y fuerte escuela del trabajo". La cuestión no es que este o aquel proletario, o el proletariado en general, considere el momento indicado. El problema es que significa el proletariado y de acuerdo a lo que sea se verá obligado a actuar».

De acuerdo con esto el socialismo se convierte en «científico» y se desarrolla como una ciencia de «socialismo proletario» debido no que esta integrado por «dioses», sino por hecho de que de acuerdo con lo que «sea se vera obligado a actuar». Por otra parte Marx atribuía esta función revolucionaria al «proletariado desarrollado», no al campesinado declassé, arrancado al campo, o a los empobrecidos artesanos el estrato social con el que la clase capitalista iba a armar las fábricas y los talleres de la sociedad industrial. A menos que los acontecimientos forzaran a Marx a reconocer los rasgos radicalizados y la volatilidad insurreccional de estos elementos declasses, desarraigados, por lo general los consideraba como alte scheisse (la vieja basura) que subsistía aun en la etapa de la formación del capitalismo industrial. Las esperanzas de un «socialismo proletario» se hicieron patentes en primer lugar en el «proletariado desarrollado» de la industria moderna, «una clase ascendente cuantitativamente y disciplinada, unida y organizada por los mismos mecanismos del proceso de producción capitalista». El socialismo proletario, en realidad, pretendía desmiti6car la idea de «pueblo» como una masa homogénea y revolucionaria y demostrar que las creencias tales como «libertad» e «igualdad» no podrán estar divorciadas de las condiciones materiales de la vida social.

Aun dentro de ese mismo proceso de desmitificaci6n el marxismo generó varios mitos engañosos que demostrarían los límites del mismo socialismo proletario. Las barricadas de junio de 1848 habían sido manejadas, de hecho, no por un proletariado industrial «disciplinado, unido y organizado por los mismos mecanismos de producción capitalista», sino por artesanos, trabajadores a domicilio, indescriptible numero de todo tipo de trabajadores, pobres desempleados urbanos y rurales, incluso taberneros, camareros y prostitutas - en definitiva gente flotante y despojos de la sociedad francesa - a quienes la clase dominante denominaba, por lo general, la canaille.

Elementos semejantes a estos levantarían las barricadas de la Comuna de París un cuarto de siglo mas tarde. Y la industrialización que sufrió Francia después de la Comuna y el nacimiento, paralelo a este proceso, del proletariado industrial hereditario, disciplinado, unido y organizado por los mismos mecanismos de producción capitalista», fue precisamente lo que silencio el «canto» del «Gallo Rojo» francés que en el siglo XIX había llamado a Europa a la revolución. Casi lo mismo podría decirse, en verdad, del proletariado ruso de 1917, que se acababa de reclutar del campo y que era todo menos una clase obrera «desarrollada».

Las grandes insurrecciones proletarias, que parecían prestar una adhesión tan comprometida al concepto del socialismo proletario, fueron abastecidas principalmente por el estrato social que no vivía ni en la sociedad industrial ni en la sociedad rural, sino en el tenso y casi electrificante campo de fuerza de ambas. Durante casi un siglo el socialismo proletario ha sido una fuerza revolucionaria no porque un proletariado bien organizado, consolidado y hereditario hubiese surgido junto al sistema industrial, sino como consecuencia del verdadero proceso de proletarización. Los campesinos desposeídos y los artesanos fueron arrancados de un sistema de vida desintegrado y preindustrial, y arrojados a un medio industrial estandardizado, deshumanizado y mecanizado. Ni los pueblos ni el pequeño comercio como tales, ni tampoco la fábrica se arriesgaron a predisponerlos hacia una acción social benévola, más bien fueron movidos por la desintegración de los primeros, y el choque de esta última. Desmoralizados hasta la indiferencia, declasses espiritualmente, de hecho, muchos de ellos volcaron su adhesión a la Comuna de París, a los soviets de Petrogrado y a la CNT de Barcelona.

La verdadera cualidad del antiguo proletariado «semidesarrollado», anteriormente campesinos y artesanos, o tal vez alejados por una generación de ese status, se caracterizaron por una volatilidad, indocilidad y audacia que la jerarquía del sistema industrial y manufacturero se encargaría de atenuar en sus descendientes: el proletariado hereditario de las décadas de 1940 y 1950, una clase que no conocía otro mundo que no fuese el industrial. Para esta clase no existirían tensiones entre el medio urbano y el rural, entre el anonimato de la ciudad y el sentido de responsabilidad compartida de la pequeña comunidad, entre el ritmo standard de las fabricas y los ritmos fisiológicos de la tierra. Las premisas del proletariado en esta etapa posterior se modelaron en torno a la validez de la fábrica, como el ruedo de la actividad productiva; la herencia industrial, como sistema de autoridad técnica, y la unión de la burocracia como estructura de la clase gobernante. La era del socialismo proletario llegó a su fin en un proceso gradual durante el cual el proletariado «semidesarrollado», presumiblemente «primitivo», se convirtió en «desarrollado», «maduro», en una palabra, se proletarizó totalmente.

En realidad, el proletariado se convirtió, desde el punto de vista psicológico y espiritual, en parte del mismo sistema que, según el principio marxista, estaba destinado a derrocar. El socialismo proletario se transformó, de modo sorprendente, en un movimiento institucionalizado para la movilización laboral, con objetivos ampliamente economicistas. Asimismo, se solidarizó en partidos de trabajadores que representaban valores liberales pragmáticos, lo que incluso embotaba la sensibilidad intelectual de los ideales revolucionarios de la clase trabajadora. Por ultimo, en forma desastrosa, siguieron las directrices de las formas inherentes al capitalismo tradicional en torno a la planificación económica de la política centralizada y del control industrial, así como de la regulación jerárquica y nacionalización de la economía. Los ideales socialistas de libertad, despojados, por el socialismo científico, de su contenido ético, y agobiados por las consideraciones pragmáticas de planificación centralizada y economía nacionalizada, se transforman en un mero dispositivo ideológico para movilizar el apoyo popular al capitalismo de Estado.

Si se considera solamente el factor tiempo, el anarquismo español no habría participado en el destino histórico del socialismo proletario. Sin embargo, podría muy bien haber agregado el último peldaño del desarrollo del socialismo proletario revolucionario, antes de que el futuro de éste se manifestase evidentemente como una variante de la ideología del capitalismo de Estado. De cualquier manera la revolución libertaria de julio de 1936 parecía haber concentrado en si misma muchas de las nobles cualidades que se habían revelado sólo parcialmente en las anteriores rebeliones del movimiento obrero. En julio de 1936, la CNT y la FAI eran lo suficientemente independientes como movimientos obreros en relación con los socialistas y el POUM, como para hacer de Barcelona la ciudad revolucionaria de España. Ninguna otra área urbana tan extensa lograría los objetivos sociales del sindicalismo revolucionario, la colectivización de la industria y la adopción de formas comunales de administración de la tierra, como lo hizo resueltamente Barcelona y sus alrededores. Las palabras de Orle que describen la ciudad durante esta etapa, producen aun una suerte de embriaguez; las plazas y las avenidas adornadas con banderas rojas y negras, el pueblo armado, los slogans, las conmovedoras canciones revolucionarias, el entusiasmo febril por la creación de un mundo nuevo, el fulgor de la esperanza y el genial heroísmo. Con todo, los límites de este desarrollo resultarían muy penosos si nos preguntáramos: ¿se habría logrado una sociedad anarcosindicalista en 1936, en el caso de que el movimiento de los generales hubiese sido aplastado? En principio, muy pocos teóricos anarquistas importantes parecen responder afirmativamente. Es posible que se hubiese logrado, si, una economía mixta; aunque resulte difícil calcula el tiempo que podría haber resistido el entusiasmo de los más ascéticos anarquistas, a las tentaciones y demandas de una economía de mercado coexistente. Saber si una revolución comunista podría darse en un país industrialmente subdesarrollado -como asimismo determinar si tal revolución podría, incluso, tener éxito temporalmente bajo exigentes condiciones materiales de vida- no habría constituido un tema de discusión entre Marx y los anarquistas. Determinar si esa revolución seria capaz de establecer una sociedad comunista permanente, es otro asunto. En el libro El organismo económico de la revolución, escrito por el distinguido teórico anarquista español Diego Abad de Santillan poco antes de la sublevación militar, y discutido ampliamente en el ambiente anarquista español, se destaca la importancia de estas cuestiones: «No obstante la posibilidad de vivir la anarquía en cualquiera que sea el grado de desenvolvimiento económico, es indudable que las condiciones materiales de vida influyen poderosamente sobre la psicología humana. En un periodo de privaciones, el individuo se vuelve egoísta, insolidario; en la abundancia es generoso, amplio, predispuesto a la buena vecindad y al buen acuerdo. Todos los períodos de miseria son periodos de embrutecimiento de costumbres, de regresión moral, de lucha feroz de todos contra todos por el pan cotidiano. En ese sentido, puede decirse que la economía influye seriamente en la vida espiritual del individuo y en la convivencia social. Y es por eso que buscamos aquellas condiciones que ofrecen más comodidad, más confort, más ventajas, no solo porque es muy humano aspirar a una vida cada vez más libre de preocupaciones e inquietudes de orden material, sino porque esas condiciones constituyen una garantía de relaciones iguales y solidarias entre los hombres. No dejamos de ser anarquistas al sentir el estomago vacío; pero no es con el estomago vacío como nos encontramos mas a gusto.»

El problema de la escasez material no es meramente aquello de «El hombre que lucha contra el hombre es un lobo y jamás podrá convertirse en verdadero hermano del hombre mas que en condiciones materiales seguras», pero quizá lo mas significativo es que los seres humanos pueden descubrir también en la abundancia que es lo que no necesitan. Me refiero no solo a la seguridad y a las necesidades materiales, sino además a las espirituales; por ejemplo, la competencia, valores, e incluso contratos e instituciones sociales que aseguren sistemas igualitarios basados en la reciprocidad. Lejos de la indigencia y de la inseguridad social, cuando el individuo no sufra privaciones podrá avanzar desde el reino de la «justicia» y la igualdad al de la más alta moral que es el reino de la libertad, donde el pueblo trabajara de acuerdo con sus posibilidades y recibirá lo que necesite. Y por ultimo, en la abundancia económica que provea las necesidades individuales con el mínimo esfuerzo, el individuo podrá disponer de un tiempo libre que le permita cultivarse y participar plenamente en la administración de la vida social.

El anarquismo español puso de manifiesto hasta que punto el socialismo proletario podía contribuir al avance de un ideal de libertad en cuanto a principios morales solamente. Teniendo en cuenta la favorable coyuntura de los acontecimientos, un movimiento revolucionario de obreros y campesinos habrá sido capaz de hacer una revolución libertaria, colectivizar la industria y crear unas posibilidades sin precedentes históricos en relación a la dirección de fábricas y administración de tierras por quienes las trabajaban. Además, la acción revolucionaria de aplastar la rebelión militar en las ciudades clave de España, de asumir el control directo de la economía, que aun bajo circunstancias de mera compulsión de hechos externos habían actuado como poderoso impulso espiritual por derecho propio, alterando de modo apreciable las actitudes y opiniones de los sectores menos comprometidos de la clase oprimida. De este modo el socialismo proletario había impulsado a la sociedad española más allá de sus limites materiales, en un experimento utópico de colosales proporciones, que Burnett Bolloten, con acierto, describe como «una revolución social de gran alcance [...] mas profunda en muchos aspectos que la revolución bolchevique en sus primeras etapas...». Los trabajadores no sólo establecieron el control de las industrias y los campesinos formaron colectividades libres en diversas regiones, sino que en muchos casos se abolió el uso del dinero, y los principios comunistas más radicales sustituyeron a los conceptos burgueses de trabajo, distribución y administración.

Pero, que sucedería cuando la vida cotidiana comenzara a registrar el peso tremendo de las carencias económicas y todos los problemas materiales impuestos no sólo por la Guerra Civil, sino derivados del escaso desarrollo de la base tecnológica? «El comunismo será el fruto natural de la abundancia -habrá prevenido Abad de Santillan en la primavera de 1936-. Mientras esta no sea posible o donde no sea realizable, solo será un ideal», añadía. ¿El ardor revolucionario de la CNT y de la FAI superaba los obstáculos que le imponían la escasez, la carestía y todas las privaciones materiales de los artículos indispensables para la vida cotidiana, dificultades que habrán limitado el empuje de las revoluciones anteriores? ¿La ayuda mutua y las iniciativas del proletariado podrían sobrevivir frente a las tendencias egoístas y a la burocratización? Diferimos las respuestas a estas cuestiones hasta nuestro próximo volumen, que estudiaremos conjuntamente con el impacto de la revolución stalinista, especialmente en las reas anarquistas españolas.

Pero la paradójica confrontación de la clásica doctrina del socialismo proletario debe observarse claramente, con atención y amplitud, en la hipótesis de que la revolución española tenga algún significado en nuestros días. El socialismo proletario, como doctrina y movimiento histórico, esta atrapado entre sus mismas premisas. Para que los trabajadores devengan revolucionarios en tanto que trabajadores -como una clase de asalariados desposeídos, comprometidos en una lucha irreconciliable con la clase capitalista poseedora de la propiedad- se presupone una necesidad material que, en no menor medida, impide directamente al proletariado la organización y el control de la sociedad. La necesidad material, producto no sólo de la explotación sino además de una inadecuada base tecnológica, niega a los trabajadores la seguridad material y el tiempo libre para transformar totalmente las condiciones económicas, políticas y espirituales de vida.

Las décadas de relativa abundancia que seguirían a la revolución española décadas que fueron no sólo producto de la racionalización económica y planificación en la línea del Estado capitalista, sino de extraordinarios progresos tecnológicos -revelaron que el proletariado podía ser absorbido por la sociedad burguesa, que podía transformarse en clase acomodada más bien que en una clase revolucionaria-. El proletariado organizado y disciplinado por la fábrica, podía llegar a ser, en realidad, una extensión de la fábrica, sin límites dentro de la sociedad, una víctima de las estrechas funciones economicistas y sus sistemas estandarizados y jerárquicos. No pretendo afirmar en este trabajo que cualquier revolución social de nuestro tiempo pueda lograrse sin el apoyo activo del proletariado, sino más bien que ninguna revolución puede ahora seguir siendo calculada en función de la «hegemonía proletaria», del liderazgo de la clase obrera. Una revolución social, por lo menos en los países capitalistas desarrollados de todo el mundo, supone una amplia disconformidad con la totalidad de la sociedad capitalista: el anonimato y la atomización fomentados por la megalópolis moderna, descontento frente a la calidad de la vida cotidiana, conciencia de una vida sin sentido dedicada a trabajar duro para sobrevivir, un agudo sentido de la jerarquía y la dominación en todas sus formas. En el caso de la jerarquía y de la dominación, una sociedad liberada sentiría la necesidad de abolir no sólo a la clase dominante y a la explotación económica, sino también liquidar el dominio del hombre sobre la mujer, del viejo sobre el joven y de un grupo étnico sobre otro. Se podría seguir enumerando una multitud de grandes problemas y estos serian, a su vez, suplantados por otros; incluso dentro de la misma clase obrera, los tradicionales problemas económicos que surgen de la lucha entre trabajo asalariado y capital. Las clásicas discusiones sobre salarios, horas y condiciones de trabajo, aun permanecen sin lugar a dudas, y por consiguiente las luchas continúan, pero han perdido su empuje revolucionario. La misma historia las ha convertido en rutinarios problemas negociables, que se tratan mediante mecanismos e instituciones que funcionan integrados al sistema. El constante desgaste del movimiento sindical y de los partidos de los trabajadores incluidos desde las instituciones con una amplia visión social de «oposición leal» dentro de las fábricas, las oficinas y el propio Estado, constituye acaso la más notoria evidencia de esta degeneración.

Las demandas ante las infinitas dificultades para la abolición de las jerarquías y la dominación, para alcanzar una vida cotidiana plena, para sustituir los afanes insensatos por trabajo creador, para obtener tiempo libre imprescindible para la autogesti6n de una verdadera comunidad humana solidaria, han surgido no desde una perspectiva de mera supervivencia dentro de una economía de escasos medios, sino mas bien de la misma constelación social opuesta. De esto deriva una tensión creciente, la dificultad para nuevos avances tecnológicos, en medio de una inútil escasez, por un lado, y la promesa de tiempo libre para la satisfacción de las necesidades básicas humanas por el otro. Estas tensiones son sentidas por un área mucho más amplia y no limitada sólo al proletariado industrial. Las pueden percibir los estudiantes, los profesionales, los pequeños propietarios, los denominados trabajadores de «cuello blanco», los empleados de servicios y del Estado, los elementos marginados, y además algunos sectores de la burguesía y del proletariado industrial «desarrollado», en resumen, sectores de la sociedad que nunca fueron considerados seriamente como posibles fuerzas revolucionarias dentro de la estructura del socialismo proletario. Estas tensiones se centralizan tanto en los problemas económicos como en los de tipo espiritual, que lejos de contradecirse, se complementan. Por otra parte, generan un compromiso especial no tanto con el »socialismo», con sus instituciones estatales centralizadas y su infraestructura burocrática organizada jerárquicamente, sino con la perspectiva de una sociedad libertaria no autoritaria (frecuentemente designada simplemente como «socialismo») en la que la gente, viviendo en comunidades libres, administre la sociedad sobre las bases de la democracia directa y ejerza el verdadero control de la vida cotidiana.

El genio del anarquismo español radica en su talento para fundir las inquietudes del tradicional socialismo proletario con las más amplias aspiraciones actuales.

En unas paginas muy críticas y notablemente logradas sobre los grupos de afinidad del movimiento anarquista español, Diego Abad de Santillan revela, inadvertidamente, su singularidad. Destaca también el antagonismo que crea el choque entre la tradición y la fantasía que existía en el movimiento anarquista en la década de 1930. «Creemos percibir en nuestros ambientes libertarios, un poco de confusión entre lo que es convivencia social, la agrupación por afinidad y la función económica -agrega Santillan-. Visiones de Arcadias felices, de comunas libres, influyen en la mentalidad de algunos compañeros. Pero la Arcadia ha sido imaginada por los poetas en el pasado; en el porvenir, las condiciones son completamente otras. En la fábrica no buscamos la afinidad [del compañerismo, sino la afinidad del trabajo]. La convivencia en la fábrica no se establece a base de afinidad de caracteres, sino a base de cualidades de trabajo, de pericia profesional.»

Estas son palabras muy austeras. Surgen del léxico de la escasez, del trabajo ético, de los afanes y de las costumbres puritanas de los ibéricos. Los líderes del Partido Socialista español deben haberlas considerado como serios preceptos realistas. Reflejan las duras realidades del socialismo proletario en la d cada de 1930, no las sensibilidades del «futuro».

Pero el hecho de que fuera Santillan quien ordenara a sus compañeros en la primavera de 1936 el rechazo de la »convivencia social» en el proceso del trabajo, la eliminación del "grupo de afinidad» en la actividad productiva como una visión arcaica de una «Arcadia feliz», manifiesta la forma visionaria en que tales grupos eran vistos en realidad por muchos anarquistas españoles. Si nosotros, en la actualidad, comprendiésemos la necesidad del trabajo como una festividad lúdica, y arcadiana experiencia, si nos orientásemos hacia un nuevo sentido de posibilidades inherentes al proceso de industrialización, tendríamos que reconocer que es únicamente como resultado de las oportunidades tecnológicas creadas por nuestra propia época, que nosotros disfrutamos de ese privilegio. El socialismo proletario, en la década de 1930, había transformado la fábrica no sólo en un lugar de cambio social, sino en la realidad del principio de espíritu socialista. En un mundo de carencias materiales y de fatigas, este principio verdadero tiene en cuenta el mínimo de «convivencia social». Santillan se equivoca, en primer lugar, en un aspecto: no habla del «futuro» sino del «presente», de un «presente» cuyos valores están destinados a sufrir las mayores transformaciones en las futuras décadas. Este consagrado anarquista de una etapa histórica diferente pone de manifiesto todas sus limitaciones siempre que intenta trazar, pragmáticamente, su futura trayectoria. Aunque es posible que para su época fuese correcto, se trataba, sin embargo, de un tiempo en que difícilmente se podía admitir una sociedad de «felices Arcadias» en donde los medios de vida serian libremente asequibles a todos y el trabajo desempeñado de acuerdo a la voluntad y a las aptitudes del individuo.

¿Qué había sucedido para que los anarquistas españoles de la década de 1930 imaginaran tales visiones de «convivencia social», de «grupos de afinidad» y de «felices Arcadias»? A este respecto, por lo menos, las opiniones y objeciones de Santillan se ajustaron a las condiciones locales y a la poca del movimiento. Los anarquistas españoles que profesaban esas perspectivas arcadicas eran en realidad poetas del pasado, Habían fabricado sus sueños desde la «convivencia social» de sus pueblos, desde su cultura preindustrial y su herencia espiritual. Para decirlo a nuestro modo, los anarquistas españoles perpetuaron una continuidad entre el «comunismo primitivo» del pasado, al que sin duda idealizaron, dentro del contexto de las condiciones españolas de su época. Además, ese comunismo, a pesar de su «primitivismo», poseía más elementos del comunismo sofisticado del futuro que del socialismo industrial del movimiento obrero. No debemos olvidar que la «feliz Arcadia» y las «comunas libres» que los anarquistas tomaron del pasado, con frecuencia eran tan austeras como la imagen de Santillan de la fábrica. Ellos también concibieron sus comunidades libres y sus «Arcadias» en términos austeros y puritanos. Creían en el «amor libre» y confiaban en la libertad de la pareja sin el peso de sanciones políticas o religiosas, pero se apartaban de la sexualidad desenfrenada y de la promiscuidad. En sus puestos de trabajo, hacían de la jovialidad una práctica cotidiana, pero amaban el trabajo y casi elogiaban sus virtudes purificadoras. En su sociedad «arcadica» no existirían «derechos sin obligaciones», ni «obligaciones sin derecho». Aun cuando todas estas cualidades añadían al socialismo proletario industrial una dimensión espiritual, ética y de convivencia, se trata de un socialismo que en esencia no deja de estar menos rodeado de escasez, contradicciones y preocupaciones que el socialismo de Santillan. Este simplemente procuró recordarles las contradicciones que escondan sus perspectivas; que no podrían existir autenticas «Arcadias» a menos que de la tierra brotasen la leche y la miel. Si hoy día la paradisíaca poesía a que se refiere Santillan tuviese alguna posibilidad de ser realidad, la puritana «Arcadia» anarquista española de antaño también seria un sueno, un «simple ideal», como la austera perspectiva de Santillana de una futura sociedad libertaria basada en «la afinidad del trabajo».

