LA MUJER*

LA MUJER ESCLAVA

Rene Chaughi

Desde que la humanidad existe, la mujer es esclava del hombre.

Hallándose aún a las tres cuartas partes del mono armados de colmillos y de zarpas, cubiertos de pelos, con las quijadas salientes y la frente deprimida, era natural que nuestros antepasados prehistóricos se portasen como fieras. Las hembras no serían para ellos más que presas, que se disputarían con la ferocidad propia del caso, sin cuidarse lo más mínimo de pedir el consentimiento a sus espantadas compañeras. Consideradas como botín de lucha tan arriesgada, era preciso que pagasen con su trabajo el alimento concedido por el amo, y éste se descargaba del trabajo propio que le desagradaba, imponiéndosele a la sierva. En los pueblos salvajes de la actualidad la mujer es considerada como una bestia de carga; entre los civilizados, su suerte ha cambiado poco.

Si el hombre primitivo se apoderaba de su esposa por la violencia, nosotros lo hacemos por la astucia, manteniéndola en completa ignorancia del matrimonio y de la vida y pidiéndole un consentimiento que, por sus condiciones especiales, resulta completamente falaz; sí aquél consideraba su compañera como propiedad suya, en igual concepto le tenemos nosotros; si sobre ella tenía derecho de vida y muerte, nosotros también. Aterrorizamos a la joven por medio de convencionalismos forjados por nosotros en nuestro provecho y hacemos otro tanto con la esposa valiéndonos de leyes sanguinarias. Queda, pues, en vigor el régimen de rapto y de violencia implantado por nuestros antepasados los monos.

Y sin embargo, nuestras mandíbulas han disminuido, nuestras garras de han convertido en uñas y nuestro cráneo se ha ensanchado y puesto que llegamos hasta pensar y racionar, bueno sería que conformásemos nuestros actos con nuestra razón y abandonásemos costumbres que proceden del tiempo que teníamos garras y colmillos. Toda nuestra vida social, la sexual particularmente, se funda en tradiciones bestiales y es preciso poner a eso un término.

Hay quien cree razonable retener la mujer en condición inferior, porque es más débil; lógica bestial siempre. Si las palabras derecho y deber no careciesen de sentido, sería preciso decir lo contrario: imponer más deberes a los fuertes y conceder más derechos a los débiles. La debilidad de la mujer es relativa: mujeres hay más robustas que muchos hombres. En muchas especies de animales, la hembra es tan fuerte como el macho y, en el combate, en muchas veces más terrible. La debilidad no es consecuencia necesaria de la función maternal. Si en la actualidad la mujer es algo más delicada que su compañero, quizá sea únicamente debido a una larga división del trabajo entre ellos; él dedicado a la guerra y a la caza, ella cuidando la casa y la cría. La fuerza muscular tiene poco importancia en la vida social contemporánea y no puede ser motivo de desigualdad; lo que importa es la energía nerviosa; el cerebro que piensa y que quiere es lo que vale, y de que el sistema nervioso de la mujer no fuese capaz de tanto pensamiento y voluntad como el del hombre, no puede deducirse que aquélla haya de ser tenida en tutela. Lo que en este punto hay de positivo es que, como todos los seres vivientes, la mujer tiene en sí posibilidades; déjesela desarrollarse libremente, como juez único de los que puede y debe hacer.

Siempre sucedió lo mismo: los nobles no querían que los burgueses se emancipasen, se creían superiores a ellos; los burgueses no quieren que los trabajadores se emancipen, también se creen superiores; los militares quieren elevarse sobre los hombres civiles; lo mismo piensan los curas sobre los laicos; los civilizados miran despreciativamente a los salvajes sin tener en cuenta que la distancia que les separa es cuestión de tiempo, un simple accidente de la evolución general. Cada nación se cree superior a las otras, cada uno de nosotros se juzga más sensato que el resto de los humanos, y la creencia del hombre en su superioridad sobre la mujer no tiene más serio fundamento: es una mezcla del error egocéntrico y del deseo de dominio.

Sí, sobre todo del deseo de dominio. A la simple lectura del Código se ve claramente que los hombres han hecho las leyes: la manera con que los legisladores hablan de los derechos y de los deberes de cada uno de los esposos, el diferente modo con que consideran el adulterio del uno y de la otra, las disposiciones relativas a la madre soltera y al hijo natural, resultan verdaderamente chocantes, producto de un egoísmo necio que casi es perdonable por lo cándido. Así, por ejemplo, mientras el poder legal del marido es casi ilimitado, el de la esposa es nulo; ella le pertenece, pero él a ella no; del capricho del hombre depende que la mujer sea feliz o desgraciada por toda su vida, porque la ley que la entrega no la defiende, pudiendo decirse con toda verdad que la mujer del día, lo mismo que la de las edades prehistóricas, no es una persona sino una cosa apropiada. Para que el amor nazca y persista entre ese amo y esa sierva son necesarias circunstancias bien excepcionales; a falta de ellas, casi nunca hay amor, sólo hay cambio de dos deseos momentáneos, u otra cosa peor: brutalidad y sumisión.