Los anarquistas españoles dejaron tras si una realidad tangible que tiene una colosal relevancia para la radicalización, social de nuestros días. Los «heroicos años» del movimiento, desde 1868 a 1936, fueron un proceso fascinante de experimentación de formas organizativas, de decisiones a nivel técnico, de valores personales, de prácticas educacionales y métodos de lucha. Desde los días de la Internacional y de la Alianza de la Democracia Socialista a los tiempos de la CNT y de la FAI, todas las formas del anarquismo español, colectivista, sindicalista y comunista, habían desarrollado una sorprendente subcultura muy bien organizada, la que promovió dentro de la sociedad española una enorme libertad de acción a través de los sindicatos locales y los grupos de afinidad. Si bien las esferas políticas españolas negaron al campesino y al obrero la total participación en la dirección de los asuntos sociales, el movimiento anarquista, en cambio, alentó su participación. Mucho mas importante que las episódicas sublevaciones revolucionarias, los atentados, o las audaces acciones de pequeños núcleos de compañeros, como «Los Solidarios», fue el talento de los anarquistas españoles para vincular firmemente a los diversos grupos independientes (por medio de la «convivencia social») formando organizaciones coherentes que, a su vez, coordinadas, constituían efectivas fuerzas sociales, decisivas en momentos de crisis, y capaces de desarrollar formas de acción espontáneas teniendo en cuenta los valiosos rasgos de disciplina de grupo y de iniciativa personal. De este proceso surgió una comunidad orgánica y un sentido de ayuda mutua sin parangón en ningún movimiento obrero de esa poca. Además, tan importantes, como materia de estudio, fueron los comités de trabajadores y las colectividades agrarias que seguirían a la revolución de julio, como el movimiento que creó las bases para las estructuras sociales libertarias, el propio movimiento anarquista español.

SEIS TESIS SOBRE EL MUNICIPALISMO

Murray Bookchin

TESIS I

Históricamente, la teoría y la práctica social radical se han centrado sobre las dos zonas de la actividad social humana: el lugar de trabajo y la comunidad. A partir de la creación de la nación-estado y de la Revolución Industrial, la economía ha ido adquiriendo una posición predominante sobre la comunidad -no sólo en la ideología capitalista, sino también en los diferentes socialismos, libertarios y autoritarios, que han ido apareciendo en el último siglo. Este cambio de posición del socialismo desde una postura ética a una económica es un problema de enormes proporciones que ha tenido amplia discusión. Lo que es más importante dentro de este punto son los socialismos en sí, con sus preocupantes atributos burgueses, extrañamente adquiridos, un desarrollo principalmente revelado por la visión marxista de llegar a la emancipación humana a través del dominio de la naturaleza, un proyecto histórico que presumiblemente establece la «dominación del hombre por el hombre»; es el razonamiento marxista y burgués del nacimiento de una sociedad de clase como «precondición» a la emancipación humana.

Desafortunadamente el ala libertaria del socialismo -los anarquistas- no han avanzado consistentemente en la prevalencia de lo moralista sobre lo económico. Aunque quizás lo han desarrollado a partir del nacimiento del sistema fabril, locus classicus de explotación capitalista, y de, nacimiento del proletariado industrial como «portador» de la nueva sociedad. Con todo su fervor moral, la adaptación sindical a la sociedad industrial y la imagen del sindicalismo libertario como infraestructura del mundo liberado, supuso un cambio apreciable en el énfasis intencional desde el comunitarismo hacia el industrialismo; de valores comunales a valores fabriles1. Algunos trabajos que han adquirido santidad doxográfica dentro del sindicalismo, han servido para enaltecer el significado de la fábrica y, de forma más general, el lugar de trabajo dentro de la teoría radical, y eso por no hablar del papel mesiánico del «proletariado». Los límites de este análisis no necesitan ser igualmente analizados en este artículo. En forma superficial, me parece que están justificados con los hechos acaecidos en la época de la Primera Guerra Mundial y los años 30.

Hoy día la situación es distinta, y el hecho de que podamos criticarlos con la sofisticación que nos da la perspectiva de décadas, no nos da derecho a patrocinar el descrédito del socialismo proletario por su falta de visión futura.

Sin embargo debe hacerse la matización: la fábrica y, con la historia, el lugar de trabajo, ha sido el lugar principal no sólo de explotación, sino también de jerarquías, a esto hay que añadir la familia patriarcal. La fábrica no ha servido precisamente para «disciplinar», «unir» y «organizar» al proletariado capacitándolo para el cambio revolucionario, sino para esclavizarle en los hábitos de la subordinación, la obediencia y la penosa robotización descerebrada. El proletariado, al igual que todos los sectores oprimidos de la sociedad, vuelve a la vida cuando se despoja de sus hábitos industriales y entra en la actividad libre y espontánea de comunizar -esto es, el proceso vital que da significado a la palabra «comunidad». Entonces los trabajadores se despojan de su naturaleza estricta de clase, que no es sino la contrapartida del status de burguesía, y se revela su naturaleza humana. La idea anárquica de comunidades descentralizadas, colectivamente gestionadas, estatales, y con una democracia directa y la idea de la confederación de municipalidades o «comunas», habla por sí sola, así como en una formulación más expresa a través de los trabajos de Proudhon y Kröpotkin, expresando el papel transformador del municipalismo libertario como una columna vertebral de una sociedad liberadora, enraizada en el principio ético antijerárquico de unidad de la diversidad, autoformación y autogestión, complementariedad y apoyo mutuo.

TESIS II

La Comuna, como municipalidad o ciudad, debe evitar un papel puramente funcional de un estado económico, en el que los seres humanos no tienen oportunidad de realizar actividades agrícolas, sino pasara ser un «centro de implosión» (usando la terminología de Lewis Munford) que realce las comunicaciones sociales internas y el acercamiento de los miembros de la misma, de forma que se demuestre su función histórica transformando, esa población casi tribal, unida por lazos de sangre y por costumbre, en un cuerpo político de ciudadanos unidos por valores éticos basados en la razón.

Esta función abiertamente transformadora, atraerá al «extraño» y al «no miembro» al interior de un denominador común con el tradicional genoi, creando así una nueva esfera de interrelaciones: el reino del polissonomos, literalmente la gestión de la polis o ciudad. Es precisamente a partir de esta conjunción de nomos y de polis que deriva la palabra «política», una palabra que ha sido desnaturalizada y convertida al estatalismo. Igualmente, la palabra polis ha sido reconvertida como «estado». Estas distinciones no son meras disquisiciones etimológicas. Reflejan, por el contrario, una auténtica degradación de estos conceptos, siendo todos y cada uno de ellos de enorme importancia para legitimar fines ideológicos. A los antiautoritarios les choca y rechazan la degradación del término «sociedad» entendido como «Estado», y tienen razón. El Estado, tal como lo conocemos es un aparato diferente que se utiliza para dirigir a las clases; es el monopolio profesionalizado de la violencia con la finalidad de asegurar la subyugación y la explotación del hombre por el hombre. Las teorías antropológicas y sociales nos enseñan cómo el Estado ha ido emergiendo lentamente a partir de relaciones jerárquicas más abiertas, también nos enseñan sus distintas formas y cuales son su grado de desarrollo, y como se dibuja dentro del concepto de nación estado moderno, asimismo nos están enseñando, muy posiblemente, cuál vaya a ser el futuro, con el Estado en su forma absolutamente más totalitaria.

Así pues, los antiautoritarios saben también cómo las nociones de familia, lugar de trabajo, y diversas formas culturales de asociación -en el sentido más completo y antropológico de la palabra «cultura»-, las relaciones interpersonales y de forma general, la esfera de la vida privada, están, sin paralelismo alguno, totalmente diferenciados, social e intrínsecamente, del estatismo.

Lo «social» y el «estatalismo» pueden infiltrarse el uno en el otro; así, en este sentido, los antiguos despotismos reflejaban la soberanía patriarcal del oikos. La absorción de lo social por el moderno y gigantesco estado totalitario refleja la ampliación del concepto de «burocracia» (tanto en sus esferas psicoterapéuticas y educacionales, como en la esfera administrativa tradicional) evidenciando las imperfecciones que existen en todas las clases de organismos sociales.

El surgimiento de la ciudad nos ofrece diversos grados de desarrollo, no sólo con respecto a una nueva dominación de la humanítas universal, diferenciada de la parroquia; nos abre la posibilidad del espacio libre de un nuevo civismo, diferenciado de los lazos tradicionales, es la gemeinschaften biocéntrica. Asimismo nos ofrece el reino del polissonomos, la gestión de la polís por un cuerpo político de ciudadanos libres, en resumen, se nos da la posibilidad de la política en una forma diferente a lo estrictamente social y al estatalismo.

La Historia no nos muestra una esfera de lo político en estado «puro», tampoco nos da una visión mayor de las relaciones sociales a nivel de aldeas y grupos no jerarquizados, y tan sólo en una época más reciente, ha empezado a mostrarnos instituciones puramente estatalistas. El término de «pureza» es un concepto que es introducible en teoría social, a expensas de perder cualquier contacto con la realidad según hemos podido comprobar por la historia. Sin embargo, existen aproximaciones a la política, invariablemente de carácter cívico, y que no son, en principio, de carácter social o estatalista: la democracia ateniense, las asambleas municipales de Nueva Inglaterra, las asambleas de sección de la Comuna de Paris en 1793, por citar tan sólo los ejemplos más conocidos. De duración considerable en algunos casos, y efímeras en otros; y hay que admitir totalmente que fueron marcadas por los numerosos elementos de opresión que existieron en aquellas épocas, No se pueden componer trazos aquí y allá para ofrecer la imagen de un status político no parlamentario ni burocratizado, centralizado o profesionalizado, social o estatal, sino que hay que recoger la imagen ciudadana, reconociendo el papel de la ciudad en la transformación de una población o de una aglomeración monádica de individuos en una ciudadanía basada en formas éticas y regionales de asociación.

TESIS III

Si definimos lo social, lo político y lo estatal con una concepción absoluta, y estudiamos la evolución histórica de la ciudad como en el espacio en que nace lo político, en forma separada de las ideas de lo social y lo estatal, estamos entrando en la investigación de unas materias cuya importancia programática es enorme. La época moderna define «lo civil» como urbanización, lo cual supone una auténtica corrupción de la acción ciudadana, amenazando con englobar los conceptos de ciudad y país, convirtiendo así la dialéctica histórica en algo ininteligible en la actualidad. La confusión entre urbanización y acción ciudadana sigue siendo tan oscura hoy día, como la confusión existente entre sociedad y Estado, colectivización y nacionalización o, en este sentido, política y parlamentarismo. La urbe dentro de la tradición romana, se refería a los aspectos físicos de la ciudad, a sus edificios, plazas, calles... diferenciándose de la civitas, la unión de ciudadanos en un cuerpo político. Estos dos conceptos no fueron intercambiables hasta la época final del Imperio, cuando el concepto de «ciudadanía» ya había decaído, y había sido reemplazado por términos que diferenciaban castas, y que estaban condicionados por el Imperio Romano; esto nos muestra un hecho altamente relevante y sustancioso.

Los griegos intentaron retornar a la civitas dejando la urbe recrear nuevamente la ekklesia ateniense, a expensa del Senado de Roma. Pero fracasaron, y la urbe devoró a la civítas bajo la forma de Imperio. Se supone que los ciudadanos libres, que formaban la columna vertebral de la República, y que pudieron haberla transformado en una democracia, una vez que «bajaron» de las Siete Colinas en las que Roma se «fundó» se «empequeñecieron» usando la terminología de Heine. La «idea de Roma» en tanto que una herencia ética, se fue reduciendo en proporción directa al crecimiento de la ciudad. A partir de entonces, «cuanto más crecía Roma, más se dilató esta idea; el individuo se perdió por completo en la urbe, los grandes personajes que conservaban cierto poder, ya nacían con esta idea, y se ahondaba aún más la diferencia con los individuos menores».

Aquí podemos obtener una enseñanza, y aprender de los peligros de la jerarquía y de la «grandeza»; y además captar el sentido intuitivo que supone la distinción entre urbanización y acción ciudadana, el crecimiento de la urbe a expensas de la civitas. Y además surge otra cuestión; ¿tiene la cívitas o el cuerpo político significado a menos que literal y protoplásmicamente tenga un contenido? Rousseau nos recuerda que «las casas forman la urbe, pero que (sólo) los ciudadanos forman la ciudad». Los habitantes de la urbe se conceptúan como simple «electorado, o como «votantes», o ya usando el término más degradante utilizado por el Estado, «impositores sujetos a gravamen», -un término que es realmente un eufemismo aplicado a un «sujeto»-. Los habitantes de la urbe se transforman en abstracciones, y a partir de entonces, en simples «criaturas del Estado», utilizando la terminología jurídica norteamericana en relación al status legal de lo que es una entidad municipal hoy día. Un pueblo, cuya única función política es la de votar delegados, no es pueblo en absoluto; es una «masa», una aglomeración de monadas. La política diferenciada de lo social y lo estatal, supone la reestructuración de esas masas en asambleas totalmente articuladas, supone asimismo la formación de un cuerpo político dentro de la idea de debate, de la participación racional, la libertad de expresión, y a través de fórmulas democráticas radicales de toma de decisiones.

Este proceso es interactivo y auto-formativo. Se puede elegir entre seguir a Marx en la idea de que los «hombres» se forman a sí mismos como productores de cosas materiales»; se puede seguir a Fichte diciendo que son individuos éticamente motivados; o según Aristóteles, decir que son habitantes de la polis; Bakunin decía que los hombres eran quienes buscan la libertad. Sin embargo, cuando no existe una presencia autogestionaria en todas las esferas de la vida -económica, ética, política- y libertaria, la formación del carácter que transforma al «hombre» de objetos pasivos en sujetos activos es, lamentablemente, inexistente. La Personalidad, es tanto una función, dentro de la acción de «gestión», o mejor todavía de la comunización, como la gestión es una función de la Personalidad. Ambos conceptos, son parte del proceso formativo que los alemanes denominan bildung y los griegos denominan paideia. El lugar donde se desarrolla lo civil, tanto si es la polis, la ciudad o el vecindario, es la cuna de civilización humana, tras el proceso de socialización que supone la familia. y para complicar aún más las cosas, la «civilización» civil, es simplemente otra forma de politización, convirtiendo una masa en un cuerpo político, deliberativo y racional. Para llegar a este concepto de civitas, se presupone que el ser humano es capaz de reunirse, superando a las mónadas aisladas, puede debatir directamente mediante formas de expresión que «vayan más allá de las simples palabras», y que razonen en forma directa, cara a cara, llegando pacíficamente y en común a puntos de vista que permitan tomar decisiones factibles, llevándose realmente a cabo mediante principios democráticos. Para formar estas asambleas y que además funcionen, es necesario que los propios ciudadanos se formen también, ya que la política es baladí si no, tiene un carácter educacional y si esa idea de nueva apertura no está promoviendo un carácter formativo.

TESIS IV

Así pues, la municipalidad no es tan sólo el «lugar» donde uno vive, la «inversión» de tener una casa, sanitarios, salud, servicios de seguridad, un trabajo, la biblioteca, y amenidades culturales. La ciudadanización forma, históricamente, una nueva transición de la humanidad que desde las formas tribales hasta las formas civiles de vida, lo cual tiene un carácter tan revolucionario como el paso de los grupos cazadores hacia el cultivo de la tierra; o como del cultivo de la tierra a la industria manufacturera. A pesar de los absorbentes poderes del Estado, hubo un posterior desarrollo que combinó civismo con nacionalismo, y política con estatalismo; como decía V. Gordon Childe, la «revolución urbana» fue un cambio tan grande como la revolución agrícola o la revolución industrial. Además se puede comprobar, que la nación-estado, al igual que sus predecesores, lleva en las entrañas mucho de este pasado ya mencionado, y aún no lo han digerido. La urbanización puede completar aquello que los Césares romanos, las monarquías absolutas y las repúblicas burguesas no pudieron -destruyendo incluso la herencia de la propia revolución urbana-, sin embargo esto aún no ha tenido lugar.

Antes de entrar en las implicaciones revolucionarias de las aproximaciones al municipio libertario y de volver sobre política libertaria, es necesario estudiar un problema teórico: la realización de la política diferenciada de la simple administración. En este punto, Marx, en sus análisis sobre la Comuna de París de 1871 ha construido una teoría social radical de considerable imperfección. La combinación existente en la Comuna, de política delegada, con la acción de policía realizada por los propios administradores, hecho que Marx celebró profusamente, supuso el mayor fracaso de esta revolución. Rousseau, con bastante razón, planteaba que el poder popular no se puede delegar sin que se destruya. O bien se tiene una asamblea popular que ostenta todos los poderes, o bien esos poderes los ostentará el Estado. El problema del poder delegado, infectó por completo el sistema de consejos: los soviets (Raten), la Comuna de 1871, y naturalmente los sistemas republicanos en general, tanto de carácter nacional como municipal, las palabras «democracia representativa» son una contradicción terminológica. Un pueblo no puede constituirse en polissonomos, realizando la designación del nomos creando legislación, o nomothesia delegando en cuerpos que excluyen el debate, el razonamiento, y la forma de decisión que caracteriza la auténtica identidad de la política. No menos importante es la no entrega a la administración -mera ejecución de la política- del poder de formular qué debe ser administrado sin entrar en la actividad habitual del Estado.

La supremacía de la asamblea, como fuente de política por encima de cualquier organismo administrativo, es la única garantía, dentro de la existencia individual, para que prevalezca la política sobre el estatalismo. Este grado perfecto de supremacía tiene una importancia crucial dentro de una sociedad que contiene expertos y especialistas para las operaciones de la maquinaria social; mientras que el problema del mantenimiento de la preponderancia de la asamblea popular sólo se presenta durante el período de tránsito de una sociedad administrativamente centralizada hacia una sociedad descentralizada. Tan sólo cuando las asambleas populares, tanto en los barrios de las ciudades como en los pueblos pequeños, mantengan la mayor y más estricta vigilancia sobre cualquier tipo de organismo de coordinación confederal, se podrá elaborar una auténtica democracia libertaria. Estructuralmente, dicha realización no tiene que conllevar problema alguno. Las comunidades se han apoyado en expertos y administradores desde hace tiempo, sin perder por ello su libertad. La destrucción de estas comunidades ha sido más bien debida a un acto estatalista, no a uno administrativo. Las corporaciones sacerdotales y las jefaturas se han apoyado desde siempre en la ideología, y en la tontería humana en forma aún más clara, y no tuvieron que apoyarse en la fuerza, para atenuar el poder popular, y finalmente eliminarlo.

El Estado no ha podido absorber nunca, en su totalidad, lo ocurrido en el pasado; este es un hecho descrito por Kröpotkin, en «El apoyo mutuo», cuando describe el rico contexto existente en la vida civil hasta las comunas oligárquicas medievales. En efecto, la ciudad ha sido siempre el punto opuesto de la balanza frente a los Estados nacionales e imperiales, hasta los tiempos presentes.

Augusto y sus herederos hicieron de la supresión de la autonomía municipal una pieza maestra de la administración imperial romana, e igual hicieron los monarcas absolutos de la época de la Reforma. «Echar abajo las murallas de las ciudades» fue la política central de Luis XIII y de Richelieu, una política que salió a la superficie años más tarde, cuando el Comité de Salud Pública de Robespierre hizo y deshizo a su antojo para restringir los poderes de la Comuna 1793-94. La «Revolución Urbana» ha acompañado al Estado como un poder doble irreprimible, un desafío potencial al poder centralizado a través de la historia. Esta tensión prosigue hoy en día, y como ejemplo, los conflictos entre el Estado centralizado y las municipalidades en toda Norteamérica e Inglaterra. Es aquí, en el entorno del individuo más inmediato, -la comunidad, el vecindario, el pueblo, la aldea- donde la vida privada se va ligando lentamente con la vida pública, es el lugar auténtico para que exista un funcionamiento a nivel de base, siempre y cuando la urbanización no haya destruido totalmente las posibilidades para ello. Cuando la urbanización haya enmascarado la ciudad de tal manera que ésta carezca por completo de identidad propia, le falte la cultura y los espacios para relacionarse socialmente, cuando le falten las bases para la democracia, -no importa con que palabras la definamos- entonces habrá desaparecido la identidad de la ciudad, y la posibilidad de crear formas revolucionarias serán tan sólo sombras de un juego de abstracciones. Por la misma razón, ningún símil radical basado en fórmulas libertarlas ni sus posibilidades, tienen sentido cuando se carecen de la conciencia radical que darán a estas formas, contenido y sentido. Démonos cuenta de que cualquier forma democrática o libertaria puede ser transformada en contra del ideal de libertad si se conciben de una forma esquemática, con fines abstractos carentes de esa sustancia ideológica, y de esa organicidad a partir de la cual estas formas dibujan ese significado liberador. Además, sería bastante inocente pensar que formas tales como el barrio, el pueblo, y las asambleas comunales populares podrían alcanzar el nivel de la vida pública libertaria, o llegar a crear un cuerpo político libertario, sin un movimiento político que fuera altamente consciente, que estuviera bien organizado, y fuera programáticamente coherente.

Sería igualmente ingenuo pensar que tal movimiento libertario podría nacer sin la «intelligentsia» radical indispensable, cuyo medio está en esa vida comunal intensamente vibrante (hay que rememorar a este respecto a la «intelligentsia» francesa de la Ilustración, y la tradición que creó en los quartiers (barrios) y cafés de París; No me refiero al conglomerado de intelectuales anémicos que copan las academias e institutos de la sociedad occidental.2 A menos que los anarquistas se decidan a desarrollar este estrato de pensadores de menor esplendor, cuya vida pública se transforme en un búsqueda de comunicación con su entorno social, en el caso contrario, se encontrarán con el peligro real de transformar las ideas en dogmas, y de convertirse en herederos por derecho propio de movimientos y gentes ancestrales, que pertenecen a otra época histórica.

TESIS V

Es indudable que uno puede ponerse a jugar -y perderse entre términos como «municipalidades», y «comunidad», «asambleas» y «democracia directa», perdiendo de vista las clases, étnias, y diferentes géneros que convierten palabras tales como «el Pueblo» en algo sin sentido, en abstracciones casi oscurantistas. Las asambleas por sectores de 1793 no sólo se vieron forzadas a un conflicto con la Comuna Burguesa de París o con la Convención Nacional; sino que se convirtieron en un campo de batalla entre ellas mismas entre los estratos de propietarios y los no propietarios, entre realistas y demócratas, entre moderados y radicales.

Si nos quedamos exclusivamente en este nivel económico, sería tan erróneo como ignorar las diferencias de clase por completo, y hablar sólo de «fraternidad», «libertad», e «igualdad», como si estas palabras fueran algo más que retórica. Sin embargo, se ha escrito ya bastante para desmitificar los lemas de las grandes revoluciones «burguesas»; en efecto, se ha hecho tanto en este sentido para reducir estos lemas a meras reflexiones de intereses egoístas burgueses que corremos el riesgo de perder de vista cualquier dimensión populista utópica que tuvieran consigo. Después de todas las cosas que se ha dicho sobre los conflictos económicos que dividieron las revoluciones Inglesa, Americana y Francesa, las historias futuras de estos dramas deberían servir mejor para revelarnos el pánico burgués a cualquier tipo de revolución; su conservadurismo innato, y la proclividad que tienen a comprometerse a favor del orden establecido. También sería de gran utilidad que la historia enseñara cómo los estratos revolucionarios de cada época empujaban a los revolucionarios «burgueses» mucho más allá de los confines conservadores que éstos establecían, llevándolos a interesantes situaciones de desarrollo de principios democráticos, en los que los burgueses nunca se han sentido demasiado cómodos. Los diferentes «derechos» formulados por estas revoluciones no se consiguieron gracias a los burgueses, sino a pesar de ellos; así los granjeros libres norteamericanos de la década de 1770 y los sans culottes (descamisados) de la década de 1790 -y además su futuro es cada vez más cuestionable dentro de este mundo cibernético y corporativo que está en crecimiento.

Sin embargo, estas tendencias actuales y futuras de carácter tecnológico, social y cultural, que se agitan y amenazan con descomponer la estructura de las clases tradicionales nacida en la Revolución Industrial nos traen la posibilidad de que surja un interés general diferente a los intereses de clase, creados durante los dos últimos siglos. La palabra «pueblo» puede volver a incorporarse al vocabulario radical -no como una abstracción oscurantista, sino como una expresión cuyo significado venga asociado a una capa social de desraización progresiva, de fluidez, y desplazamiento tecnológico; de forma que ya no sea integrable en una sociedad cibernética y altamente mecanizada. A esta capa social de desplazamiento tecnológico podemos añadirle los jóvenes y los ancianos, que se encaran con un futuro bastante dudoso dentro de un mundo que ya no puede definir los roles que la gente juega dentro de la economía y la cultura. Estas capas sociales ya no cuadran adecuadamente dentro de una división simplista de conflictos de clase, como saque la teoría radical estructuraba alrededor de los «trabajadores asalariados» y el «capital».

El concepto de «pueblo» puede retornar a nuestra época dentro de un sentido todavía diferente: Como un «interés general» que se forma a partir del interés público en relación a temas ecológicos, comunitarios, morales, de género, o culturales. Sería además muy poco hábil el subestimar el papel primordial de estos intereses «ideológicos» aparentemente marginales. Como decía Franz Bokenau hace cerca de cincuenta años, la historia del siglo pasado nos muestra más que claramente cómo el proletariado puede enamorarse más intensamente del nacionalismo que del socialismo, y ser guiado preferentemente por intereses «patrióticos» que por intereses de clase, tal y como se podría apreciar por cualquiera que visitara los Estados Unidos. Aparte de la influencia histórica que tienen movimientos ideológicos tales como el Cristianismo o el Islam, los cuales, muestran todavía el poder que la ideología tiene sobre intereses materiales, nos enfrentamos con el problema de enfocar el poder de la ideología en una dirección socialmente progresista -principalmente, las ideologías ecologistas, feministas, étnicas, morales y contraculturales, en las que se encuentran numerosos componentes anarquistas, pacifistas y utópicos que están esperando a ser integrados dentro de una visión conjunta y coherente. En cualquier caso, los «nuevos movimientos sociales», usando la terminología creada por los neo-Marxistas, se están desarrollando alrededor nuestro, cruzando las líneas tradicionales de clases. A partir de este fermento se puede elaborar aún un interés general con miras mucho más amplias, nuevo y de mayor creatividad que los intereses particulares con orientación económica del pasado. Y será a partir de este punto que el «pueblo» nacerá y se dirigirá hacia las asambleas, un «pueblo» que irá más allá de los intereses particulares y dará una mayor relevancia a la orientación municipal libertaria.

TESIS VI

Así mismo, cuando la imagen orwelliana de «1984» sea claramente asimilable en alguna «megalópolis» de un Estado altamente centralizado y una sociedad altamente corporativizada, tendremos que ver las posibilidades que tenemos de contraponer a este desarrollo estatalista y social un tercer supuesto de práctica humana: la situación política que supone la municipalidad; el desarrollo histórico de la Revolución Urbana, que no ha podido ser digerido por el Estado. La Revolución siempre significa una dualidad de poderes: el sindicato de industria, el soviet o el consejo, y la Comuna, todos ellos orientados contra el Estado.

Si examinamos cuidadosamente la historia, veremos cómo la fábrica, criatura de la racionalización burguesa, no ha sido nunca el lugar de la revolución; los trabajadores revolucionarios por excelencia, (los españoles, los rusos, los franceses y los italianos) han sido principalmente clases de transición, aún más estratos sociales agrarios en descomposición que se vieron sujetos del último y discordante impacto corrosivo de la cultura industrial, hoy día convertida en tradicional. Así es, en efecto; allá donde los trabajadores están aún en movimiento, su batalla es totalmente defensiva (irónicamente se trata de una batalla por mantener el sistema industrial que se enfrenta con un desplazamiento del capital y un aumento de la tecnología cibernética) y que refleja los últimos coletazos de una economía en decadencia. También se quiere la ciudad -pero de forma muy diferente a la fábrica. La fábrica no fue nunca un reino de libertad, siempre fue el lugar de la supervivencia, de la «necesidad», imposibilitando y disecando cualquier actividad humana a su alrededor. El nacimiento de la fábrica fue combatido por los artesanos, por las comunidades agrarias, y por todo el mundo a escala más humana y más comunal. Tan sólo la simpleza de Marx y Engels, que promovieron el mito de que la fábrica servía para «disciplinar», «unir» y «organizar» el proletariado, pudo impulsar a los radicales, ensimismados por el ideal del «socialismo científico», a ignorar cuál era el papel autoritario y jerárquico de la fábrica. La abolición de la fábrica por el trabajo ecotécnico, creativo, e incluso por componentes cibernéticos dirigidos a satisfacer las necesidades humanas, es el desideratum del socialismo en su visión libertaria y utópica; aún nos es una precondición moral para la libertad.

Por el contrario la Revolución Urbana ha jugado un papel muy diferente. Principalmente ha creado la idea de humanitas universal y la comunalización de la humanidad a lo largo de unas líneas racionales y éticas. La revolución urbana ha levantado los límites del desarrollo humano que estaban impuestos en lazos de hermandad, el parroquialismo del mundo pueblerino, y los efectos sofocantes de la costumbre. La disolución de las municipalidades auténticas a manos de la urbanización, marcó un punto muy grave de regresión de la vida societal: supuso la destrucción de la única dimensión humana donde se daba la asociación superior, y la desaparición de la vida civil, que justificaba el uso de la palabra civilización, así como del cuerpo político que daba identidad y significado a la palabra «política».

A partir de este momento, cuando la teoría y la realidad entran en conflicto, uno se justificaba invocando la famosa cita de Georg Lukacs: «Que se fastidie la realidad» «So much the worse for the facts». La Política, tantas veces degradada por los «políticos», y convertida en estatalisíno, tiene que ser rehabilitada por el anarquismo, y ser devuelta a su significado original, en el que suponía una participación y, una administración civil, levantándose en contraposición del Estado, y extendiéndose más allá de los aspectos básicos de interrelación humana que llamamos interrelación social.3

Con un significado totalmente radical, tenemos que volver hacia las raíces de la palabra en la polis, y dentro del inconsciente vital de la gente, de forma que se cree un espacio para una interrelación racional, ética y pública, que, a su vez, de lugar al ideal de la Comuna y de las asamblea populares de la era revolucionaria.

El Anarquismo ha agitado siempre la bandera de la necesidad de una regeneración moral, y la lucha por la contracultura (usando el término en el mejor de los sentidos), y en contra de la cultura establecida. Con esto se explica el énfasis que el anarquismo hace sobre la ética, y su interés por ser coherente en medios y fines, su defensa de los derchos humanos y de los derechos civiles, así como su interés respecto a la opresión dentro de cada aspecto de la vida. Sin embargo, su imagen contrainstitucional ha presentado más problemas. Conviene recordar que en el anarquismo siempre ha existido una tendencia comunalista, no sólo sindicalista o individualista. Y que además esta tendencia comunalista ha mantenido una fuerte orientación municipalista, y que puede ser extraída principalmente de los escritos de Proudhon y Kröpotkin.

De lo que se ha carecido, sin embargo, es de un cuidadoso examen del meollo político de esta orientación: se trata de la distinción entre un momento del discurso, una forma de toma de decisiones, y un desarrollo institucional que no tiene carácter social ni estatal.

La política civil no es tan sólo política parlamentaria; de hecho, si nos ceñimos al sentido histórico auténtico del término «política» dentro de su lugar preciso en un vocabulario radical, tiene todo el aroma de las asambleas de ciudadanos atenienses, y su heredero igualitario, la Comuna de París.

Si conseguimos volver hacia estas instituciones históricas, y enriquecerlas con nuestras tradiciones libertarlas y nuestros análisis críticos, devolviéndolas a la vida en este mundo, tan ideológicamente confuso; estaremos trayendo el pasado al servicio del presente en una forma creativa e innovadora.

Todas las tendencias radicales están cargadas de una cierta medida de inercia intelectual, tanto los anarquistas como los socialistas. La seguridad que nos da la tradición es tan fuerte que puede acabar con toda posible innovación, aún entre los antiautoritarios.

El anarquismo está caracterizado por su actitud ante el parlamentarismo y el estatalismo. Esta actitud ha sido ampliamente justificada por el curso de la historia; pero también nos puede llevar a una paralización mental que, en teoría no es menos dogmática que el radicalismo electoral corrompido, en la práctica. Así si el municipalismo libertario se construye como política orgánica, esto es, una política que emerge de la base de la asociación superior humana, yendo hacia la creación de un cuerpo político auténtico y de formas de participación ciudadanas; posiblemente sea éste el último reducto de un socialismo orientado hacia instituciones populares descentralizadas. Un elemento importante dentro de la aproximación al municipalismo libertario es la posibilidad de evocar tradiciones vivas para legitimar nuestras peticiones, tradiciones que, aunque son fragmentarias e irregulares, aún ofrecen potencialidad para una política de participación con una respuesta de dimensiones globales al Estado. La Comuna está enterrada todavía en los Consejos de la ciudad (plenos de ayuntamiento); las secciones están escondidas en los barrios; y la asamblea de ciudad está en los ayuntamientos; encontramos formas confederales de asociación municipal escondidas en los vínculos regionales de pueblos y ciudades. Recuperar un pasado que puede vivir y funcionar con fines libertarlos, no es, ni mucho menos, estar cautivo de la tradición; sino que se trata de hilar conjuntamente los objetivos humanos únicos de asociación que permanecen como cualidades inherentes al espíritu humano, -la necesidad de la comunidad como tal- y que han surgido repetidas veces en el pasado. Permanecen en el presente como esperanzas que acaban de nacer, pero que la gente tiene consigo en todas épocas, saliendo a la superficie en los momentos de acción y libertad.

Estas tesis nos anticipan la visión de la posibilidad de un municipalismo libertario, y una nueva política definible como un doble poder, que puede ser contrapuesto mediante las asambleas y las formas confederales al Estado. Tal como están ahora las cosas en el mundo orwelliano de la década de los 80, esta perspectiva de un poder doble es sin duda una posibilidad de las más importantes, entre otras, que los libertarios pueden desarrollar sin comprometer sus principios antiautoritarios. Es más, estas tesis, apuntan la posibilidad de una política orgánica basada en formas participativas tan radicales de asociación civil, no excluyentes de la posibilidad de que los anarquistas cambien los cuadros de las ciudades y pueblos, y convaliden la existencia de instituciones democráticas directas. Y si este tipo de actividad lleva a los anarquistas a los plenos de los ayuntamientos, no hay razón para que tal política tenga que ser parlamentaria, máxime cuando mantiene un nivel civil y está conscientemente opuesta al Estado.4 Es curioso que muchos anarquistas que celebran la existencia de las empresas industriales «colectivizadas», tanto en un sitio como en otro, y todo ellos con gran entusiasmo a pesar de que se forma parte del entramado económico burgués y que tiene una visión de la política municipal que considera con repugnancia las «elecciones» de cualquier tipo; sobre todo cuando la política está estructurada en torno a las asambleas de barrio, a los delegados revocables, a las formas de contabilidad radicalmente democráticas y a los vínculos locales fuertemente enraizados.

La ciudad no es congruente con el Estado. Ambos tienen orígenes muy diferentes y han jugado papeles muy distintos en la historia. El Estado penetra en todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la familia a la fábrica, desde el Sindicato a la ciudad; lo cual no significa que los individuos conscientes deban retirarse de cualquier tipo de relaciones humanas organizadas, de la propia piel de uno, para esconderse en un estado de pureza y abstracción, de forma que se convalidaría la descripción de Adorno sobre el anarquismo como un «fantasma». Si hay algún fantasma que nos de caza, son los que toman forma de ritualismo y de rigidez tan sumamente inflexible que uno cae en un rigor mortis bastante parecido al que cae el cuerpo congelado cuando alcanza la muerte eterna. El poder de la autoridad para dar órdenes a los individuos físicos habrá obtenido entonces una conquista más completa que las órdenes imperativas ejercidas a través de la simple coerción. Habrán puesto su mano sobre el mismo espíritu -y su libertad para pensar libremente y resistir con ideas, aún cuando la capacidad para actuar esté bloqueada temporalmente por las circunstancias.

Murray Bookchin

Setiembre, 9 de 1984

Traducción: Miguel Jaime

SOCIEDAD, POLÍTICA Y ESTADO

Murray Bookchin

Hoy cuando los movimientos verdes y sociales se han consolidado en casi todos los países del Primer Mundo, cuando están creciendo en otros lugares (particularmente en América Latina), la cuestión de cómo encarar los conceptos de "sociedad"", "política" y "Estado", ha adquirido una urgencia programática. Esta urgencia surge ante el hecho de que la mayoría de estos

movimientos pone énfasis en la necesidad de descentralización, de comunidades a escala humana, de democracia de base y de

Un equilibrio viable entre la ciudad y el campo (temas que nos recuerdan los escritos de Proudhon y Kropotkin); pero al mismo tiempo, los verdes están comprometidos, de una u otra manera, en política electoral. En Alemania, donde la ideología verde nació hace una década aproximadamente, la tendencia "fundamentalista" (que en cierto momento fue la mayoría del partido verde) insistió en el esfuerzo por construir un partido no partidista, por crear una democracia de base, inspirada en la "democracia participativa" de la "nueva izquierda" de los sesenta. Los cargos electivos, tanto en el gobierno como en la dirección del partido debían ser rotativos, los sueldos de los representantes electos debían ser compartidos con la organización del partido; se propuso, en forma vaga, establecer el derecho de revocar a los representantes que no cumplieran su mandato programático, pero esto nunca fue implementado. La teoría ecológica (más precisamente, la ecología social, que se originó realmente en Estados Unidos a comienzos de los sesenta) constituyó una perspectiva aglutinante para los primeros verdes, aunque no estuviesen completamente familiarizados con su origen libertario. Me refiero a la necesidad de suprimir la jerarquía, así como las relaciones de clase, como condición previa a la eliminación de la idea de dominio de la naturaleza y al logro de una sociedad ecológica.

El surgimiento de movimientos verdes, que en gran parte toman como modelo a los Grünen (partido verde alemán), creó un dilema para la izquierda libertaria. Las reivindicaciones sociales de la mayoría de los grupos verdes eran claramente anarquistas.

Los programas basados en la descentralización y la democracia participativa surgieron indudablemente a partir del socialismo

antiautoriario, y fueron fuertemente influidos por la "nueva izquierda". Además, muchos principios organizativos adoptados por los verdes contrastaban con la mentalidad centralista, esencialmente burocrática, del marxismo, por no hablar del liberalismo.

¿Pero, cómo podríamos explicar la orientación política, más exactamente la electoral, de los verdes?

Cómo podríamos encarar temas como el parlamentarismo, las coaliciones de partido, y la entrada de los Grünen en gobiernos manifiestamente burgueses, como la coalición de Hesse

Que los Grünen sean hoy escasamente diferentes en el aspecto organizativo, y también en el programático, a los partidos socialdemócratas convencionales, no es motivo para que los libertarios se regodeen en sus predicciones de que la política corrompe. La degeneración de los Grünen ocurrió en el curso de una áspera lucha interna. No fue un proceso de lenta erosión imperceptible y de cooptación por parte del Estado. Ni pueden los grupos libertarios más puristas de Alemania pretender que las concepciones sindicalistas o anarquistas se hayan afirmado en Europa Central. Del mismo modo que esos grupos libertarios se complacen en la decadencia de los movimientos verdes a causa del parlamentarismo, también ellos pueden ser criticados por haber jugado un rol de espectadores frente a la declinación de un movimiento muy significativo, cuyo desarrollo deberían haber tratado de impulsar. Ni siquiera ofrecieron ninguna alternativa a la infeliz opción adoptada por los Grünen y por los grupos verdes que se orientaron por la vía electoral en otros países. Los intentos de los libertarios por revivir las ideas sindicalistas tradicionales tienen poquísimas probabilidades de éxito. Cualquiera sea la promesa del proletariado como clase hegemónica, como pudo haber sido durante el último siglo y la primera parte del actual, el sindicalismo proletario está históricamente agotado en todas sus formas. Todas las teorías, programas y movimientos que asignaron un rol revolucionario a la clase trabajadora yacen sepultados bajo las frías brasas de la Revolución Española de 1936-39, la más valiente y removedora, y también, último surgimiento histórico de radicalismo proletario tradicional. Desafiando todas las predicciones teóricas de los treinta, el capitalismo se restableció con más fuerza y adquirió extraordinaria flexibilidad en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. De hecho, todavía no se ha determinado claramente lo que constituye el capitalismo en su forma más "madura", ni que hablar de su trayectoria social en los años venideros.

Me parece que el capitalismo se transformó, pasando de una economía rodeada de muchas formaciones sociales y políticas precapitalistas, a una sociedad "economizada" en si misma. La vida social como tal está penetrada por los valores de mercado.

Estos se han infiltrado crecientemente en las relaciones familiares, educacionales, personales e incluso espirituales, eliminando las tradiciones precapitalistas, que comportaban mayor ayuda mutua, mayor idealismo y responsabilidad moral, en contraste con las normas de conducta mercantilistas". Términos como consumismo" e industrialismo" son meros eufemismos oscurantistas para designar una aburguesamiento que todo lo impregna, y que implica bastante más que apetito de mercancías y sofisticación tecnológica. Estamos asistiendo a la expansión de las relaciones mercantiles en todas las áreas de la vida y en los movimientos sociales, que en otro tiempo ofrecieron cierta resistencia (cuando no un refugio) contra las formas competitivas, amorales y acumuladoras de interacción humana. Existe un sentido en el cual cualquier nueva forma de resistencia, ya sea de los verdes, de los libertarios, o de los radicales en general, debe abrir espacios alternativos de vida que puedan contrarrestar y desarmar el aburguesamiento de la sociedad en todos sus niveles. Esto no quiere decir que los nuevos movimientos sociales" (usando la jerga sociológica), como los verdes, puedan acceder a los órganos parlamentarios nacionales, provinciales o estatales, sin pagar algún precio por ello. Los Grünen, que estaban lejos de ser un ingenuo movimiento popular, son prueba viviente de que la resistencia parlamentaria" conduce eventualmente a malos compromisos y al abandono de principios fundamentales. Se plantea el interrogante de si puede haber espacio para la esfera pública radical, más allá de las comunas, las cooperativas, las organizaciones de servicios barriales, promovidas por la contracultura de los sesenta, diría, estructuras que tan fácilmente degeneraron en negocios tipo boutique, cuando no desaparecieron por completo. Existe un ámbito público que pueda ser campo para la interacción de fuerzas antagónicas que se mueven por el cambio, la educación, el desarrollo, en última instancia, en confrontación con el modo de vida imperante

El concepto mismo de ámbito público se contrapone a la noción radical tradicional de ámbito de clase.

El marxismo, en particular, negó la existencia de un público" aparentemente indefinible, o lo que en las revoluciones democráticas de hace dos siglos se designó como el pueblo. Se consideraba que los conceptos de pueblo" o de público ocultaban los intereses específicos de clase, que terminarían por conducir a la burguesía a un conflicto implacable con el proletariado. Si la palabra pueblo" significó algo para los teóricos marxistas, fue en referencia a una pequeña burguesía decadente, amorfa e indescriptible, legado del pasado y de pasadas revoluciones, de la cual podía esperarse que, en primer término se pusieron de parte de la clase capitalista, a la que aspiraba integrar, y por último, de parte de la clase trabajadora, cuyas filas se verían forzadas a formar parte. En consecuencia, el proletariado, en la medida en que se volviese una clase consciente, expresaría finalmente los intereses generales de la humanidad, una vez que hubiera absorbido a esa imprecisa clase media, particularmente durante una crisis económica general o crónica" del capitalismo. Los treinta, con sus oleajes de huelgas, insurrecciones obreras, confrontaciones callejeras entre grupos revolucionarios y fascistas, y sus expectativas de guerra y levantamientos sociales sangrientos, parecieron confirmar esta visión. No podemos seguir ignorando el hecho de que la visión tradicional elaborada por los radicales durante la primera mitad de este siglo ha sido reemplazada por la realidad actual de un sistema capitalista organizado cultural e ideológicamente, así como económicamente. Por mucho que hayan sido rebajados los niveles de vida para millones de personas, también resta en pie el hecho sin precedentes de que el capitalismo no ha sufrido una crisis crónica desde hace medio siglo. El clásico proletariado industrial ha decrecido en el Primer Mundo (el locus histórico clásico de la confrontación socialista con el capitalismo), y está perdiendo no sólo la conciencia de clase, sino también la conciencia política de si mismo como clase históricamente única. Los intentos de reformular la teoría marxista, incluyendo a todos los asalariados en el proletariado carecen de sentido, y se encuentran en total contradicción con el modo en que esta población de clase media ampliamente diferenciada se concibe a sí misma y su relación con la sociedad de mercado.