Huyendo del estado humillante de cosa poseída, la mujer trata de emanciparse de la tutela masculina y vivir del propio trabajo, pero también en este punto se encuentra en frente de su arrogante amo que, en pago de trabajos pesadísimos, le ofrece salarios miserables. ¡Siempre el fuerte esclavizando al débil! ¡Siempre subsistente la vieja tradición simia!

Cada vez que la mujer trata de emanciparse y quiere salir del estado de cosa para elevarse al de persona, el hombre se esfuerza por impedirlo; no quiere que desarrolle sus facultades para convertirse en su igual. Los diputados no quieren mujeres electoras ni elegibles; los magistrados rechazan las abogadas; los médicos no gustan de profesoras ni agregadas; en la Escuela de Bellas Artes los alumnos han obligado a despedir a las alumnas, y, no obstante, a pesar de tan obstinada resistencia y de tantas dificultades, no pocas mujeres cultivan las ciencias, las letras y las artes, y a veces mejor que los hombres.

No hay que disimularlo: en el fondo el hombre desprecia a la mujer y la galantería que con ella usa no pasa de abominable hipocresía, destinada a disfrazar la condición de esclava en que con tanta crueldad la mantiene. Bajo cierto barniz aparatoso se halla siempre el amo vil y feroz.

Ese desdén se refleja hasta en el lenguaje. Para significar todos los seres de nuestra especie, decimos: el hombre, los hombres, la humanidad; la mujer va comprendida a título de accesorio que no hay necesidad de mencionar. Más aún: gramaticalmente, un adjetivo ha de concordar en género y número con el sustantivo correspondiente; pero si se juntan muchos nombres que hayan de calificarse con un solo adjetivo y la mayor parte son femeninos, con que haya uno solo masculino, el adjetivo concordará en masculino; por ejemplo: «la cartera, la pluma, la tinta y el lápiz, son buenos»; el alumnos que en unos exámenes dijera: son buenas y bueno, recibiría calabazas, impuestas por un tribunal de doctores en los cuales influiría más el origen bestial del mono que el ideal de justicia.

Cuando el hombre afirma que ha excluido a la mujer de la vida social a causa de la delicadeza de su organismo, miente; porque si eso fuera cierto, hubiera reservado para sí todos los trabajos penosos o repugnantes, lo que dista mucho de ser cierto, y hubiese dejado para su amiga los trabajos sedentarios, con preferencia el estudio. Precisamente desde el origen de las sociedades el hombre se ha opuesto con especial empeño a que la mujer se instruyera, porque esclavo instruido es mal esclavo.

La educación de la joven es aprendizaje de doméstica; se desarrollan sus aptitudes con idea de formarla para un amo; se le enseña lo preciso para que no cometa muchas faltas de ortografía y que no parezca demasiado tonta en una conversación; se consiente en enseñarle algún arte de adorno, el piano, por ejemplo, que afecta poco a las prerrogativas masculinas; pero se guardarán bien de iniciarla en las ciencias, que le abrirían los ojos acerca de las mentiras religiosas y sociales, fundamentos de su servidumbre, ni de interesarla en la vida pública, para evitar que sienta las inspiraciones de la rebeldía.

Si la encierra en la casa entre las cacerolas y las labores frívolas; se embrutece su inteligencia con lecturas necias; se envilece su carácter por la costumbre de la obediencia. ¡Obedecer! tal es, desde su más tierna infancia, el objeto constante de su vida. Al mismo tiempo se desvía su sentido moral por exhortaciones tenidas por virtuosas, que en realidad son degradantes… Ocultándole la verdad y reglamentando sus lecturas, se le ultraja; se le hace la injuria de suponer que, entregada a sí misma, sería incapaz de contenerse; se le considera, con el cristianismo, como un ser impuro. Envilecida en su cuerpo y, lo que es peor, en su cerebro, la mujer es presa de todas las supersticiones y de todos los prejuicios.