Tampoco existe ningún signo de que en un futuro previsible vayamos a afrontar una crisis económica comparable a la gran depresión. Con respecto al control de los factores internos de crisis a largo plazo, que pudieran crear un interés general por una nueva sociedad, el capitalismo tuvo mejores resultados en los últimos cincuenta años que en el siglo y medio anterior, el periodo de su "ascenso histórico". Tal como están las cosas hoy, es ilusorio vivir con la esperanza de que el capitalismo sufra un colapso desde dentro, como resultado de las contradicciones de su propio desarrollo. Pero existen signos dramáticos de que el capitalismo, organizado en un sistema de mercado basado en la competencia y el crecimiento, debería trastornar el mundo natural, trocando el suelo en arena, contaminando la atmósfera, cambiando todas las condiciones climáticas del planeta, posiblemente volviendo la tierra inhóspita para las formas de vida complejas. El capitalismo está produciendo las condiciones externas para una crisis, una crisis ecológica, que bien podría despertar un interés generalizado por un cambio social radical.

El capitalismo, en efecto, está demostrando ser un cáncer ecológico, capaz de simplificar los complejos ecosistemas que se formaron durante innumerables años. Se plantea la cuestión de si una sociedad, basada en un crecimiento insensato e incesante como fin en sí mismo, forzada por la competencia a acumular y devorar el mundo orgánico, puede crear problemas que sobrepasen muchas diferencias materiales, étnicas y culturales. Si es así, el concepto de pueblo" y el de "ámbito público" pueden convertirse en una realidad viviente en la historia. El movimiento verde, o por lo menos algún tipo de movimiento ecologista radical, pueden adquirir así un significado político, único y cohesionados, comparable al de los movimientos obreros tradicionales. Si el ámbito del radicalismo proletario era la fábrica, el del movimiento ecologista sería la comunidad: el pueblo, el barrio, la municipalidad. Se debería elaborar una nueva alternativa política, que no sea ni parlamentaria' ni tampoco exclusivamente limitada a la acción directa y a las actividades contraculturales. En realidad, la acción directa se combinaría con una nueva política bajo la forma de una autogestión de la comunidad, fundada en una democracia plenamente participativa, que de hecho es la forma más elevada de acción directa, aquella que reconoce en el pueblo la plena facultad de determinar el destino de la sociedad.

El movimiento verde (usando este término en su sentido más genérico) está notablemente bien situado para convertirse en un ámbito donde elaborar dicha perspectiva y ponerla en práctica. Inadecuaciones, fracasos y retrocesos, como los que observamos en los Grünen, no eximen a los libertarios de tratar de educar a este movimiento, dándole la orientación teórica que necesita. Los verdes no se han congelado en una postura rígida desesperanzada, ni siquiera en Francia y Alemania. No es probable que la situación ecológica permita que un amplio movimiento político ambientalista se consolide hasta el punto de que pueda excluir la articulación de tendencias radicales. Es una gran responsabilidad del movimiento libertario, promover dichas tendencias radicales, fortaleciéndolas teóricamente, y elaborando una perspectiva ecológica radical coherente. En definitiva, lo que finalmente destruye todo movimiento en esta era de aburguesamiento arrollador, no es sólo la mercantilización" de la vida, sino también la falta de conciencia para resistir ésta y sus amplios poderes de cooptación. Pero esto no disminuye la necesidad de darle a esta conciencia una forma real y palpable. Si los sesenta hicieron surgir la necesidad de una contracultura para resistir la cultura dominante, los años finales de nuestro siglo han creado la necesidad de contra instituciones de naturaleza popular, para contrarrestar al Estado centralizado. La forma específica de estas instituciones puede variar según las tradiciones, los valores, los intereses y la cultura de cada región. Pero ciertas premisas teóricas básicas deben ser aclaradas, si se plantea la necesidad de nuevas instituciones, y más ampliamente, de una nueva política libertaria.

Vivimos en un mundo históricamente nebuloso, en el cual los ámbitos institucionales que en el pasado eran claramente distinguibles uno de otro (el social, el político y el estatal) han sido confundidos y mistificados. En otro tiempo, el ámbito social podía ser claramente distinguido del político, y éste a su vez estaba bien delimitado del estatal. Para que un movimiento verdaderamente radical pueda existir en el futuro, deben ser detenidas y revertidas las tendencias actuales a la absorción de la política por el Estado, y de la sociedad por la economía. Con la aparición de nuevos movimientos que afrontan el deterioro ecológico, y con el surgimiento de nuevas cuestiones como la necesidad de una sociedad orientada ecológicamente que termine con la dominación de la naturaleza y de las personas, la necesidad de redefinir realmente la política, dándole un significado más amplio del que ha tenido en el pasado, se convierte en un imperativo político. La capacidad de los libertarios para responder a esta exigencia bien puede determinar el futuro de movimientos como los verdes y la real posibilidad del radicalismo de existir como una fuerza coherente para el cambio social. Es demasiado fácil pensar en la sociedad, la política y el Estado tal como se nos presentan hoy, separados de la historia y congelados en formas rígidas. Pero el hecho es que cada uno de ellos ha tenido un complejo desarrollo, que deberíamos entender si queremos tener claro el significado de los problemas que los mismos comportan en la teoría social y en la práctica. Mucho de lo que actualmente llamamos política realmente es gobierno del

Estado, que consiste en la estructuración de un aparato estatal, integrado con parlamentarios, jueces, burócratas, policías, militares y demás, fenómeno que a menudo se repite desde la cumbre del Estado hasta las más pequeñas comunidades. Es así que fácilmente podemos ignorar lo que la política significó en otro tiempo. El término "política", que deriva del griego, se refería a un ámbito público formado por ciudadanos conscientes, que se sentían competentes para gestionar directamente sus propias comunidades o polis.

La sociedad, en cambio, era un ámbito relativamente privado, concerniente a las obligaciones familiares, las amistades, el mantenimiento personal, la producción y la reproducción. Desde su emergencia como mera existencia de grupos humanos, hasta las formas altamente institucionalizadas que propiamente llamamos sociedad, la vida social estuvo estructurada sobre la familia u oikos (economía, de hecho significaba poco más que la gestión de la familia). Su núcleo era el mundo doméstico de la mujer, complementado por el mundo civil del hombre. En las comunidades primitivas, el ámbito civil estuvo en gran parte al servicio de lo doméstico, donde se cumplían las funciones más importantes para la sobre vivencia y el mantenimiento. Una tribu (Entendida en un sentido muy amplio, que incluía bandas y clanes), verdadera entidad social, estaba atravesada por lazos sanguíneos, maritales y funcionales, basados en la edad y en el trabajo. Las potentes fuerzas centrípetas (que aún se originaban en hechos biológicos), que mantenían unidas a las comunidades (eminentemente sociales) y les daban un fuerte sentido de solidaridad interna, excluyeron en gran medida a los extraños", cuya aceptación normalmente dependía de las reglas de hospitalidad, y de la necesidad de adquirir nuevos miembros para remplazar a los guerreros, cuando la guerra se tornaba cada vez más importante. Una gran parte de la historia es un relato del posterior crecimiento del ámbito civil masculino a expensas del ámbito doméstico social. Los hombres adquirieron una autoridad creciente sobre las comunidades primitivas como resultado de las guerras ínter tribales, de las luchas por el territorio de caza, y particularmente, de los conflictos generados por la necesidad de los pueblos agrícolas de apropiarse de grandes extensiones, que a su vez eran requeridas por los pueblos cazadores para sustentarse a sí mismos y sus modos de vida.

Fue a partir de este ámbito civil indiferenciado (si se me permite usar la palabra civil en un sentido muy amplio) que surgieron la "política" y el Estado. Esto no significa caer en la trampa ideológica de decir que lo político y el gobierno del Estado desde el comienzo fueron lo mismo. De hecho los dos a pesar de sus orígenes en el primitivo ámbito civil de los hombres, se encontraron en una marcada oposición. Los ropajes de la historia nunca están limpios y sin arrugas." La evolución de la sociedad, desde pequeños grupos sociales domésticos hasta sistemas autoritarios muy diferenciados y jerarquizados, que abarcaron vastos imperios territoriales, fue compleja e irregular. También las tradiciones domésticas y familiares, esto es las tradiciones sociales, desempeñaron en la formación de los Estados un rol a menudo comparable al de los valores civiles de los guerreros. Las aristocracias basadas en el linaje (sea femenino como masculino), que han persistido hasta los tiempos modernos, están impregnadas de valores sociales que fueron trasmitidos desde una época en que el parentesco, no la ciudadanía o la riqueza, determinaba el status y el poder de una persona. Los reinos despóticos primitivos como los de Egipto y Persia, para citar a los más notables, no eran considerados entidades civiles en sentido riguroso, sino como dominios domésticos de los monarcas.

Fueron vistos como las vastas residencias de los reyes divinos y de sus familias, hasta que fueron divididos por familias menores en posesiones señoriales o feudales.

Fue la revolución urbana" de la edad del bronce (para usar la expresión de V. Gordon Childe) que lentamente removió las arcaicas trabas sociales o domésticas que pesaban sobre el Estado, creando un terreno nuevo para la política. El surgimiento de las ciudades, frecuentemente en torno a templos, fortalezas militares, centros administrativos y mercados interregionales, creó las bases para una nueva forma de espacio político, más universal y secular. Con el tiempo, este espacio evolucionó lentamente hacia un tipo de esfera pública sin precedentes. Tratar de señalar una ciudad determinada como modelo de tal espacio sería buscar formas puras que no existen en la historia o en la teoría social. Pero podemos identificar ciudades que no fueron ni predominantemente sociales en un sentido doméstico, ni estatistas, y que dieron origen a una gestión de la sociedad completamente nueva.

Las más destacables de estas ciudades fueron los puertos de la antigua Grecia, las ciudades medievales de artesanos y comerciantes de Italia y de Europa central, también las ciudades modernas de los nuevos Estados nacionales en formación, como España, Inglaterra y Francia, que desarrollaron identidades propias y formas relativamente populares de participación ciudadana. Sus características pueblerinas", aún patriarcales, no deberían impedirnos apreciar sus valores humanistas universales. Sería mezquino y antihistórico, desde un punto de vista moderno, poner el acento en los errores que las ciudades compartieron durante miles de años con el surgimiento de la civilización" como tal. Lo más importante es que estas ciudades crearon, en mayor o menor medida, un ámbito radicalmente nuevo, de naturaleza política, fundado en formas limitadas, pero con frecuencia participativas, de democracia, y un nuevo concepto de personalidad cívica: el ciudadano.

Definida según sus raíces etimológicas, la política significó la gestión de la comunidad o polis por parte de sus propios miembros o ciudadanos, el desarrollo de un espacio público en el cual los ciudadanos podían reunirse, como el ágora de las democracias griegas, el foro de la república romana, el centro del pueblo de la comuna medieval, y la plaza de la ciudad renacentista. La política significó el reconocimiento de los derechos civiles para los extranjeros, o quienes no estaban vinculados a la población por lazos sanguíneos, es decir la idea de una humanitas universal, que se distinguía del concepto de gente" relacionada genealógicamente. Además de estos valores humanos fundamentales, la política estaba caracterizada por la creciente secularización de los asuntos sociales, un nuevo respeto por el individuo y una creciente consideración de criterios racionales de conducta por encima de los irreflexivos imperativos de la costumbre.

No quiero decir que con el surgimiento de las ciudades desaparecieron los privilegios, la desigualdad de derechos, las supersticiones, el respeto por la tradición, la desconfianza hacia los extranjeros. Durante los períodos más radicales y democráticos de la Revolución Francesa, por ejemplo, París estaba llena de miedos a las conspiraciones extranjeras" y de desconfianza xenófoba hacia los extraños. Las mujeres no compartieron totalmente las libertades de que gozaban los hombres.

Mi punto de vista, sin embargo, es que la ciudad creó algo realmente nuevo, que no puede quedar oculto en los pliegues de lo social o de lo estatal. Este espacio se redujo o amplió con el tiempo, pero nunca desapareció completamente de la historia. Se mantuvo en contraposición al Estado, el cual trató en varios grados de profesionalizar y centralizar el poder, a menudo volviéndose un fin en sí mismo, como lo mostraron el poder estatal del Egipto Ptolemaico, las monarquías absolutas europeas en el siglo XVII y los regímenes totalitarios de Rusia y China en el siglo actual.

El escenario de la política ha sido casi siempre la ciudad o el pueblo, o más genéricamente, la municipalidad. Para que una ciudad fuera políticamente viable, seguramente el tamaño era algo importante. Para los griegos, en particular para Aristóteles, el tamaño de una ciudad o polis debería ser tal que sus asuntos se pudieran discutir cara a cara, y que pudiera existir cierto grado de familiaridad entre sus ciudadanos. Estos requisitos, que no eran fijos ni inviolables, estaban concebidos para promover el desarrollo urbano, en un modo que directamente contrarrestaba el Estado. Siendo de tamaño moderado, la polis podía así ser organizada institucionalmente en modo tal que sus asuntos pudieran ser gestionados por hombres capaces, comprometidos con lo público, con un grado mínimo de representatividad, estrictamente controlado. Para que alguien pudiera ser capacitado para las funciones políticas, debía poseer ciertos recursos materiales. Se requería cierto tiempo libre, del cual se podía disponer, suponemos hoy, gracias al trabajo esclavo.

Sin embargo, de ningún modo es cierto que todos los ciudadanos griegos políticamente activos fueran propietarios de esclavos. Aún más importante que el tiempo libre era la formación del carácter y de la razón (concepto griego de paideia), que confería a los ciudadanos el decoro necesario para que las asambleas populares fueran viables. Era necesario un ideal de servicio público que prevaleciera sobre los impulsos egoístas y mezquinos, y que le diera al interés general el carácter de valor. Esto fue logrado estableciendo una compleja red de relaciones, que iban desde las amistades leales (concepto griego de filia) hasta el compartir experiencias en las festividades civiles y en el servicio militar.

El uso que hago de los términos griegos no debe ser interpretado como que la política fuera un fenómeno exclusivamente helénico. Necesidades similares surgieron y fueron tratadas de varias maneras en las ciudades libres de Europa y Nueva Inglaterra hasta tiempos relativamente recientes. En casi todos los casos, estas ciudades crearon una política que fue

democrática en grados diversos, durante largos períodos, y que resurgió no sólo en la cuenca del Mediterráneo, sino también en Europa continental, en Inglaterra y en Norteamérica. Profundamente hostiles a los Estados centralizados, las ciudades libres y sus federaciones marcaron algunos de los hitos más importantes de la historia, verdaderas encrucijadas en que la humanidad tuvo la posibilidad de establecer sistemas sociales, basados en confederaciones municipales, o en Estados nacionales.

El nacionalismo, así como el estatismo, estaban tan arraigados en el pensamiento moderno, que la idea misma de política municipal ni siquiera fue considerada como una opción para la organización social. Tal como he observado, la política ha estado identificada completamente con el gobierno del Estado y la profesionalización del poder. Se ha pasado por alto el hecho de que el ámbito político y el Estado a menudo estuvieron en conflicto entre sí, estallando en sangrientas guerras civiles. Los grandes movimientos revolucionarios del pasado, desde la Revolución Inglesa de 1640 hasta los movimientos siglo, estuvieron marcados por la participación de las comunidades, dependiendo su éxito de fuertes vínculos comunitarios. Los argumentos que continuamente se presentan en contra de la autonomía municipal demuestran que ésta es considerada peligrosa para los Estados nacionales. Fenómenos presumiblemente "muertos", como la comunidad libre y la democracia participativa, no debería despertar reacciones tan fuertes, ni ser objeto de restricciones como las que todavía se aplican.

El surgimiento de las grandes megalópolis no ha eliminado la necesidad histórica de una política cívica y comunitaria, así como la expansión de las corporaciones multinacionales no ha suprimido la cuestión del nacionalismo. Ciudades como Nueva York, Londres, Francfort, Milán y Madrid pueden ser políticamente descentralizadas socializadas a nivel institucional, sea en redes de barrio o de distrito, a pesar de sus dimensiones estructurales y de su interdependencia interna. Realmente, el modo en que pueden funcionar si no se descentralizan estructuralmente es un asunto ecológico de capital importancia, como lo indican los problemas de la contaminación, del suministro de agua, de la criminalidad, de la calidad de la vida y del transporte.

La historia ha demostrado que las principales ciudades europeas, con poblaciones de hasta un millón de habitantes, con primitivos medios de comunicación, funcionaban mediante instituciones bien coordinadas, pero descentralizadas, que mostraban una extraordinaria vitalidad política. Desde las ciudades castellanas que estallaron en la revuelta de los comuneros de principios del siglo XVI, las secciones parisinas y las asambleas de principios del siglo XVIII, hasta el movimiento de ciudadanos de Madrid de los años sesenta, citando sólo unos pocos, los movimientos municipales en las grandes ciudades plantearon de manera crucial el problema de dónde debe residir el poder y cómo debería ser gestionada la vida social a nivel institucional.

Es bastante obvio que esa municipalidad puede ser tan estrecha de miras como una tribu, no menos hoy que en el pasado. Por tanto, cualquier movimiento municipal que no sea confederal, es decir que no se integre en una red de interrelaciones recíprocas con pueblos y ciudades de su propia región, no puede ser considerado como una entidad política real en un sentido tradicional del mismo modo que un barrio que no reconoce la necesidad de cooperar con otros barrios de su misma ciudad. La confederación basada en responsabilidades compartidas, la plena responsabilidad de los delegados confedérales frente a sus comunidades, el derecho de revocar a los representantes y la necesidad de establecer mandatos precisos, son partes indispensables de una nueva política. Argumentar que las ciudades y pueblos existentes reproducen el Estado nacional a nivel local, significa renunciar a todo compromiso de cambio social. La vida sería realmente maravillosa, quizás milagrosa, si naciéramos con la instrucción, la experiencia, la inteligencia y las habilidades necesarias para ejercer una profesión o cultivar una vocación deseable. Desgraciadamente, debemos realizar el esfuerzo de adquirir estas capacidades, y esto requiere lucha, discusión, educación y desarrollo. Probablemente tendría poco significado un enfoque municipalista radical que se redujera hacer un mero instrumento de un fácil cambio institucional. Hay que luchar por este objetivo si se desea alcanzarlo, del mismo modo que la lucha por una sociedad libre debe ser en sí misma tan liberadora y autotransformadora como la existencia de tal sociedad'.

El Estado plantea también serias cuestiones, que no pueden ser reducidas a una visión simplista y ahistórica. Si se lo concibe como un fenómeno en desarrollo, en el curso de la historia se sucedieron Estados nacientes, casi estados, Estados monárquicos, Estados feudales, Estados republicanos, Estados totalitarios que superaron a las tiranías más duras del pasado.

Lamentablemente, no se ha prestado suficiente atención al hecho de que la capacidad de los Estados para ejercer plenamente su poder estuvo a menudo determinada por los obstáculos municipales que encontraron. Fue esencial para la consolidación del

Estado nacional su habilidad para debilitar las estructuras de los pueblos y de las ciudades, sustituyéndolas por burocracias, policías y fuerzas militares. Una sutil interacción entre la municipalidad y el Estado, que a menudo estalló en conflictos abiertos, se ha dado a lo largo de la historia, configurando la imagen de la sociedad actual. Es de gran importancia práctica que las instituciones, tradiciones y sentimientos preestatistas permanezcan vivos en grados diversos en la mayor parte del mundo. La resistencia a la usurpación de los Estados opresores ha sido apoyada por las redes comunitarias de ciudades, barrios y pueblos, tal como lo muestran las luchas en Sudáfrica, Medio Oriente y América Latina.

Los temblores que ahora estremecen a la Rusia soviética no se deben solamente a las demandas de mayor libertad, sino también a los movimientos por las autonomías locales y regionales que desafían la existencia misma del Estado nacional centralizado. Ignorar las bases comunitarias de estos movimientos sería tan miope como ignorar la inestabilidad latente de todo

Estado nacional. Y peor aún sería considerarlo como seguro y tratarlo según sus propios términos. Realmente, el hecho de que un Estado permanezca como tal o no (cuestión no poco importante para teóricos radicales tan dispares como Marx y Bakunin) depende mucho del poder de los movimientos locales, confederales y comunitarios, para contrarrestarlo y establecer "otro" poder que lo reemplace. El papel principal que jugó el movimiento de ciudadanos madrileños hace casi tres décadas en el debilitamiento del régimen de Franco merecería con justicia un estudio importante.

A pesar de la visión marxista de un conflicto esencialmente económico entre el "trabajo asalariado" y el "capital", los movimientos de clase revolucionarios del pasado no fueron simplemente movimientos industriales. Por ejemplo, el efímero movimiento de trabajadores parisinos, en gran parte integrado por artesanos, fue también un movimiento comunitario centrado en los barrios y nutrido por una rica vida barrial. Desde los levellers de Londres en el siglo XVII, hasta los anarcosindicalistas de Barcelona en nuestro siglo, la actividad radical estuvo sostenida por fuertes vínculos comunitarios, y por un espacio público conformado por calles, plazas y cafés. Esta vida municipal no puede ser ignorada en la práctica radical y debe ser recreada allí donde fue socavada por el Estado moderno. Una nueva política, enraizada en los pueblos, en los barrios, en las ciudades y en las regiones, es la única alternativa viable al parlamentarismo anémico que se está infiltrando en varios partidos verdes y en otros movimientos sociales similares.

Los movimientos estrictamente sociales, comprometidos en cuestiones específicas como el poder nuclear, limitan su capacidad de convocatoria a los temas de los que se ocupan. Este tipo de militancia no debe ser confundida con la actividad radical de largo plazo, necesaria para transformar la conciencia, y en última instancia, a la misma sociedad. Tales movimientos tienen una existencia efímera aunque logren resultados positivos, pues carecen de las bases institucionales necesarias para crear movimientos duraderos de transformación social, y carecen de un ámbito donde situarse de forma permanente en la lucha política. Por otra parte, la municipalidad contiene una potencialidad explosiva. Crear redes locales y tratar de transformar las instituciones municipales que todavía reproducen el Estado, significa aceptar un desafío histórico, y realmente político, que ha existido durante siglos. Ciertos movimientos sociales nuevos están tratando de adquirir una perspectiva política que los introduzca en la escena política, de ahí la facilidad con que se deslizan hacia el parlamentarismo.

Históricamente, la teoría libertaria siempre ha estado centrada en las comunas, las ciudades libres reestructuradas que constituirían el tejido celular de una nueva sociedad. Ignorar el potencial de la "comuna" porque aún no es libre, e impedir nuestro acceso a ella con consignas electorales (más apropiadas a una época de movimientos de masa obreros y campesinos) significa desatender un ámbito político todavía inactivo, pero que podría dar vida y significado a la comuna de comunas.