Eso no debe ser: la mujer, como el hombre, debe recibir una educación resueltamente científica; las ciencias, y sobre todo las ciencias naturales, son indispensables a la mujer; primero, para limpiar de una vez para siempre su cerebro de todas las sandeces religiosas; después porque habiendo de crear a los hijos, necesita saber que es un organismo, la vida, el amor y la muerte. ¿Cómo puede cuidar un niño si ignora la anatomía, la fisiología y la medicina? Convendría que los jóvenes de ambos sexos hiciesen una estancia en los hospitales y aprendiesen, además del arte de curar, el respeto al dolor humano. ¡Cuánto más valdría eso que los cursos de piano para las unas y el cuartel para los otros!

Después de siglos y siglos de esclavitud, ha conservado costumbres, pensamientos y gustos de esclava. Observadla: en la más honesta encontraréis huellas de venalidad, aunque sólo sea respecto de su marido. Al ofrecimiento de un vestido nuevo, de un regalo cualquiera, se manifiesta más cariñosa, lo que es vergonzoso. Como todos los esclavos, aplaude el éxito, y prefiere la medianía que llega a brillar el mérito positivo que permanece oscurecido; siente necesidad insana de aparentar, de atraer las miradas, de dominar, de humillar. Como los salvajes, gusta de dorados, cristalería y relumbrones inútiles; pasa horas enteras frente a los escaparates de joyería admirando cosas feas pero brillantes; se cubre de collares, brazaletes, sortijas, pendientes, cintas y perifollos que no tienen razón de ser, pero que cuestan mucho y dificultan la lucha por la vida.

Su toilette no es otra cosa que un desafío a la higiene y al buen sentido; lleva plumas en la cabeza como los salvajes (y nuestros militares). Como los salvajes usa amuletos portadores de buena ventura; se pinta ojeras y colorea las mejillas y los labios; se deforma y se mutila; se agujera las orejas para llevar colgantes, y gracias que haya perdido la costumbre de horadarse las narices y los labios, lo que supone un progreso. Mete sus pies en calzados extravagantes impropios para la marcha; comprime sus pulmones y su estómago en un corsé que compromete su salud y la de sus hijos, si puede ser madre. Pero todo ello le importa poco: en los cerebros que la esclavitud ha deprimido, la vanidad es lo primero.

Es menester que eso acabe. Es preciso que la mujer tenga conciencia de sí misma, que se avergüence de su estado actual y que se niegue a ser una muñeca lujosa o una doméstica y sobre todo una cosa apropiada. Urge que aprenda que no hay dignidad posible ni menos moralidad para un ser consciente más que en la libertad en la plena posesión de sí mismo; que quiera ser libre, y lo será. La mujer libre es una revolución en el mundo cuyas consecuencias son incalculables: es el fin de las religiones, que sólo por ella subsisten, y por ella dominan aún al niño y al hombre, es también el fin de la guerra, que detestan cordialmente las esposas y las madres, porque aquélla es asesina de maridos y de hijos; la adaptación de la mujer a las tareas humildes de la servidumbre ha producido algo bueno, le ha hecho perder los hábitos de la brutalidad, el gusto del asesinato. La mujer instruida, apoyada en la vida social, es un medio de pacificación y desarme mucho más eficaz que las mentidas palabras de los déspotas; es su completa dignificación, a la par que el fin del reino de la violencia y del sacrificio de los débiles por los fuertes; es el advenimiento de la verdad, de la belleza y de la justicia.

La mujer libre es una humanidad nueva que surge y vive en la verdadera acepción de la idea de vida.

MUJER PÚBLICA

Confidencia recibida por Paul Robin

Digan lo que quieran las gentes preocupadas, nuestra profesión es análoga a la de todos los trabajadores. Nosotras nos esforzamos y nos consumimos produciendo amor para los que vienen a comprárnoslo, lo mismo que nuestras hermanas las llamadas virtuosas se consumen cosiendo, tejiendo, frotando madera o metales o sufriendo la fatiga y la humillación del servicio doméstico.

A los que osan decir que nuestro producto no es útil, podemos probar que los es tanto o más que los vestidos, el calzado, el mobiliario, sólo considerando que fue y es universalmente pedido, mientras que la mayor parte de los humanos han vivido y viven casi desnudos y sin muebles.

Nuestra profesión sufre la concurrencia de las mujeres legítimas. La principal diferencia de estas profesiones consiste en que nuestras concurrentes trafican al por mayor y nosotras al menudeo. Nosotras vendemos nuestra mercancía a todo el mundo; ellas la suministran a un contratista vitalicio, aunque sea tan repugnante siempre como nos lo parezca breve rato alguno de nuestros clientes.

Dicen que su mercancía es mejor que la nuestra; puede dudarse de ello al ver el número considerable de casados que vienen a pedirnos lo que probablemente su legítima no ha podido suministrarle.