UNA SOCIEDAD ECOLÓGICA

Murray Bookchin

(Extracto del libro La Ecología de la Libertad. La emergencia y la disolución de las jerarquías. Publicado por Madre Tierra en el 2000.)*

No es en este libro que el lector debiera esperar encontrar los «universales concretos» que habrán de estimular la imaginación para los fines de la reconstrucción, sino más bien en el intercambio de visiones utópicas todavía por venir. Sin embargo, me gustaría exponer ciertas consideraciones básicas que ninguna visión radical utópica que se precie -especialmente una ecológica- puede darse el lujo de ignorar. La distinción entre lo libertario y lo autoritario -en razón, 'ciencia, técnica. y ética, además de en la sociedad- sólo puede ser ignorada a costa de un grave riesgo para la perspectiva utopista. Esta distinción cimenta todo aspecto conceptual de una sociedad ecológica y no seria razonable olvidar que lo libertario y lo autoritario se han desarrollado codo a codo por milenios y que su enfrentamiento ha afectado a todos los aspectos de nuestras sensibilidades y nuestro comportamiento. Hoy en día, cuando la técnica ha asumido un control y una destructividad sin precedentes, estos polos no pueden coexistir ya uno con otro. La autoritaria técnica industrial -en realidad, la fábrica concebida como una técnica para la movilización humana- ha invadido tan completamente a la vida cotidiana (incluyendo dominios tales como el hogar y el vecindario. que una vez gozaron de cierta inmunidad), que la libertad, la voluntad, y la espontaneidad están perdiendo su terreno físico, por mucho que se las honre con palabras. N os enfrentamos a la desesperada necesidad de aislar a ambos dominios del control burocrático y de la invasión de los medios, si la idea es que la individualidad persista.

 

Mi óptica proviene de un mundo que alguna vez conoció a la comunidad en la forma de vecindarios diversos, incluso en el marco de grandes ciudades; que alguna vez se comunicaba en persona, en calles y plazas, y no electrónicamente; que alguna vez les compraba sus ropas y alimentos a pequeños comerciantes y mercachifles, que gritaban, cuchicheaban, y negociaban los precios; que alguna vez recibía la mayoría de los artículos desde pequeñas granjas ubicadas a unos pocos kilómetros de la ciudad; que alguna vez se ocupaba de sus asuntos con calma y juzgaba reflexivamente. Por sobre todo, este mundo fue alguna vez más auto-regulante en cuestiones personales y sociales, más humano en su escala y su dignidad, más firme en su estructura, y más comprensible como entidad social para su ciudadanía.

 

Si damos por sentado y aceptamos sin más que la comunidad consiste en un agregado de egos irrelacionados, monádicos, encerrados en sí mismos. y altamente privados; que el teléfono, la radio y la televisión constituyen nuestras principales ventanas al mundo; que el supermercado y su estacionamiento son el lugar indicado para el intercambio público; que nuestras principales fuentes de sustento son los alimentos procesados y envasados; que «el tiempo es dinero», la facilidad de palabra es una habilidad rentable, y la lectura veloz es una ambición; que. por sobre todo, la burocracia es el nervio de la vida social, el gigantismo es la medida del éxito, y la servidumbre a la autoridad centralizada y a los profesionales es prueba de la existencia de una esfera pública; si asumimos todo esto, entonces estaremos inexorablemente perdidos como individuos, desvoluntarizados como egos, e informes como personalidades. Como el mundo natural que nos circunda, nos convertiremos en las víctimas de un proceso de simplificación que nos vuelve tan inorgánicos y minerales como los metales que alimentan nuestras fundiciones y la arena que alimenta nuestros hornos de vidrio.

 

Ya no es más un cliché de la «New Age» insistir en que debemos «desconectamos» de un sistema despersonalizado, impensante, que amenaza con absorbemos dentro de sus circuitos. En poco más que una década, nuestra sociedad electrónica y cibernética nos ha victimizado más de lo que cualquier crítico de los '60 podría haber predecido. La pérdida de la individualidad y la unicidad personal, junto a su consecuente «liquidación» de la personalidad misma, comienza con la pérdida de nuestra capacidad para comparar un mundo a escala humana que alguna vez fue; otro mundo, cercano a la completa totalitarización, que ahora es; y por último, un tercero, a escala humana, ecológico, y racional, que debería ser. Una vez que la capacidad de contraste desaparece, la tensión entre estos mundos también se desvanece; y no es sino esta misma tensión la que nos induce a resistimos al ultraje. Por ende, la vida diaria debe ser tomada como un exhorto, hacia el cual tenemos la responsabilidad ética de funcionar en oposición directa a sus normas vigentes.

 

Las cosas que precisamos, cómo las conseguimos, a quién conocemos, y qué es lo que decimos. se han convertido en los elementos de un campo de batalla de dimensiones imprevistas una generación atrás. Hoy, es improbable que una cooperativa alimenticia reemplace a un supermercado, que la ayuda mutua y el regateo reemplacen al sistema bancario, y que el intercambio personal reemplace a la parafernalia electrónica con la que se «comunica» el mundo actualmente. Pero todavía estamos a tiempo de elegir las primeras, posibilidades, a las últimas, «realidades». Nuestras opciones mantendrán con vida el contraste y la tensión que la homogeneidad tecnocrático-burocrática pretende exterminar junto a la personalidad misma.

 

También debemos reconstruir el terreno propicio para la personificación y la formación de un cuerpo político. Defender la base molecular de la sociedad -sus vecindarios, plazas públicas, y lugares de reunión- manifiesta una demanda no sólo de «libertad de...» sino también de «libertad para...» La lucha por un cobijo ha dejado de ser una cuestión de defensa del hábitat privado de cada uno; se ha vuelto una lucha por reunirse autónomamente, por discutir espontáneamente, por decidir soberanamente: en resumen, por ser una persona pública, por crear una esfera pública, y por conformar un cuerpo político que se oponga al poder establecido y al control burocrático. Lo que empezó en los tardíos años '70 como el movimiento de squatters holandeses, en pro de más viviendas, se ha transformado ahora en una fervorosa lucha de los jóvenes suizos en pro de un espacio libre de autoridad y vigilancia. Las cuestiones de vivienda y de logística se han vuelto cuestiones culturales, y las cuestiones culturales se han vuelto cuestiones políticas. No me animo a predecir cuál será el futuro de estas corrientes de la Europa Central, pero las corrientes en sí son cruciales: reflejan una intuitiva pasión por la autonomía. La individualidad, y la unicidad que se ganaría el aplauso de Fourier.

 

Sin nuestra «libertad para» tener un terreno público, la frase «cuerpo político» pasa a ser una mera metáfora; no posee ni protoplasma, ni voz, ni rostro, ni pasiones. Sus potenciales componentes humanos quedan, así, aislados en su propia privacidad, en sus vidas sin propósito, en su anonimato personal, y en sus «placeres» inconscientes, Son tan inhumanos como los aparatos electrónicos que están obligados a usar, tan impensantes como las modernas prendas que visten, y tan mudos como las mascotas que usan de consuelo, Desligamos de la maquinaria social vigente, crear un dominio en que se satisfagan las necesidades como ser humano, formar una esfera pública en la cual se pueda funcionar como una parte de un cuerpo político protoplasmático: todo esto puede resumirse en un solo precepto: recuperación de poder. Me refiero al poder en su más pleno sentido personal y público, no como una experiencia psíquica bajo una engañosa forma de «energética» psicológica, No hay viaje «hacia el interior» que no sea un viaje «hacia el exterior» y no hay «espacio interior» que pueda arreglárselas sin su respectivo «espacio público». Pero el espacio público, como el espacio interior, se vuelve un mero espacio vacío si no está estructurado y articulado. Se le debe dar una forma institucional, que no puede subsistir sin una estructura. Sin forma y articulación, no puede haber ni identidad, ni definición, ni la especificidad que da lugar a la variedad. Lo que en realidad se cuestiona cuando se discute sobre las instituciones, no es si éstas debieran existir, sino qué forma deberían tener: libertaria o autoritaria.

 

Las instituciones libertarias son instituciones pobladas, lo cual debería entenderse literalmente, y no Metafóricamente. Están estructuradas en torno a relaciones directas, cara a cara, protoplasmáticas, y no relaciones representativas, anónimas, y mecánicas. Están basadas en la participación y en un sentido de la ciudadanía que subraya la actividad, no en la delegación del poder y en la política espectatorial. Por ende, las instituciones libertarias están regidas por un principio cardinal: que todos los individuos maduros son aptos para manejar los asuntos sociales directamente, tal como se supone que manejan sus asuntos privados. Como en la Ecclesia ateniense las secciones parisinas de 1792, y las reuniones de pueblos de Nueva Zelandia (todos los cuales eran asambleas públicas convocadas regularmente y basadas en una democracia cara a cara), todo ciudadano es libre de participar en la toma de decisiones, Lo que es decisivo, aquí, es el principio mismo: la libertad del individuo para participar, no la obligación o siquiera la necesidad de hacerlo. La libertad no consiste en el número de personas que eligen participar en la toma de decisiones, sino en el hecho de que ellas tienen la oportunidad de hacerlo: de elegir, decidir o no decidir sobre las cuestiones de índole pública. Una «asamblea de masas» es simplemente una muchedumbre amorfa si está signada por el puro entretenimiento, a ausencia de reflexión, o la necesidad de tomar decisiones rápidas con un diálogo mínimo. Los quorums, los consensos, y los alegatos en pro de la participación son degradantes, no «democráticos»; hacen de la cantidad una meta social, y omiten la calidad como evidencia de una comunidad ética. Limitar la discusión y reducir los problemas a su mínimo denominador común es fomentar la degradación de un pueblo, no ensanchar el espíritu humano. La Ecclesia ateniense era una democracia en la medida en que sus ciudadanos (todos los varones nativos) optaban por ir a las sesiones, no porque se les pagaba por hacerlo o porque se los forzaba a participar de las sesiones (tal como ocurrió en el período de declinación de la polis).

 

¿Son prácticos o realistas estos principios y formas de institucionalización libertaria? ¿Pueden funcionar, siendo como es la «naturaleza humana». y la «civilización» aportándole a la humanidad su horrendo legado de dominación? En realidad, nunca podremos responder a estos enigmas, a menos que tratemos de crear una democracia directa libre de prejuicios sexuales, étnicos, y jerárquicos. La Historia nos provee con una cantidad de ejemplos funcionales de formas sumamente libertarias, También nos provee con ejemplos de confederaciones y ligas que hicieron factible la coordinación de comunidades auto-gobernadas sin perturbar su autonomía y su libertad. Más importante es si aceptamos o no una noción radical de la competencia que tiene el individuo para ser un ciudadano auto-gobernado.6 Dependiendo de lo que uno piense, la democracia directa o merece ser probada desde la experiencia o está directamente excluida de todo debate social serio. No podemos interpretar la declinación de la Ecclesia ateniense, el fracaso de las secciones parisinas y el desvanecimiento de las reuniones aldeanas de Nueva Inglaterra como factores que niegan la factibilidad de una sociedad futura propia de la asamblea popular. Estas formas de democracia directa estaban signadas por los conflictos de clase y los intereses sociales; no eran instituciones libres de jerarquía, dominación, y egotismo. Lo que resulta extraordinario de ellas es que funcionaron, no su ulterior fracaso.

 

Una segunda premisa para crear instituciones libertarias es una clara distinción entre la formulación de una política y su implementación administrativa. Tal distinción ha sido tristemente confundida por teóricos sociales como Marx, quien celebró la fusión que la comuna de París hizo de la toma de decisiones con la administración, dentro del mismo órgano político. Tal vez no hay error más grave desde el punto de vista libertario. El peligro de poner las decisiones políticas en manos de un organismo administrativo, que normalmente es un organismo delegado y a menudo de carácter sumamente técnico, huele a elitismo y a usurpación del poder público. Una democracia directa es cara a cara y participativa; un concejo, un comité, o una oficina son precisamente lo opuesto: indirectos, delegados, y excluyentes. Para estos últimos, tomar decisiones políticas equivale a sustraer la política del dominio público: despolitizar el proceso en el sentido ateniense del término. o quizás peor aún, hacer que la formulación de política se vuelva totalmente excluyente. De hecho, este subversivo espectro de posibilidades, incompatibles con la libertad y el ideal de una ciudadanía activa, ha sido el destino de los movimientos revolucionarios desde los comienzos de nuestro siglo: los soviets rusos, los Rten alemanes, y los «comités» anarco-sindicalistas españoles que aparecieron a principios de la Revolución española. Otros movimientos semejantes, como el movimiento húngaro de 1956, fueron demasiado efímeros como para llegar siquiera a degenerar.

 

Más aún, el sistema mismo de concejo, concebido como una estructura de producción de política, es esencialmente jerárquico. Ya esté basado en fábricas o en comunidades, tiende a asumir una forma piramidal, por más federales que sean su retórica y su apariencia. Desde la fábrica y la aldea hasta el pueblo, la ciudad, la región, y finalmente los «congresos» nacionales (rara vez convocados y fáciles de manipular), los efímeros Rten alemanes y los más duraderos soviets rusos, estaban tan alejados de su raíz popular, que rápidamente degeneraron en instrumentos decorativos de partidos obreros sumamente centralizados.

 

Obviamente, lo que se discute no es si un concejo ha sido delegado, elegido, o constituído ad hoc, sino si puede o no formular una política, Importaría poco -dados una dosis razonable de prudencia y de supervisión pública, y el derecho de la asamblea a convocar y rotar concejales- si es que los concejos se limitaran a responsabilidades estrictamente administrativas. Sus exiguas funciones definirían sus atribuciones y sus límites. No sería difícil determinar si estos límites, alguna vez bien definidos, han sido sobrepasados. Ni tampoco lo sería determinar cuándo es que ciertas funciones han sido eliminadas y los organismos administrativos innecesarios pueden ser desarticulados. Un frío sistema contable dejaría los grupos administrativos a merced de las asambleas de decisión, reforzando así los límites que confinan los concejos a funciones puramente coordinativas.

 

Por último, debo destacar que la democracia directa es en definitiva la forma más avanzada de acción directa. No hay dudas de que existen muchas maneras de expresar las ambiciones que el individuo y la comunidad tienen en lo referente a ser autónomos y auto-regidos, tanto hoy como en una futura sociedad ecológica. Ejercitar los propios poderes de soberanía -por medio de sentadas, huelgas, ocupaciones- no es apenas una «táctica» para resistirse a las instituciones autoritarias: es una sensibilidad, una visión de la ciudadanía y la personalidad que presupone que el individuo libre tiene la (capacidad de manejar los asuntos sociales de un modo directo, ético, y racional. Esta dimensión del sí en el auto-manejo es una persistente, exhortación a la soberanía personal, a la plenitud del yo y la percepción intelectual, que términos tales como «manejo» y «actividad» suelen ocultar. El continúo ejercicio de este sí mismo –su formación por medio de la intervención directa en las cuestiones sociales- en la afirmación de su derecho y su reclamo moral en pro de la recuperación de poder, ocupa un nivel más alto, conceptualmente hablando, que la imagen marxista de la auto-identidad a través del trabajo. Dado que la acción directa es literalmente una forma de construcción del carácter ético en el rol social más importante que puede asumir el individuo: la ciudadanía activa. Reducirla a un mero medio, a una «estrategia» que puede ser usada o descartada con fines estrictamente funcionales, es instrumentalismo en su forma más insidiosa, a menudo cínica. La acción directa es al mismo tiempo la reclamación de la esfera pública por el ego, su desarrollo hacia el auto-reforzamiento, y su culminación como participante activo de la sociedad.

 

Pero la acción directa también puede ser degradada, en sus propios términos, al parecer honrar a algunas de sus características más negativas: agresivida, arrogancia, y terrorismo. Inevitablemente, estas características chocan contra el individuo, y a veces llevan a lo que Fourier llamó una «contrapasión» maligna: una decepcionada adherencia a la autoridad, al poder delegado, y a la pasividad personal. Ya nos es conocido el fulminante terrorista «anarquista» que se transforma en el mayor adherente a la autoridad, como lo revelara la carrera de Paul Brousse.7 La acción directa encuentra su expresión auténtica en el trabajoso ejercicio de la ciudadanía, tal como la edificación de formas libertarias de organización y su lúcida administración en el trabajo rutinario.

 

El alto grado de competencia que los individuos han demostrado en el manejo de la sociedad, su capacidad para distinguir la producción de política de la administración (piénsese en los casos de Atenas y de la Suiza temprana), y su conciencia de la personalidad como un modo de comportamiento social: todos estos rasgos serían ampliados más aún por una sociedad no-clasista y no-jerárquica. No hay motivos para que nos sintamos desencantados con la Historia. Tan bárbaros como han sido sus períodos más bélicos, crueles, explotadores, y autoritarios, la humanidad se ha sabido remontar hasta cimas radiantes en sus grandes períodos de reconstrucción social, pensamiento, y arte, a pesar de la dominación y el egotismo. Una vez que tales padec1rnientos hayan sido eliminados, tenemos todos los motivos del mundo para esperar un grado de iluminación social y personal para el cual no hay precedentes históricos. En la relación materno-infantil, sembramos periódicamente las semillas de una naturaleza humana que se puede orientar hacia el afecto desinteresado, la interdependencia, y el cuidado. Estas no son palabras triviales para describir la génesis de la renovación humana, generación tras generación, y el amor que todo niño recibe en prácticamente toda sociedad. Se vuelven clichés sólo cuando ignoramos la posibilidad de que la separación dé lugar a un egotismo agresivo y un sentido de rivalidad, cuando la inseguridad material genera temor hacia la naturaleza y la humanidad, y cuando «maduramos» siguiendo las estructuras fijadas por las sociedades jerárquicas y clasistas.

 

Debemos tratar de crear una cultura nueva, no sólo otro movimiento que intente eliminar los síntomas de nuestras crisis sin afectar nuestras fuentes. Debemos, También, tratar de extirpar la orientación jerárquica de nuestras psíques, no sólo de eliminar las instituciones que encarnan la dominación social. Pero la necesidad de una cultura nueva y de nuevas instituciones no debe ser sacrificada a una vaga idea de salvación personal que nos presenta como «santos» solitarios perdidos entre masas de «pecadores» irredimibles. Los cambios en la cultura y la personalidad van de la mano con nuestros esfuerzos para lograr una sociedad que sea ecológica, una sociedad basada en el usufructo, la complementareidad, y el mínimo irreductible8, pero que también reconoce la existencia de una humanidad universal y las pretensiones de la individualidad. Guiados, como podríamos estarlo, por el principio de la igualdad de los desiguales, no podemos ignorar ni el área personal ni el área social, ni la doméstica y la pública, embarcados en nuestro proyecto de alcanzar la armonía en la sociedad y la armonía con la naturaleza.

 

Antes de explorar los contornos generales de una sociedad ecológica, tengo que examinar la competencia individual en el manejo de los asuntos sociales. Crear una sociedad en la cual se considera a cada individuo capaz de participar directamente en la formulación de la política social equivale a invalidar instantáneamente la jerarquía social y la dominación. Aceptar este postulado significa que nos comprometemos a disolver el poder, la autoridad y la soberanía estatal a cambio de una recuperación del poder personal. Es obvio que nuestro compromiso con una sociedad no-jerárquica y con la recuperación del poder personal todavía está lejos de la plena realización de estos ideales; de aquí nuestra necesidad de hacerle frente a los problemas psíquicos de la jerarquía, además de los problemas sociales de la dominación. Existen aún muchas tendencias que forzarán tal enfrentamiento, incluso mientras intentemos lograr cambios institucionales. Me refiero a las formas radicales del feminismo, que desafían las dimensiones psicológicas de la dominación masculina (y en definitiva, de la dominación en sí); a la ecología concebida como una óptica social y una sensibilidad personal; y a la comunidad corría formas íntimas, humanas de asociación y ayuda mutua. Aunque estas tendencias bien puedan debilitarse o retirarse por un tiempo a la zona más lejana de nuestras preocupaciones, ya han penetrado profundamente la sustancia y las ideologías de la sociedad actual.9

 

Lo que reforzaría su efecto sobre la práctica y la conciencia contemporánea es el significado -la función y el sentido de dirección- que estas tendencias le imparten a nuestra visión de una sociedad ecológica. Dicha sociedad es mucho más que una serie de sensibilidades e instituciones sociales no-jerárquicas. De un modo decisivo, expresa la fonrma en la que nos socializamos con la naturaleza. Uso la palabra «socializar» deliberadamente: mi preocupación no apunta sólo a los amados procesos «metabólicos» de producción tan fundamentales para la noción del trabajo en Marx, ni al diseño de una técnica «apropiada» tan caro a nuestros ingenieros medio-ambientalistas. Lo que suscita mí más profundo interés, en este punto, son las funciones que les atribuimos a nuestras comunidades en cuanto ecosistemas sociales: el papel que juegan en las regiones biológicas en las cuales están situadas. En realidad, si solamente «ubicamos» a nuestras eco-comunidades o las arraigamos a sus ecosistemas, si las «ideamos» sólo como una parte de un «lugar natural» o las integramos funcionalmente a un ecosistema (como un órgano de un cuerpo viviente): estas opciones suponen orientaciones muy distintas hacia la técnica, la ética, y las instituciones sociales que tan alegremente llamamos ecológicas. Los técnicos solares más sabios han subrayado que un sistema de energía solar doméstico no es un componente de una casa, como una cocina o un baño; es la casa en su totalidad, como un organismo que interactúa con la naturaleza. En términos menos mecánicos, el mismo principio de unidad orgánica es válido para las eco-comunidades y las ecotecnologías que tratamos de integrar al mundo natural.

 

Que toda empresa humana necesariamente «interfiera» con la naturaleza «pura» o «virginal» ya es un lugar común. Pero tal idea, que sugiere que los seres humanos y sus obras son intrínsecamente «innaturales» y, en cierto modo, antitéticos a la «pureza» y la «virginidad» de la naturaleza, es una infamia tanto para la humanidad como para la naturaleza. No hace sino reflejar las imágenes de la «civilización»: la del hombre como un ser puramente social y la de la sociedad como un enemigo de la naturaleza, sólo en virtud de la especificidad de la vida social. Peor aún, distorsiona groseramente el hecho de que la humanidad es una manifestación de la naturaleza, no importa cuán única y destructiva sea; de aquí el mito de que el «hombre» debe «desligarse» de la naturaleza (Marx) o «trascender» su origen primate (Sahlins). Es razonable que nos preguntemos si la sociedad humana debe ser considerada como «innatural» cuando siembra alimentos, cría animales, o remueve plantas y árboles, en resumen, cuando se «inmiscuye» en un ecosistema. Solemos detectar un delator tono peyorativo en nuestras discusiones sobre la «interferencia» humana en el mundo natural. Pero todos estos aparentes actos de «profanación» pueden ampliar la fecundidad de la naturaleza, antes que disminuirla. La palabra «fecundidad», en este punto, es decisiva, y se le podrían añadir otros términos, tales como «variedad», «totalidad», «integración», e incluso «racionalidad». Lograr que la naturaleza sea más fecunda, variada, total, e integrada, bien puede ser el anhelo oculto de la evolución natural. El que los seres humanos se conviertan en agentes racionales en esta corriente natural -que hasta se vean beneficiados en forma de mayores y más variadas cantidades de comida- no es una mayor profanación intrínseca de la naturaleza que el que los ciervos contengan el crecimiento forestal y preserven las tierras verdes alimentándose con la cáscara de los vástagos. Que la sociedad humana deba reconocer que su bienestar (quizás su supervivencia misma) depende de su apoyo al impulso de la evolución natural hacia una biosfera más variada y fecunda, no significa necesariamente que debemos reducir la naturaleza a un mero objeto de la manipulación humana, una degradación ética de la naturaleza como una «cosa» que existe «para nosotros». Por el contrario, lo auténticamente «bueno» para nosotros bien puede ser no algo puramente humano, sino además natural. Como producto único de la evolución natural, la humanidad le brinda a la naturaleza sus poderes de razonamiento, sus manos creativas, su alto grado de asociación consciente (todos desarrollos cualitativos de la historia natural), a veces como fuentes de ayuda y a veces como fuentes de, problemas. Quizás, el mayor papel que puede desempeñar una ética ecológica es uno discriminatorio: ayudamos a distinguir cuáles de nuestras acciones apoyan al impulso de la evolución natural, y cuáles lo impiden. Que los intereses humanos de un tipo u otro puedan estar involucrados en estas acciones no siempre es relevante para los juicios éticos que debemos hacer. Lo que verdaderamente importa son las líneas éticas que determinan nuestro juicio.

 

La concepción de una sociedad ecológica debe comenzar por un sentido de seguridad de que la sociedad y la naturaleza no son inherentemente antitéticas, Con nuestra típica visión de la diferencia como una forma de oposición, hemos dejado que los aspectos exclusivos de la sociedad humana empañaran nuestra percepción de su familiaridad con la naturaleza. Más aún, hemos interpretado a las fallas de la «civilización» -su objetivización de la naturaleza y los seres humanos, sus relaciones jerárquicas y explotadoras- como atributos sociales intrínsecos. Por lo tanto, una sociedad deformada ha pasado a representar a la sociedad en sí, por lo que sus cualidades antihumanas y antinaturales se vuelven visibles sólo cuando contrastamos esta sociedad deforme con la sociedad orgánica. Sin provecho alguno de esta retrospección, ensalzamos miopemente las fallas mismas de la «civilización» como prueba de la «desvinculación» entre sociedad y naturaleza. Nuestros mayores errores y torpezas son transmutados en injustificables «éxitos»; nuestros actos e instituciones más irracionales se convierten en los «frutos» de la voluntad y la razón humana, El que la humanidad haya sido expulsada del Jardín del Edén no significa que debamos asumir una postura antagónica para con la naturaleza; antes que eso, es una metáfora de una función nueva y ecológica: la necesidad de crear jardines más fecundos que el Edén mismo.

Resulta tentador el embarcarse en una descripción utópica de cómo sería una sociedad ecológica y cómo funcionaría, pero he prometido reservar eso para el diálogo utopista que hoy tanto precisamos. No obstante, no se pueden ignorar ciertos imperativos bióticos y culturales si es que nuestra concepción de una sociedad ecológica ha de tener un sentido integrador y una dirección auto-consciente. Acaso el mejor ejemplo de cómo la evolución natural se desarrolla en la evolución social sea el hecho de que somos los herederos de una fuerte tendencia natural hacia la asociación. Debido a nuestra prolongada dependencia infantil y a la flexibilidad mental que este largo período de crecimiento propicia, estamos destinados a vivir juntos como especie. Dejando de lado ciertas patologías privatistas, tenemos la necesidad de asociamos, de cuidar de los nuestros, de colaborar. Ya sea en una aldea o en un pueblo, en una polis o en una ciudad, en una comuna o en una megalópolis, parecemos estar impulsados a vivir en un mundo asociativo, por la naturaleza misma de nuestra crianza.

¿Pero qué tipo de asociaciones podríamos esperar encontrar en nuestra futura sociedad ecológica? Mientras que el vínculo parental o el pacto de sangre es una base para la asociación más estrictamente biológica que cualquier otra que conocemos, es demasiado restrictiva y localista teniendo en cuenta nuestro moderno compromiso con una humanitas universal. En realidad, sería justo preguntaros si lo estrictamente biológico es necesariamente más «natural» que los atributos sociales humanos producidos por la evolución natural. Nuestra noción misma de naturaleza puede ser expresada más plenamente por la forma en que los hechos biológicos están estructuralmente integrados para que surjan formas de realidad natural más complejas y sutiles. La sociedad misma puede ser tema de debate, al menos en términos de sus elementos básicos, y las asociaciones humanas que llegan más allá del vínculo sanguíneo pueden reflejar formas de evolución natural más complejas que las tan limitadas relaciones de parentesco. Si la naturaleza humana es parte de la naturaleza, las asociaciones que se apoyan en lealtades humanas universales bien pueden ser expresiones de una naturaleza más rica, más variada, que la que hasta ahora hemos estado preparados para reconocer.

 

En todo caso, es falso que avancemos gran cosa, ecológicamente hablando, por sobre la sabiduría biológica convencional de la humanidad primitiva cuando nos relacionamos sobre la base de una simple afinidad de gustos, similaridades culturales, compatibilidades emocionales, preferencias sexuales, e intereses intelectuales. Tampoco somos menos naturales por hacerlo. Más preferible aún que la familia, unida por la sangre, es la comuna, que une individuos por lo que ellos quieren y no por lo que la sangre los obliga a querer. La afinidad cultural consciente es en definitiva una base más creativa para la asociación que las impensantes demandas del parentesco. Los rudimentos de una sociedad ecológica probablemente estarán estructurados en torno a la comuna (creada libremente, de escala humana, e íntima en sus relaciones conscientes), y no en torno al clan o a formas tribales que suelen estar apoyadas en los imperativos de la sangre y en la noción de una ascendencia común. Lo que la sociedad ecológica probablemente busque no es una «retribalización», sino una recomunalización, con su caudal libertario y creativo.

 

En una escala mayor, la Comuna compuesta de muchas comunas pequeñas parece contener los mejores rasgos de la polis, sin el provincialismo étnico y la exclusividad política que tanto contribuyera a su caída. Tales Comunas, entrelazadas confederadamente a través de los ecosistemas, bioregiones, y biomas, deben ser diseñadas artísticamente para calzar en sus entornos naturales. Podemos atisbar que sus plazas estarán intercomunicadas por arroyos. Sus lugares de reunión estarán rodeados por arboledas, sus contornos físicos serán respetados y adornados con bellos paisajes, sus suelos serán tratados de modo tal que fomentarán la variedad vegetal para nosotros y los animales. Podemos tener la esperanza de que las Comunas aspiren a convivir con las formas de vida propias de los e sistemas a los que pertenecen y están integradas.

 

Descentralizadas y con dimensiones humanas, tales ecomunidades habrán de obedecer a la «ley de la retribución» reciclando sus deshechos orgánicos en forma de abono para jardines y materiales para sus artes e industrias. Podemos creer que integrarán sutilmente la energía solar, eólica, hidráulica, y las instalaciones producto de metano, en pos de conformar un intrincado sistema energético. La agricultura, la acuacultura, la ganadería, y la caza serán consideradas como artesanías, orientación que ojalá se extienda lo más posible a la fabricación de valores de uso de todo tipo. La necesidad de bienes producidos en masa será atenuada por la atención que la comunidad le dará a la calidad y la permanencia. Vehículos, vestimenta, amoblamiento, y utensilios podrán pasar de una generación otra, en vez de ser objetos descartables, rápidamente sacrificados a los dioses del desuso. El pasado vivirá siempre en el presente bajo la forma de las valiosos artes y obras de generaciones ya idas.

 

Es de esperar, también, que el trabajo, más artesanal que industrial, será tan rotativo como las posiciones de responsabilidad pública; que los miembros de las comunidades estarán dispuestos a comunicarse cara a cara, y no por medios electrónicos. En un mundo en que la fetichización de las necesidades dará lugar a la libertad de elegir las necesidades; la cantidad, a la calidad; el perverso egotismo, a la generosidad; y la indiferencia, al amor, resulta razonable que esperemos que la industrialización sea considerada un insulto a los ritmos fisiológicos, y que las tareas pesadas sean reelaboradas colectivamente. Si las ecocomunidades habrán de querer poseer ciertas entidades industriales -tales como una pequeña fundición o una instalación electrónica- o habrán de querer retornar a medios de producción más tradicionales, es una decisión que les pertenece a las generaciones futuras. Por cierto, no hay ley de producción que requiera la conservación o la expansión de los gigantescos talleres, plantas, y edificios que desfiguran a la industria moderna. Asimismo, no nos toca describir cómo es que las Comunas del futuro se confederarán y coordinarán sus actividades comunes. Cualquier relación institucional de la que podamos pensar, será una forma vacía hasta que conozcamos las actitudes, las sensibilidades, los ideales, y los valores de la gente que habrá de establecerla y ejercitarla. Como ya lo he señalado, una institución libertaria es una institución poblada por gente; por lo tanto, su estructura puramente formal no será ni peor ni mejor que los valores éticos de la gente que le da vida. No tenemos derecho, saturados como estamos por los valores de la jerarquía y la dominación, a imponerles nuestras «dudas» a gente totalmente libre de tales condicionamientos.

 

Lo que la humanidad no puede darse el lujo de perder es su sentido de dirección ecológica y el significado ético que éste le da a sus proyectos. Como ya lo destaqué antes, nuestras tecnologías alternativas tendrán poco significado social o dirección si están ideadas con propósitos puramente tecnocráticos. Del mismo modo, nuestros intentos de cooperación serán desmoralizadores si apenas alcanzamos a «sobrevivir» juntos. Nuestras técnicas pueden ser o los vehículos de nuestra integración al mundo natural, o los agentes que nos separan de éste. Nunca son neutrales, éticamente hablando. La «civilización» y sus ideologías han estimulado la última tendencia; la ecología social debe promover la primera. Las técnicas autoritarias modernas han sido examinadas más allá de toda resistencia humana por una historia de devastación natural y genocidio crónico, o mejor, biocidio. Todavía estamos revolcándonos en los restos de tales catástrofes, y nos cuesta salir adelante. Hemos quedado atrapados en su logística económica, sus sistemas de transporte y distribución, su división nacional del trabajo, y su inmenso aparato industrial. Para no quedar sepultados del todo, debemos pisar con cuidado, buscando la tierra firme de la ciencia y la ingeniería, evitando sus letales armamentos y sus autoritarias técnicas de control social.

 

Al final, como sea, debemos escapar de la catástrofe con el botín que podamos capturar, y reformular nuestras técnicas por completo, a la luz de una ética ecológica cuya concepción del «bien» parta de nuestras concepciones de la diversidad, la totalidad, y una naturaleza vuelta auto-consciente: una ética cuyo «mal» esté enclavado en la homogeneidad, la jerarquía, y una sociedad cuyas sensibilidades estén muertas sin posibilidades de resurrección. En tanto esperamos resucitar, estamos obligados a usar la técnica para devolverle la vitalidad de la naturaleza a nuestros sentidos atrofiados. Habiendo perdido de vista a nuestras raíces en la historia natural, tenemos que ser cuidadosos al tratar con los medios de vida como formas de la naturaleza: discernir nuestras raíces en el sol y en el viento, en los minerales y en los gases, así como en el suelo, las plantas, y los animales. Es un reto que no puede ser rechazado: ver al sol como parte de nuestro cordón umbilical a la energía, así como vemos su rol en la fotosíntesis de los vegetales.

 

Inevitablemente, se me preguntará cómo ir de «aquí hasta allí», como si las reflexiones sobre el surgimiento y la disolución de la jerarquía debieran contener recetas para cambios sociales. Para «paradigmas» sociales, se debería recurrir a eventos tan memorables como el levantamiento del mayo francés del '68, o al Portugal10 de una década después, y posiblemente a la España11 de una generación antes. Lo que siempre debería tenerse en cuenta al analizar tales eventos no es el por qué fracasaron -puesto que en realidad no deberían haber tenido lugar- sino cómo es que se las arreglaron para estallar y persistir aun en contra de la mayoría. Ningún movimiento liberatorio puede comunicar sus propósitos, y mucho menos alcanzarlos, a menos que operen ciertas fuerzas históricas capaces de alterar los inconscientes valores y sensibilidades jerárquicos. Las ideas sólo le llegan a la gente que está preparada para captarlas. Ningún individuo, diario, o libro pueden deshacer una estructura de carácter moldeada por la sociedad vigente hasta que la sociedad en sí entre en crisis. Así es cómo las ideas, como lo observó Marx, nos vuelven realmente conscientes de lo que ya sabemos inconscientemente. Lo que la Historia puede enseñarnos son las formas, las estrategias, y las técnicas (además de las fallas) para tratar de cambiar al mundo cambiándonos también a nosotros mismos.

 

Las técnicas libertarias para el cambio ya han sido discutidas y examinadas extensamente. Su capacidad de éxito aún debe ser probada en las situaciones por las cuales esperan alcanzar sus metas. Ninguna de las técnicas autoritarias de cambio ha generado «paradigmas» exitosos, a menos que nos propongamos ignorar el crudo hecho de que las «revoluciones» rusa, china, y cubana fueron contrarrevoluciones masivas que empalidecen a nuestro siglo. Las formas libertarias de organización tienen la enorme responsabilidad de tratar de asemejarse a la sociedad que están intentando desarrollar. No pueden permitirse desfases entre los fines y los medios. La acción directa, tan integral para el manejo de una sociedad futura, tiene su equivalente en el uso de la acción directa para modificar a la sociedad. Las formas comunales, tan integrales para la estructura de una sociedad futura, tienen su equivalente en el uso de formas comunales –colectividades, grupos de afinidad, y demás- para transformar a la sociedad. La ética ecológica, las relaciones federales, y las estructuras descentralizadas que teóricamente tendríamos que encontrar en una sociedad futura, son estimuladas por los valores que tratamos de usar para lograr una sociedad ecológica.

 

Las experiencias parisinas nos enseñan que hasta las más grandes ciudades pueden ser descentralizadas estructural e institucionalmente por un largo período de tiempo, por más centralizadas logística y económicamente hablando que hayan sido una vez. Si una sociedad futura, integrada federalmente y regida comunalmente, intentara descentralizarse a sí misma logística y económicamente, no carecerá de los medios existentes y de los talentos latentes para hacerlo. Así como la ciudad de New York ha demostrado que puede disgregarse fácilmente en menos de una década para convertirse finalmente en una ruina, las ciudades alemanas posteriores a la Segunda Guerra Mundial han demostrado que pueden reconstruirse en megalópolis pujantes (si bien insulsas) en igual período de tiempo. Los medios para acabar con lo antiguo están al alcance de la mano, a la vez como esperanza, y como peligro. Lo mismo pasa con los medios para la reconstrucción. Las ruinas mismas son ruinas para el reciclaje de los deshechos de un mundo perecedero hasta transformarlos en los materiales estructurales de un mundo tan libre como nuevo.

EL ANARQUISMO ANTE LOS NUEVOS TIEMPOS

Murray Bookchin

A menos que la sociedad se inmole en una catástrofe nuclear, nos espera una era marcada por una novedad de tal impacto que puede constituir la transformación más radical vivida por la humanidad desde la revolución industrial, o mejor dicho, tal vez desde cuando nuestros antepasados iniciaron la agricultura, milenios de años atrás.

Es cierto: no estoy exagerando la dimensión y la importancia de este cambio, más bien lo estoy subvalorando. Ya estamos experimentando los primeros efectos, con el descubrimiento de los secretos" de la materia (nuclear) y de los secretos" de la vida (ingeniería genética), de consecuencias incalculables, bombas de hidrógeno, y de neutrones, misiles inteligentes" que pueden ser conducidos en la espalda y lanzados por un solo hombre, y en fin, estaciones espaciales, vehículos aéreos que vuelan a velocidades muy superiores a la del sonido, submarinos dotados de armas nucleares que pueden permanecer sumergidos por períodos de tiempo casi ilimitados, y un armamento terrestre de armas automáticas, medios acorazados polivalentes, potente artillería, mortales toxinas biológicas y químicas, centros de mando superelectronizados, y, aún más, técnicas avanzadísimas de vigilancia desde los satélites que pueden fotografiar a un individuo desde centenares de kilómetros por encima de él, hasta los micrófonos direccionales que pueden captar una conversación a metros de distancia a través de una ventana cerrada... Todos estos medios de control y de destrucción son tan sólo los heraldos de una técnica que será considerada primitiva dentro de una o dos generaciones. Son asimismo la prueba de que el orden social existente carece incluso de los más mínimos rudimentos necesarios en cuanto a sensibilidad moral para hacer frente a cualquier gran descubrimiento en el campo científico y técnico.

Se puede afirmar, con una seguridad confirmada por una mole de pruebas realizadas, que el capitalismo, inevitablemente, por su propia naturaleza, utilizará cada progreso" técnico con objetivos autoritarios y destructivos. Y cuando digo destructivos, no me refiero sólo al destino de la humanidad, sino también a ese mundo natural del cual dependen para su sobrevivencia todas las especies en su conjunto: no existe ninguna diferencia sustancial, en este sentido, tanto si se habla de bombas o de antibióticos, de gas nervioso o de sustancias químicas para la agricultura, de radar o de comunicaciones telefónicas. Las ventajas que la humanidad puede espigar del progreso técnico son tan sólo migajas caídas de un orgiástico banquete de destrucción que en este solo siglo ha sacrificado más víctimas que en cualquier otro período histórico. La tan alabada sensibilidad hacia los valores de la vida humana, de la libertad individual, de la integridad personal es irrisoria ante el recuerdo de Auschwitz o Hiroshima. Ningún sistema social ha ofendido todo elevado concepto de civilización más brutalmente que el nuestro, que tan devotamente habla de libertad, de igualdad y de felicidad: palabras que son hoy sólo un camuflaje para la tradicional fe" en el progreso" y en el continuo ascenso de la civilización".

Lo que más me preocupa en este asunto no son los cambios técnicos que abiertamente amenazan nuestra sobrevivencia y la del planeta. Lo que me preocupa profundamente son las singulares condiciones a las cuales podremos sobrevivir" tras nuestra capacidad de destruir a nuestra propia especie. Me refiero a las nuevas aplicaciones de los descubrimientos científicos y técnicos en el campo de la industria y de la información que pueden determinar mutaciones radicales en las relaciones sociales y en la estructura del carácter, mutaciones capaces de minar nuestra voluntad de resistencia a la dominación. Atención: ya hemos sido cambiados, social y psicológicamente, desde fines del segundo conflicto mundial, durante el cual la ciencia fue aplicada sistemáticamente a la guerra, a la industria y al control social en una medida sin precedentes en la historia. He destacado el término sistemáticamente" con toda intención. La tecnología militar en la primera guerra mundial, en cuanto a mortandad, era todavía primitiva, no sólo en su potencia homicida (la guerra de trincheras era por lo menos limitada geográficamente y dejaba gran parte de la población civil al margen de portar armas), sino tambien por su carácter ad hoc. El desarrollo de los armamentos dependía de ocasionales inventivas, no de elaborados programas de aplicación de los principios físicos y del know how (saber cómo) ingenieril al arte de la destrucción de masas.

Por su parte, la segunda guerra mundial cambió radicalmente ese modo simple de usar la ciencia a fines militares. E1 proyecto Manhattan", que produjo la primera bomba atómica, consistió en la movilización masiva y conscientemente planificada de los mejores cerebros físicos y matemáticos disponibles, para producir una sola arma: algo similar a la movilización de masas de la población total para sostener el esfuerzo bélico". Los científicos participaron también en decisiones militares importantísimas como cuando J. Robert Oppenheimer, que era el jefe del Proyecto", le dio al ministro norteamericano de la guerra los datos decisivos para el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Hoy, este uso de la ciencia y de la ingeniería para el desarrollo de los armamentos no está vinculado por el mismo escrúpulo de moralidad e integridad científica. Si sobreviviéramos" a la ilimitada potencia de la ciencia en términos de destrucción en masa, no hay nada que pueda impedir a los Estados y a sus ejércitos el invadir el espacio con los más letales sistemas de aniquilación humana y de invadir las mentes con técnica informática y métodos de condicionamiento que hacen palidecer cualquier cosa que se pueda leer en el 1984 de Orwell.

Otra cosa, asimismo preocupante, es que en los Estados Unidos, en Japón y en parte de Europa estamos asistiendo a cambios industriales que son no menos radicales que aquellos militares a que he aludido, cambios que predije veinte años atrás en Hacia una tecnología liberadora y que ingenuamente esperaba fueran al servicio de la liberación humana, mientras, por lo contrario, sirven en la actualidad al orden existente para alimentar el dominio del hombre sobre el hombre.

Me refiero a una amplia reestructuración de toda la economía sobre bases electrónicas, a un género de revolución industrial del todo nueva que amenaza con sustituir el mismo aparato sensorial humano con aparatos mecánicos electrónicamente guiados. Se debe tener en cuenta que estamos apenas en los primeros pasos de una serie de progresos" técnicos que convertirán en obsoleta tanto a la fábrica y a la oficina, como a la hacienda agrícola tradicional, que alimentarán la centralización política y potenciarán el control policiaco, para no hablar del condicionamiento dirigido hacia los medios masivos de la mente y del espíritu, que alcanzará niveles inimaginables. La línea de montaje, que es tal vez la más relevante innovación industrial de la época entre las dos guerras mundiales, podía ser asociada al nombre de un emprendedor con inventiva como Henry Ford, o antes que él, con un Ely Whitney. Del mismo modo, la revolución en el ámbito de la comunicación, del transporte aéreo, de la iluminación eléctrica, del cinematógrafo, del telégrafo, de la radio eran asociados a sólo nombres personales. Hertz, Bell, los hermanos Wright, Edison, etcétera. Hoy los inventos técnicos son prácticamente anónimos. Al igual que el Proyecto Manhattan", ellos son el resultado del trabajo colectivo y sistemático de brigadas" de investigadores del ejército o de las grandes empresas, que pueden producir a voluntad todo cuanto sea razonablemente necesario. No existen, por tanto, límites intrínsecos, en términos amplios, a no importa que sistema o aparato para conseguir -o casi- cualquier fin. La palabra invención" ha perdido su significado tradicional de acto personal inspirado para descubrir o crear. No es un individuo, con sus escrúpulos morales o con su sentido del bien público, que da su contribución a la innovación tecnológica. Los Henry Ford y los Thomas Edison (a pesar de todas las connotaciones negativas con las que justamente se les asocia) han dejado el puesto al Pentágono, a la General Dynamics, a la General Motors y a todas las demás entidades y empresas que se hallan al abrigo del riesgo de consideraciones éticas y sociales en el anonimato de su actuar y en la impersonalidad de su trabajo en brigadas".

Debemos tener en cuenta que estos cambios tecnológicos-y el modo como se han operado-señalan el fin de toda la historia anterior a la segunda guerra mundial, de esa historia en que se basa tanta parte de nuestra teoría. E1 sindicalismo ha compartido con el marxismo la firme convicción de que el proletariado industrial era el sujeto histórico" para el derrocamiento revolucionario del capitalismo. Aunque hace tiempo que he abandonado tal creencia, por razones tanto teóricas como prácticas, encuentro más bien irónico que esta cuestión se halle destinada a perder bien pronto su relevancia, para no hablar de su validez, desde el momento que el proletariado en cuanto tal está declinando en consistencia y en importancia estratégica. Contrariamente a la expectativa sindicalista y marxista, el proletariado va declinando históricamente junto con el sistema de fábrica y con la tecnología tradicional que le dieron origen como clase. Y no se cambian sustancialmente los términos del problema ampliando las definiciones del término proletariado" hasta incluir los cuellos blancos" e incluso los empleados estatales: aunque para éstos se perfila una drástica reducción numérica. En los Estados Unidos, que deben asimismo emprender seriamente su reconversión industrial", los cuellos azules" han descendido de un veinticinco por ciento a un quince por ciento de la fuerza laboral: declinación que previsiblemente proseguirá hasta que la clase obrera tradicional sea reducida a una exigua porción de la población.

Ya ahora, todavía, ni los cuellos blancos" ni los cuellos azules" muestran aquel arrojo, aquella vitalidad característica del proletariado clásico de la época precedente a las dos guerras mundiales. Es, además, interesante desde un punto de vista teorético, preguntarse si una clase obrera de herencia industrial, como aquella alemana de los primeros veinte años de este siglo, fue alguna vez revolucionaria, en comparación a una reciente clase obrera de cuño agrícola, como la española y la rusa, que vivieron la dolorosa transición de un mundo rural a uno industrial, con todos los sufrimientos psicológicos y culturales conexos con una drástica readaptación a modelos de vida altamente racionalizados y mecanizados.

LA EVOLUCIÓN DE LAS CLASES

La propia historia está emitiendo todavía una sentencia que tiene más contenido existencial que cualquier teoría. Hasta para los programadores de computadoras -para no hablar de los perforadores de tarjetas mecanográficas, de los empleados de tercera y de los pequeños burócratas-se delinea una declinación en términos numéricos y en relevancia social, a consecuencia de la introducción de las conocidas como computadoras inteligentes", cuyo ulterior desarrollo a niveles de increíbles sofisticaciones es sólo cuestión de tiempo. Todo movimiento radical que base su teoría de cambio social sobre un proletariado revolucionario -compuesto solo de obreros o de obreros y empleados-vive en un mundo que se va, en el supuesto caso que haya existido, con la desaparición de los oficios y de los trabajos de raíz campesina de la Europa latina y eslava del siglo pasado.

Se me permitirá destacar que no estoy diciendo lo que digo para disminuir la importancia de ganar el apoyo de la clase laboral para un proyecto de emancipación humana, ni intento denigrar los esfuerzos en este sentido de los sindicalistas. Hoy en día un proyecto liberador que le falte el apoyo de la clase trabajadora está destinado probablemente al fracaso: los cuellos azules", y aún más si se unen a los cuellos blancos", representan todavía una considerable fuerza económica. Pero, en cuanto a eso, también un proyecto liberador que no logre atraerse a su lado a los jóvenes que componen los ejércitos de todo el mundo está asimismo destinado al fracaso.

En los parámetros temporales que definen la unidad de nuestra época, el proyecto liberador se encuentra frente a los problemas típicos de un período de transición: la exigencia de trabajar con aquellos estratos sociales en declinación que constituyen todavía elementos decisivos de mutación social; la exigencia de trabajar con estratos sociales emergentes que están convirtiéndose en factores decisivos del cambio social, como por ejemplo los técnicos y los profesionales altamente calificados; la exigencia de trabajar con los oprimidos de siempre, que siempre serán decisivos elementos potenciales de cambio social, como las mujeres y las minorías étnicas; la exigencia de trabajar con los denominados grupos marginales", categorías socialmente no bien definidas, que pueden volverse elementos decisivos para el cambio social, como la inteligencia radical, que ha jugado un papel estratégico en todas las situaciones revolucionarias, y los individuos que escogen estilos y normas de vida cultural y sexual no ortodoxos.

EL TIEMPO, ENEMIGO

Pero el tiempo no juega a nuestro favor. Es muy probable que, si no nos volvemos hacia aquella capacidad de penetración intelectual, hacia aquella praxis y a aquellas formas de organización adecuadas a los problemas que hemos de enfrentar, el tiempo trabajará contra nosotros. La innovación tecnológica está avanzando a una velocidad que supera todo visible cambio en la esfera social y en la política. Antes o después, lo social y lo político deberán ser radicalmente sincronizados con lo tecnológico, de otro modo se abren en el sistema fisuras inmensas que harían palidecer la era fascista de los años veinte y treinta comparadas a lo que nos espera. El 1984 de Orwell es simple, no porque describe una sociedad completamente totalitaria, sino porque no prevé ese enorme instrumental tecnológico que hubiera hecho de Oceanía un mundo todavía más deprimente. Para comprender plenamente el alcance de la vuelta que puede tomar la sociedad, deberemos ver qué cosa espera el capitalismo, así como ver que cosa nos espera.

En primer lugar, el capitalismo debe reestructurar drásticamente su sistema político para hacerlo congruente con la evolución económica y técnica en activo. La democracia burguesa", o sea las instituciones surgidas de las revoluciones inglesa, americana y francesa, son absolutamente inapropiadas en un mundo cibernético, altamente racionalizado y dominado por las grandes empresas. La dimensión utópica de esas revoluciones, que indujo a Kropotkin a escribir su famosa La gran revolución, aún pone un límite al uso interno del poder político y militar.

E1 reciente retiro de los marines norteamericanos del Líbano, por las presiones de la opinión pública nacional, es un ejemplo casi banal. Reagan y sus acólitos hubieran querido tener manos libres en el asunto libanés, así como Johnson lo hubiera deseado para Vietnam. En ambas ocasiones debieron echar marcha atrás a consecuencia de una ola creciente de críticas por parte del público y del Congreso, críticas que fueron posibles gracias a la estructura política republicana de los Estados Unidos. Esa estructura es a su vez el producto de una revolución popular y en gran parte rural que dos siglos atrás dio al pueblo norteamericano una Carta de los Derechos y un cuadro institucional basado en la separación del poder ejecutivo del legislativo y del judicial. Es fácil destacar como esta estructura fue más libertaria en sus orígenes que ahora y que en los últimos tiempos se ha hecho más centralizada, pero lo que más cuenta, en este caso, es el hecho de que es todavía demasiado libertaria para los problemas que el capitalismo debe afrontar en el futuro y éste tratará de modificarla drásticamente para evitar que esos problemas produzcan difusos y peligrosos fermentos sociales.

¿A qué problemas aludo? Presumiblemente la tecnología cibernética, que se halla apenas en su infancia, convertirá en económicamente superflua a la mayoría de los norteamericanos que hoy trabajan. No estoy haciendo retórica. Cada decenio lleva en sí profundos cambios técnicos que van haciendo inútiles" casi todo tipo de trabajo tradicional. Prácticamente toda operación conexa con la materia prima, con la manufactura, con los servicios, puede ser desarrollada, esencialmente, por aparatos cibernéticos, y, Si se prosigue la lógica del capitalismo, esta sustitución será una realidad. Aunque algunos millones de personas queden todavía de alguna manera implicadas en estas operaciones, ellas constituirán los márgenes" de la economía, no su núcleo. Debemos enfrentarnos al hecho de que es posible una tan imponente sustitución del trabajo humano, así como que es inevitable si el capitalismo sigue su curso. Ignorar esa posibilidad significa meter la cabeza bajo tierra como la proverbial avestruz... hasta que nos hayan arrancado todas las plumas, una tras otra.

¿Qué cosa significa existencialmente esa ilimitada revolución tecnológica? Significa que el capitalismo deberá afrontar el problema de los innumerables millones de personas que, desde el punto de vista burgués, no contarán con ningún puesto en la sociedad. Nadie de nosotros, militantes de los años treinta, se había imaginado como posible la solución final" de Hitler para los hebreos y sus planes demográficos para exterminar gradualmente millones de eslavos de las regiones orientales, destinadas a ser recolonizadas por poblaciones de lengua alemana. Sin embargo, Auschwitz se convirtió en el testimonio terrorífico de la realización de lo que parecía fantasioso". Ningún movimiento radical -socialista, anarquista o sindicalista-hubiera podido jamás prever tal desenvolvimiento en una nación evidentemente civilizada de Europa. Y todos aquellos de nosotros que recordamos aquel tiempo debemos admitir que salimos de la guerra como de un infierno, totalmente trastornados por sus horrores.

Hoy y en los años por venir, ese mismo capitalismo que ha producido un Hitler es seguramente capaz de producir instituciones que acaben con la población superflua, sin importar cuán numerosa y recalcitrante pueda ser. ¿Padeceremos cualquiera otra estrategia genocida similar a la de Hitler? No excluyamos demasiado fácilmente una solución" que ya ha sido dada en el pasado. Los métodos pueden ser más indirectos, como los actuales sistemas chinos de control demográfico" o el escandaloso sistema de esterilización forzada impuesto por Indira Gandhi. O puede presentarse una solución de tipo parasitario, como el sistema de la Roma clásica, que transformó una buena parte de los ciudadanos de la República en inútiles consumidores. No lo sé. Y por fortuna el peso de mis años tal vez me permita no llegarlo a saber.

Lo que sí sé es que la democracia burguesa" se percibe ya como anacrónica para los sectores más avanzados" de la burguesía. Sé que viene dándose la máxima prioridad para una modificación gradual de su estructura institucional, pieza tras pieza. Por ejemplo, tan sólo el voto de dos estados de la Unión preserva hoy a los Estados Unidos de una Asamblea constituyente, la primera desde aquella de 1787, y es un detalle escalofriante para cualquiera que crea en las libertades civiles. Por otra parte, se han presentado enmiendas para extender el mandato presidencial de cuatro a seis años. La reestructuración del Estado democrático burgués" está a la orden del día en casi todos los países industrializados del mundo. Lo único que detiene al capitalismo para la totalitarización completa de esos países es el enorme peso de las tradiciones que, en todas las partes del Occidente, frustra al poder ejecutivo, y en particular la tradición libertaria de los Estados Unidos, con su énfasis sobre los derechos individuales, sobre la autonomía, sobre el control local, sobre el federalismo. Además, también los cotidianos conflictos internos en el seno de la propia burguesía tienden por ahora-pero sólo temporalmente-a contrabalancear esta tendencia ultra-autoritaria. Cómo debemos conducirnos-en cuanto anarquistas-ante tales tensiones, es un gravísimo problema que no se puede dejar de lado con respuestas más apropiadas para una economía industrial tradicional y un movimiento obrero vital que para una inminente economía cibernética con unos perfiles de clase menos definidos.

LA OMNIPRESENCIA DEL ESTADO

En segundo lugar, el Estado se ha convertido en algo omnipresente como jamás lo había sido con anterioridad. Asistimos a su crecimiento en forma tal que jamás hubiéramos podido imaginar en épocas precedentes, mucho más simples. Es cierto, se puede pensar en los grandes despotismos del mundo antiguo como ejemplos de formas estatales más despiadadas, tales como el despotismo asiático estudiado por Karl Wittfogel y otros historiadores. Pero raramente el Estado ha tenido este carácter de omnipresencia, ese carácter típico de condición humana que tiene hoy y que todavía amenaza con serlo más en el futuro. Kropotkin, atinadamente, destacaba que por más tiránicos que fueran los Estados coexistían con un mundo subterráneo" de villas, ciudades, barrios urbanos, para no mencionar diferentes asociaciones y corporaciones que eran impugnables a la invasión gubernativa. Todavía en los años treinta, en los Estados Unidos podía uno, tras su trabajo, retirarse del mundo industrial y acogerse en una sociedad preindustrial, doméstica y comunitaria, en la cual el individuo podía preservar su humanidad. A pesar de todos sus defectos patriarcales y de patrioterismo, ese mundo preindustrial excesivamente individualizado era profundamente social. Era el mundo de la extensa familia en la que varias generaciones vivían juntas o en íntimo contacto una con otra, preservando la cultura y las tradiciones de un espacio no burgués. Era el mundo de la patria chica, de la pequeña patria": la villa, la ciudad, el barrio, donde la amistad era íntima y donde existía un espacio público que nutría una esfera pública y un cuerpo político activo.

Existían todavía centros comunitarios que contaban con un lugar para la instrucción, la conferencia, el mutuo apoyo, los libros, los periódicos, la exposición de ideas avanzadas" y aun para la ayuda material cuando los tiempos eran duros. Los centros obreros (ateneos libertarios), creados por nuestros compañeros españoles en numerosas ciudades y poblaciones de la península ibérica eran la expresión más consciente de un fenómeno profundamente espontáneo a la vez que típico de la era precedente a la segunda guerra mundial.

La calle, la plaza y los parques constituían un espacio de reunión todavía más amplio y fluido. Recuerdo, de mi juventud, los famosos mítines en una esquina de la calle, donde una sorprendente variedad de oradores radicales hablaban a un público cautivado, o más bien expectante. Ese fantástico mundo de la caja de jabón" (los oradores hablaban mientras permanecían de pie sobre tales cajas, N. del T.), como era conocido en Norteamérica, era una fuente de activo intercambio político, un mundo que adiestraba tanto a los oradores como al público en el arte de la actividad pública radical. Más allá de esos niveles de vida doméstica y pública existía la esfera para la actividad local, regional e incluso nacional, más lejana quizá del beneficio individual pero altamente educativa y más enérgicamente contestataria de cuanto pueda serlo hoy.

E1 Estado y la sociedad industrial han destruido ese mundo social y político descentralizado. Sus medios de información entran en todos los hogares y sus computadoras los unen a sofisticados sistemas de administración y de control. Las grandes familias, ricas en diversidades generacionales y culturales, se han marchitado a través de la familia nuclear, constituida por dos genitores intercambiables y con sus dos o tres hijos intercambiables también. Los ancianos han sido oportunamente expedidos a barrios residenciales para ciudadanos de la tercera edad", así como la historia y la cultura preindustrial ha sido enterrada en los museos, en las academias y en los bancos de datos de las computadoras. La venta de alimentos, de artículos de vestir y domésticos, así como de diversos instrumentos, que en un tiempo fue una actividad muy personalizada, propia de comerciantes locales (muy frecuentemente negocios de gestión familiar) en estrecha conexión con los barrios o la ciudad, es hoy un gran negocio de empresas enormes. En los gigantescos centros comerciales que constelan el continente americano (siempre mayores que incluso los europeos), se trata ya de una forma de distribución impersonal, mecanizada, en que los adquirentes y los productos vienen envueltos juntos, al cajero, y reexpedidos en su automóvil a su lejana casa". Las calles están congestionadas de vehículos no de seres humanos, y las plazas se han convertido en estacionamientos, no en lugares donde la gente se reúna y dialogue.

Las autopistas desgarran los centros de la ciudad e irradian en los barrios con efectos espantosamente destructivos para la integridad cultural de la comunidad. En ciudades como Nueva York, los jardines son lugares de crímenes y de peligros personales a los que se entra temeroso de perder la propia vida. Los centros comunitarios han desaparecido de todas partes, excepto de los barrios más tradicionales, donde corren el riesgo de convertirse en objetos de curiosidad para los turistas y para los sociólogos. El discurso es preferentemente electrónico reservado a sedicentes expertos" y estrellas de los medios masivos a debatir en las horas más importantes con una pasiva vacuidad que está produciendo una generación de idiotas y de mudos. La cultura subterránea" celebrada por Kropotkin en el Apoyo mutuo está prácticamente desapareciendo en los Estados Unidos, sobre todo tras el declinar de los años sesenta, y el mundo en que florecía ha sido casi todo digerido por la red de estaciones de los medios de comunicación (propiedad del Estado y de las grandes empresas) que embrollan los sentidos más que dirigirse a la mente, que hablan a las vísceras más que a la cabeza.

Está surgiendo una generación que desprecia el pensamiento en cuanto tal y que ha sido adiestrada a no generalizar. La actividad cerebral apresa la forma de imágenes adocenadas idénticas a las que presentan la televisión y de una mentalidad" (si así puede todavía llamársele) reductiva que obra con frenos" cuantitativos de información antes que con conceptos cualitativos. Encuentro tal desarrollo simplemente aterrador, en cuanto subvierte la mente, impidiendo la capacidad de imaginar espontáneamente por la alternativa y de obrar de manera que contradiga las imágenes" prefabricadas que la industria publicitaria (política y comercial) tiende a imprimir en el cerebro humano. La gente comienza hoy a percibir todos los fenómenos del mismo modo en que recibe las imágenes televisivas: como figuraciones ilusorias creadas por el movimiento rapidísimo de las partículas electrónicas sobre la pantalla televisora, figuraciones que despojan al dolor, el sufrimiento, la alegría y el amor de toda realidad, dejándonos tan sólo una cualidad unidimensional espectacular. Las imágenes, en realidad, comienzan a sustituir a la imaginación, y la figura impuesta por lo externo comienza a sustituir a la idea formada internamente.

¿Y si la vida viene confiada por una simple relación de espectador entre un público privatizado y un aparato electrónico, de qué otra cosa tenemos necesidad sino de figuras y de entretenimiento como substitutivos del pensamiento y de la experiencia?

HUMANIDAD Y NATURALEZA

Todo ello nos lleva al tercer-y por fortuna último-problema que intento destacar: el problema de las relaciones de la humanidad con la naturaleza. Se trata de un problema que ha adquirido proporciones cruciales, muy diferentes a las que se podían prever en 1952, cuando publiqué mi primer trabajo sobre el desastre ecológico. Todavía en 1983, cuando escribí Ecología y pensamiento revolucionario, recuerdo que hablaba del efecto invernal" que podría elevar la temperatura del globo lo suficiente como para desatar parte de los casquetes polares dentro de algunos siglos", de trastornos en el ciclo hidráulico y en los ciclos del azoe, del carbono y del oxígeno (que definía unitariamente como ciclos biogeoquímicos"), que hubieran podido al final" hacer saltar los mecanismos homeostáticos que conservan el equilibrio biótico y meteorológico del planeta; de un ambiente peligrosamente contaminado", desde el suelo hasta los alimentos cotidianos, y de una biosfera cada vez más simplificada que podía invertir el curso del reloj evolutivo en dirección a un mundo menos complejo y por tanto incapaz de mantener formas complejas de vida, como los mamíferos si no es que todos los vertebrados.

Jamás hubiera podido suponer, sólo hace veinte años, que en los años 90 y el inicio del próximo siglo (podría decir en este momento) nos encontráramos en una biosfera peligrosamente contaminada" (podría decir catastróficamente contaminada). Sin embargo, la Academia Nacional de la Ciencia y el Ser para la Protección del Ambiente en los Estados Unidos señala que podremos ver el efecto invernal sobre el nivel de los mares en una docena de años aproximadamente. Eminentes ecólogos creen que los vitales ciclos biogeoquímicos se hallan al borde de un grave desequilibrio y que la gravedad y la extensión de la contaminación planetaria se halla a niveles increíbles, superiores a nuestros propios temores. La relación anhídrido carbónico-oxígeno en la atmósfera está aumentando de nuevo desde 1900. Con la tala de la faja de bosques ecuatoriales, junto con la destrucción masiva de los bosques septentrionales debido a la lluvia ácida", es probable que se vea esta relación crecer espantosamente en los años venideros.

Todos nuestros océanos están espantosamente contaminados. Vastas zonas del Golfo Pérsico tienen los fondos cubiertos con una espesa capa de sedimentos bituminosos, como consecuencia de la guerra entre Irán e Irak. El aire, el agua y los alimentos son vehículos de derivados orgánicos de cloro, altamente cancerígenos, prácticamente desconocidos a los ecólogos de hace unos pocos decenios, para no hablar del plomo, del mercurio, del amianto y de los compuestos azoados que el cuerpo puede transformar en mortales nitrosaminas; en suma, una variedad aparentemente sin fin de venenos que aumenta en número a un ritmo anual superior a la capacidad de los químicos ambientales para denunciar su presencia. Desechos tóxicos por decenas de miles proliferan en los continentes, derramando sus venenos de lentísima degradación en las capas acuáticas subterráneas, en los ríos, en los lagos, en fin, naturalmente, en el agua potable.

La simplificación del ambiente que me preocupaba antes, tiene lugar hoy bajo mis propios ojos. Los venenos y la lluvia ácida que arriban a los océanos están destruyendo ecosistemas marinos completos. El fitoplancton, base del ecosistema acuático, disminuye en cantidad, y zonas otrora abundantísimas en peces se van empobreciendo a un ritmo impresionante como consecuencia de la superexplotación. Vastas zonas del suelo se han convertido en desérticas y por doquiera se mina la integridad de nuestra flora planetaria. No nos engañemos: la cuestión ecológica no es secundaria respecto a la crisis política, económica, militar. Si la próxima generación no alcanza a vivir la extinción termonuclear, tal vez sea porque se hallará frente a la extinción ecológica. Nos enfrentamos no sólo a una sociedad moribunda, sino también a un planeta moribundo y ambos sufren del mismo morbo y la misma causa: nuestra mentalidad histórica de dominio, cuya pretensión de progreso" es hoy día una dramática mofa de la realidad.

¿QUÉ HACER COMO ANARQUISTAS?

¿Cómo podemos, en cuanto anarquistas, hacer frente a los cambios radicales en el campo técnico, económico, social y ecológico que hasta aquí he tratado? ¿Se trata acaso de cuestiones marginales" subordinadas o irrelevantes respecto a nuestra incesante tarea de organizar a la clase trabajadora y de combatir la explotación ¿Cuáles son las prioridades programáticas", cuál es la orden del día" de nuestro movimiento para los años subsiguientes a 1984, de existir una orden del día que pueda comprender nuestros esfuerzos a nivel internacional, al lado de nuestra oposición al Estado y al autoritarismo en todas sus formas?

Tal vez sea una presunción exagerada sugerir que haya tal orden del día válido para todo el mundo, y de cualquier manera no creo hallarme en posibilidad de dar consejos pragmáticos y de prioridades" a los compañeros mucho mejor informados que yo sobre sus situaciones regionales. Puedo, sin embargo, hablar con buen conocimiento de causa de los Estados Unidos, dado que hablo todos los años a miles de norteamericanos sobre una gran variedad de temas: desde la ecología a la planificación urbana, de la teoría social a la filosofía. Pienso asimismo que puedo desenvolverme con cierta competencia sobre una amplia parte de lo que he dicho al mundo de lengua inglesa".

A juzgar por el sectarismo y nihilismo que he encontrado en muchas publicaciones sedicentes libertarias de la zona lingüística angloamericana, soy propenso a ser bastante pesimista.

Sin embargo, el anarquismo podría ser hoy el movimiento más activo e innovador del área radical, si quisiera serlo. De nuestros ideales de autogestión, descentralización, federalismo y apoyo mutuo se han apropiado impúdicamente, sin una palabra de agradecimiento, escribas marxistas que se limitan a aplicar el rabo de esos conceptos al asno comunista o socialista, como un extraño apéndice notoriamente fuera de lugar. Nosotros, los anarquistas, hemos sido desde hace mucho tiempo los progenitores de una sensibilidad orgánica, naturalista y mutualista de la que se ha apropiado el movimiento ecológico, con escasísimas referencias a las fuentes: el naturalismo de Kropotkin y la ética de Guyau. Que muchos aspectos de esa sensibilidad denotan los finales de siglo en los que fueron formados no es un buen motivo para adoptar actitudes cautas de carácter puramente proteccionista y defensivo. Todas las ideas importantes son producto de su tiempo y deben ser elaboradas o modificadas para enfrentar nuevas condiciones, nuevos desarrollos.

Y las nuevas condiciones van emergiendo, como he tratado de demostrar. Lo que unifica al anarquismo del mundo clásico y también del mundo tribal hasta nuestros días, está todo en esta idea: ningún dominio del hombre sobre el hombre. Esa postura anti-autoritaria es el corazón y alma del anarquismo, su autodefinición como cuerpo de la idea y la práctica. E1 hecho, en fin, de que las obras de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Pelloutier, etc., le hayan dado un contenido sistemático significa que hay una base para crecer... y ser podado, no que le deba faltar creatividad y fecundidad. Nuestras tradiciones son nuestro suelo; pero la vida que este suelo mantiene es un fenómeno en continua evolución y no puede ser limitado en el tiempo y en el espacio por la forma originaria de su hábitat. Osificar al anarcluismo en textos sacros y rituales significa emular a los marxistas, cuya devoción casi eclesiástica a los viejos pergaminos consagrados ha transformado un inmenso cuerpo teórico en pura exégesis y comentarios. No podemos permitirnos la vía de la disputa intramuros y de las riñas sectarias sobre la historia y sobre el significado textual, sin caer también nosotros en un formalismo asimismo esclerótico y en un contenido asimismo ambiguo para volverse pura ideología en el peor sentido del término: una apología de las condiciones existentes o-todavía más absurdamente-de las condiciones de tiempos pasados.

Debemos estar dispuestos a interrogarnos sobre cuál sujeto histórico" llevará en sus espaldas la carga del cambio social en los años venideros.

Así, ¿todavía tiene sentido hablar de una clase hegemónica" cualquiera en una sociedad en la que la estructura de clases se está desintegrando? Debemos estar prontos a definir las nuevas cuestiones emergentes, como la ecología, el feminismo, el racismo, el municipalismo y aquellos movimientos culturales que se ocupan de la calidad de la vida en el más amplio sentido del término, para no hablar de las tentativas de oponerse a la alienación en una sociedad espiritualmente vacía. ¿Se pueden ignorar los nuevos movimientos sociales" que surgieron en la Europa central, como los Verdes y las coaliciones antinucleares y pacifistas que rebasan tantas líneas de clase y tantos confines nacionales. Debemos estar dispuestos a salir de las viejas trincheras ideológicas, para mirar con honestidad, claridad e inteligencia el mundo autoritario que se va remodelando en torno nuestro y a tomar nota de las tensiones que existen entre las tradiciones utópicas de las revoluciones democráticas burguesas y la marea ascendente del militarismo y centralismo que amenaza con cancelar esas tradiciones. ¿Se puede ignorar la política localista, los movimientos municipales y de barriada, la afirmación de los derechos democráticos contra las tentativas de incrementar la autoridad del poder ejecutivo?

Si los años sesenta me han enseñado algo, como norteamericano, es que no puedo hablar a mis compatriotas" en el alemán de Marx, en el ruso de Lenin, en las lenguas asiáticas de Mao y de Ho Chi Min ni tampoco en el español de Fidel: son todas aquellas lenguas" que hablándolas los bolcheviques de nuestra casa se aislaron completamente de la vida americana. Las grandes masas de inmigrantes que introdujeron en América el socialismo y el anarquismo europeos si no desaparecieron, están en vías de desaparecer. Ideológicamente, los norteamericanos se hallan de nuevo frente a sus propias tradiciones y lenguaje, aparte del marxismo académico, incestuoso y hermético en sí como casi todas las disciplinas académicas, no conocen otra ideología o mitología si no aquella amasada en casa, en la escuela, por los medios. Gracias a las tradiciones libertarias de la Revolución norteamericana-tradiciones bien observadas por Proudhon y por Bakunin y, si me permiten agregar, por ellos admirada-encuentro más útil hablar a los norteamericanos en la lengua de Sam Adams, Thomas Paine, Thomas Jefferson, Henry Thoreau, Ralph Waldo Emerson y gente como ellos.

Las palabras son más comprensibles y su realidad más llevada de la mano del lenguaje de los inmigrantes formados más en la lucha contra sociedades feudales o comerciales simples que no contra una sociedad altamente industrializada, como la presente, que contradice duramente las tradiciones de la América campesina. Lo que hago es reelaborar las palabras de los viejos revolucionarios americanos para explicar mis principios anarquistas, utilizándolas en nuevos contextos, al igual como mis compañeros españoles eran ibéricos hasta la médula y hablaban tanto en la lengua de Pi y Margall como en la de Mijail Bakunin. Soy y permaneceré siendo internacionalista bajo cualquier aspecto y me opongo a toda forma de patrioterismo y chovinismo que pueda ponerme sobre o fuera de mi humanismo anárquico universal. Sé, sin embargo, que no tiene sentido exhortar a los norteamericanos a las armas e invocar imágenes flamígeras de un pasado que les es extraño y tal vez incompresible, sobre todo cuando el armamento del Estado ha dado un gran salto y está muy por encima de aquel de las barricadas y de la potencia de fuego de la Comuna de París y de la Revolución española.

Puedo, en su lugar, hablarles de su poder dual en el sentido histórico del térrnino. Palabras como contracultura", o sea una reivindicación programática que puede ser orquestada por la base contra la cúspide, contra el poder estatal centralizado. No puedo llegar a los obreros en sus fábricas y sindicatos, porque unas y otros son escuelas de jerarquía y de dominio, pero sí puedo llegar a ellos -y a mucha otra gente-en mi barrio y a los citadinos limítrofes a mi comunidad. En Burlington, Vermont, los anarquistas han sido los primeros en instituir asambleas de barrio-versión urbana de los mítines citadinos de la Nueva Inglaterra-, que en esencia pueden ser igualmente instituidas en cualquier parte: Milán, Turín, Venecia, Marsella, París, Ginebra, Francfort, Amsterdam, Londres... Lo que obstaculiza su nacimiento no son dificultades logísticas o problemas de dimensión demográfica, sino el nivel de conciencia que sobre temas localísticos es más elevada en Nueva Inglaterra que en otras partes de Norteamérica. ¿Y no es por lo demás eso de la conciencia-conciencia de clase o conciencia libertaria-el problema central de todo proyecto liberador?

EL SINDICALISMO

No puedo más que augurar a nuestros compañeros sindicalistas el máximo éxito. Habiendo crecido en la industria metalúrgica y automotriz, he buscado desde hace mucho tiempo una conciencia de clase revolucionaria entre los obreros norteamericanos, una conciencia que nunca he hallado ni siquiera en los años treinta y cuarenta y mucho menos en los últimos decenios. He encontrado entre mis compañeros de trabajo una militancia ejemplar y una gran fuerza de carácter? pero ninguna prueba, a gran escala, de que el capitalismo sea un sistema más intolerable para los obreros que para los demás estratos de la sociedad-supuesto que sea intolerable-. Más bien he hallado tendencias libertarias entre los jóvenes de los años sesenta, entre las mujeres de los años setenta y entre los ecologistas de los años ochenta. Cada vez me convenzo más que deberíamos volver a la palabra pueblo": una gran y creciente mezcla de individuos que se sienten oprimidos y dominados, no sólo explotados, en todos los ámbitos de la vida: en el ámbito familiar, generacional, cultural, sexual, étnico y moral aparte de económico. Marx criticó a los anarquistas porque hablaban de masas trabajadoras", de trabajadores" y de oprimidos" en vez de usar el término científico de proletariado". E1 resultado es que nosotros teníamos razón y él estaba terriblemente equivocado, según el veredicto comprobado no sólo por la teoría sino por la misma historia.

Pero, ante un movimiento anárquico de tal género, siento que es mi deber empeñarme en una actividad pública que tenga un significado para todos aquellos norteamericanos que logro reunir. En cuanto norteamericanos, poseen una tradición libertaria superficial que procuro profundizar hacia el nivel del anarquismo. Me dirijo a su fe en los derechos individuales, en la descentralización, en una concepción activa de la ciudadanía, en el apoyo mutuo y en su aversión por la autoridad gubernativa. Y no critico en demasía el acoplamiento de libertad-propiedad. Les recuerdo las instituciones libertarias típicas de su tradición revolucionaria norteamericana: asambleas de ciudadanos, formas asociativas confedérales, autonomía municipal, procedimientos democráticos... Mi objetivo es claro: crear, a partir de las tradiciones libertarias norteamericanas, aquellas formas de la libertad que puedan oponerse al creciente poder del Estado y a la concentración de la autoridad política y económica. E1 núcleo central de mi planteamiento es tanto municipalista cuanto ecológico y contracultural: fortalecimiento y confederación de países, barrios, ciudad, como contrapeso a Washington y a los feudos estatales que constituyen la Unión Americana.

Mi lenguaje es más populista que proletario, con énfasis particular en el dominio más que en la explotación. Mi programa consiste en crear un poder popular dual, antagónico al poder estatal que amenaza los residuos de libertad del pueblo norteamericano: un poder popular que reconstituya en forma anárquica aquellos valores libertarios y aquellos elementos utópicos que son el patrimonio más vital de la Revolución americana

EL ÚNICO PLANTEAMIENTO

Que este planteamiento pueda tener éxito o no es una cuestión a la que no puedo dar una respuesta cierta. Lo que me parece cierto es que es el único planteamiento que puede funcionar en los Estados Unidos: si fracasase no sabría qué otra estrategia proponer para esta parte del mundo. E1 pueblo norteamericano no está dispuesto a seguir una vía socialista que amenace su libertad, por lo que no está dispuesto a aceptar un programa de clases, que, por otra parte, el proletariado norteamericano no ha aceptado jamás.

La autoorganización, la acción directa, el antiautoritarismo y el municipalismo son todavía elementos significativos del Sueño norteamericano", un sueño -o, si se prefiere, un mito-que se imagina a Norteamérica como el reino de la reconstrucción utópica: una Norteamérica que es el Nuevo Mundo" no sólo en la secuencia del descubrimiento geográfico, sino Nuevo" en la historia de la libertad y de las experimentación política. Y si el sistema de partidos y los principios organizativos tomados en préstamo por la Izquierda" terminaran por prevalecer a tal punto en la imaginación colectiva para sofocar del todo la herencia libertaria del país, las posibilidades se habrían esfumado tal vez para siempre en los Estados Unidos. Los norteamericanos tienen esta alternativa: volverse a una vía libertaria del género que he señalado o bien convertirse en el más peligroso flagelo que el mundo haya jamás visto en la historia de la humanidad. Y no debemos estar dudosos en el asunto: Norteamérica puede realmente jugar un papel nefasto.

Por consiguiente, en los Estados Unidos existe esa tensión entre una tradición libertaria que frena la expansión del imperio norteamericano y nuevas fuerzas que van soliviantando al país hacia un papel mundial más violento y destructivo. Sólo los anarquistas están en posibilidad de comprender apenas la intensidad de esta tensión y la extraordinaria potencialidad que ello representa para un programa y un movimiento de reconstrucción utópica. La Izquierda" marxiana está insensible al argumento de la auténtica libertad: es economicista, centralista, burocrática y apasionada por la tecnología. Y, así es como la Derecha" ha pasado a disfrutar la tradición libertaria norteamericana, en nombre de la propiedad, de un mítico laissez-faire que ha dejado el campo libre al desarrollo de las grandes empresas y de una representación de la guerra fría" que ha llevado las tropas y las armas norteamericanas a casi todos los países occidentales y del Tercer Mundo. Si los anarquistas norteamericanos no logran limpiar esta tradición libertaria de sus escorias de propiedad y reaccionarias, el pueblo de los Estados Unidos será fácil presa de los totalitarismos que se camuflan con los ropajes de una historia revolucionaria que ha inspirado algo la lucha de emancipación popular en todo el mundo.

Conozco muy bien todos los argumentos que se pueden señalar contra la perspectiva que hasta aquí he señalado. Sé que los norteamericanos están divididos por intereses de clase, por la riqueza y por diferencias étnicas y sexuales, por conflictos regionales. ¿Cómo es entonces posible que un ideal de resistencia comunitaria y municipal ante la centralización estatal logre superar todas esas divisiones? ¿Y cómo y cuánto una municipalidad es cosa distinta al Estado? ¿No se ha visto ya con Paul Brousse el fracaso, como proyecto anárquico, del municipalismo?

Existen muchas respuestas a esas demandas, que exigirían un artículo sólo para ellas. Por ahora basta con esto: la tecnología cibernética amenaza con crear un nivelador social para todos los estratos de la sociedad norteamericana, tanto para la clase media como para la clase obrera, los blancos como los negros, los técnicos y los profesionales tradicionales como los peones y los agregados a las cadenas de montaje. Lo que viene remodelándose a partir de la tradicional estructura de clases del capitalismo industrial es un pueblo, no un proletariado.

Por otro lado vienen surgiendo inquietudes y valores populares que con frecuencia superan los intereses materiales: la libertad de la mujer, los derechos de los negros, la problemática ambiental... Esos valores emergentes y estas inquietudes emergentes con frecuencia marginan diferencias de intereses materiales que hacen del término pueblo" una amable caricatura de los ideales democráticos radicales. Por otra parte, el nacionalismo ha demostrado poseer entre la masa una fuerza siempre superior a la solidaridad de clase, y este hecho, por sí solo, desmiente el mito marxista de que la gente se mueve tan sólo por sus intereses materiales: si fuera verdad, hace tiempo habría triunfado el socialismo. Que la ideología sea capaz de impulsar a los humanos a otros confines por su propio instinto de sobrevivencia es un hecho de tal suerte demostrado (aun cuando, por contra, se piense por ejemplo en las guerras religiosas que tuvieron lugar en el Medievo y la Reforma) que no se puede ignorar su fuerza en cuanto tal. Como anarquistas hemos subrayado siempre la exigencia que la nueva sociedad tiene de acabar con la vieja y desde el siglo pasado, hemos heredado una dote" de la burguesía: la fábrica, como clave destinada a abrir la puerta a una nueva y libre sociedad. Pero, como he dicho, me parece que esa tentativa no tiene ya hoy ningún sentido. Más bien, por una de las ironías de la historia pudiera darse que la llave siempre haya sido en forma ideológica; la dimensión libertaria de la tradición democrática que se opone ahora a la marcha del capitalismo cibernético hacia la realización de sus fines históricos.

De todos modos, lo que se olvida demasiado fácilmente es que los desastres producto de la ideología son propiamente la prueba de su latente éxito, igual como la capacidad humana de anular la vida es la prueba de su capacidad de hacer del mundo un paraíso. No son los males de las ideologías lo que debemos evidenciar frente a un mundo ya de por sí escéptico y secular, sino el tipo de ideología que lo puede salvar de su egoísmo y de su economicismo. En esa dimensión moral, el anarquismo representa la única ideología capaz de llevar a la humanidad más allá de sus angustiosas necesidades biológicas, hacia un espacio de libertad que es un fin en sí, en la aventura humana.


1 Como ejemplo particularmente deprimente, sólo hay que leer El organismo económico de la Revolución (Barcelona, 1936), traducido al inglés como After the revolution, dicho trabajo influencia enormemente a la CNT-FAI.

2 A pesar de las ventajas y fracasos, ha sido esta inteligencia radical la que ha servido de puntal para cada proyecto revolucionario en la historia, y de hecho, fueron ellos quienes literalmente proyectaron las ideas para el cambio, y a partir de las cuales la gente diseñó sus características sociales. Pericles es un ejemplo de esta inteligencia durante el mundo clásico; John Bail o Thomas Munzer durante las épocas del medioevo y la Reforma; y Denis Diderot durante la Ilustración; Emile Zola y Jean paul Sartre en épocas más recientes. Los intelectuales de academia son un fenómeno bastante más reciente: criaturas embibliotecadas, enclaustradas, incestuosas y orientadas a su carrera, carentes de experiencias vividas y de práctica.

3 Antes de finalizar este punto, vale la pena observar que la distinción entre lo Social y lo Político mantiene una marca desde sus orígenes, remontándose a la época de Aristóteles, y que se ha mantenido a lo largo de toda la historia de la teoría social, hasta épocas recientes con las teorías de Hannah Arendt. Lo que se echa de menos en ambos pensadores es una teoría del Estado, y por tanto la ausencia de una distinción tripartita dentro de sus escritos.

4 Espero que no se invoque en contra de esta postura al fantasma de Paul Brousse. Brousse utilizó el municipalismo libertario de la Comuna, tan ligado a los parisinos de su época, en contra del tradicionalismo comunalista, esto es, para practicar una forma pura de parlamentarismo burgués, no para llevar a París y a los municipios franceses en oposición al Estado centralizado, tal y como la Comuna pretendía hacer. No había nada orgánico en su postura sobre municipalismo, y nada revolucionario en sus intenciones. Todo el mundo está usando la imagen de la Comuna para sus propios propósitos: Marx para anclar su teoría de la «dictadura del proletariado» en un precedente histórico; Lenin para legitimar su jacobinismo «político» total; y los anarquistas, en forma más crítica para difundir el comunalismo.

* Texto escaneado por Oveja Negra.

 Este apego a la competencia universal, ¿propicia una «libertad absoluta. -para citar a Hegel- que le quita a la sociedad libre la motivación, el sentido, y el propósito que le atribuimos a los efectos del conflicto y la oposición? Charles Taylor, en un trabajo reciente, ha planteado la posibilidad de una libertad que “no tiene contenido”, una libertad que presumiblemente concluirá en la subversión de la subjetividad misma. Este dilema de un mundo reconciliado que es aburrido y que carece de “situaciones” refleja la sensibillad agonística de la mente moderna. Lo que las preocupaciones de Taylor expresan es una crisis en la sensibilidad occidental: e conflicto entre la agresividad hacia la realidad y la reflexividad. Acaso necesitemos de la agresividad de Flchte para modificar al mundo enfermo en el que hoy vivimos, pero sin el equilibrio y la reflexión de Goethe como base de una sensibilidad ecológica, casi seguramente caeremos en una sociedad terrorista, que Taylor (no menos que Hegel) busca evitar. Ver Charles Taylor, Hegel y la sociedad moderna (New York, Cambrldge Unlverslty Press, 1979), págs. 154-160.

 Paul Brousse fue durante su juventud un anarquista de la mal llamada propaganda por el hecho, que consistía en atentar contra las cúpulas, a menudo responsables de masacres contra el pueblo (por ejemplo la Comuna de París). Brousse fue acusado de exaltar al regicidio en su periódico L'Avant Carde cuando Hoedel y Nobiling atentaron contra el rey de Prusia Gulllermo 1 en 1878. A los 38 años, en 1882, fundaría el Partido Socialista Posibilista, de carácter parlamentario, llamado Brousslsta. Murió en 1912. (N. del E.).

 (N. Del MCGG) Estás son tres características que Bookchin ve en las sociedades pre-civilización y analiza en anteriores capítulos de este libro. El concepto de humanidad universal, en cambio, es una noción de la que estas sociedades primitivas carecerían y en cuanto a la individualidad-socialización en estas sociedades primitivas u orgánicas, es un tema que trata en el segundo capítulo, La perspectiva de la sociedad orgánica.

 Como lo observa Ynestra King en un excelente artículo de Herejías (Vol. 4. n° 13): Actuando con plena conciencia de nuestras necesidades. Actuamos (como mujeres) en el interés de todos. Estamos en la línea divisoria biológica. Somos el lado menos racionalizado de la humanidad en un mundo excesivamente racionalizado, y sin embargo podemos pensar tan racionalmente como los hombres y quizás hasta alterar la idea misma de la razón. Como mujeres, somos una cultura naturalizada en el seno de una cultura definida contra la naturaleza. Si el antagonismo naturaleza-cultura es la contradicción fundamental de nuestra época. también es lo que une al feminismo y la ecología. y hace de las mujeres el sujeto histórico. Sin una perspectiva ecológica que establezca la interdependencia de los seres vivos. el feminismo está desarticulado».

 Se trata de la Revolución de los Claveles» en 1974.

 Sobre la Revolución española 1936-1939, consultar La CNT en la Revolución española, de José Peirats. Ediciones Madre Tierra, Móstoles, Madrid. También existe numerosa documentación bibliográfica en la Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo (FAL). Villaverde Alto, Madrid. El libro de Abel Paz. Durruti, editado por dicha Fundación posee una abundante bibliografía. (N. del E.).