En general, las aspirantes al matrimonio tienen en tan poca estimación su propio valor, que en lugar de hacerse pagar lisa y llanamente como nosotras, se ven obligadas a presentar un dote, es decir, una cantidad, para darse de balde y con dinero encima. Su valor es, pues negativo, menor que nada.

Es verdad que eso, verdaderamente en el fondo, resulta una apariencia en muchos casos, porque la casadera bien dotada cuenta siempre gastar mucho más para sus necesidades y caprichos que lo que representa el capital que aporta.

Se nos acusa de rapaces; se detallan, para vilipendiarnos, las astucias a que hemos de recurrir para sacar de clientes mezquinos la remuneración de nuestro trabajo; pero la mujeres legítimos no son menos astutas y rapaces; con la circunstancia de que emplean los mismos medios y aún otros más violentos para sacar dinero a su supuesto cliente único: en realidad roban impunemente.

Espantados de los escándalos que producirían esos hechos tan frecuentes, si se diese la publicidad de los tribunales a una parte de ellos, los legisladores, conservadores de la sociedad y de su buena fama (?) no reconocen el robo doméstico.

De vez en cuando se da el espectáculo grotesco de castigar infelices por complicidad en un acto culpable, cuyo principal autor no puede ser procesado; pero en cambio es de ver la cómica indignación y la virtuosa ferocidad con que se castiga a aquélla de entre nosotras que se alarga a buscar un suplemento de honorarios en el bolsillo de un repugnante borracho a que se ha visto precisada a entregarse.

Nuestro salario un pago del trabajo realizado, o el importe de la mercancía vendida, se paga al contado y si, con razón o sin ella, el cliente no queda satisfecho no vuelve más. Nosotras, las despreciadas, somos generalmente equitativas, siquiera sea por interés para conservar el parroquiano; pero las mujeres llamadas honradas, para suministrar lo justo en cantidad y en calidad, se acomodan a su conciencia y ésta es elástica.

Sabido en cuán poco amables son las relaciones ordinarias entre los casados después de una corta luna de miel; pues las relaciones amorosas han de parecerse necesariamente a las otras, peor aún, porque se ha de hacer acto de amor, de cariño, de complacencia y de condescendencia entre personas indiferentes o que se odian.

Los defensores de los viejos dogmas religiosos y políticos, a la vez que nos suministran abundantísima clientela, declaran nuestra profesión inmoral, y a nosotras por consiguiente; pero el calificativo que se nos aplique corresponde por igual a nuestros cooperadores. Cualquiera que sea el punto de vista moral desde el que se juzguen nuestros actos, la responsabilidad es idéntica para nosotras y para los que usan de nosotras; ellos y nosotras somos igualmente culpables o inocentes. Todo juicio contrario es absurdo e inicuo: si se condena, si se castiga uno de los dos actores necesarios para la realización de un acto, debe condenarse y castigarse igualmente al otro.

Si se quiere culpar, no el acto, sino la tendencia a cometerle, esta tendencia es seguramente más excusable en la obra impulsada por la necesidad de vivir, que en el que siente impulso de la voluptuosidad. Sin embargo, rechazando esa ventaja, nosotras, las malas, las despreciadas, nos atenemos generosa y prudentemente a la igualdad de responsabilidad, considerando que si la necesidad de amor carnal es menos imperiosa que el hambre, le sigue de cerca, y al fin lo mismo se muere el uno que el otro.

Pero ¿se ha de culpar a alguien? ¡No! La necesidad de amar ha de satisfacerse y si la penosa y dolorosa evolución de la humanidad la ha satisfecho mal hasta el presente, como tantas otros necesidades, esperemos, a pesar de los lamentables errores de lo pasado y de lo presente, que en lo futuro, en este punto como en otros, se llegará a la solución que dé a todos alegría sin mezcla de dolor alguno. ¡Es cosa tan fácil! La lamentable historia sexual de la humanidad en todos tiempos y lugares, ha agotado todos los absurdos y atrocidades imaginables, impuestos por la autoridad en sus concepciones más ineptas y crueles. La manera con que nos tratan en la actual civilización la autoridad y la opinión convencional, lo mismo que las leyes y costumbres que rigen y rodean la unión legal y su ruptura, el matrimonio y el divorcio, son abominables supervivencias de aquellas torturas universales.

La única solución no ensayada, la única buena, la única que puede dar satisfacción a todos, excepto a la loca minoría ávida de opresión, es la libertad, pura y simple, sin frases.

El número de hombres y mujeres en todas partes es, sensiblemente el mismo. Las pequeñas diferencias locales, tan dolorosas bajo el régimen de la pseudo monogamia y de la prostitución, carecerían de importancia en un régimen de verdadera libertad. Hay, pues, posibilidad de satisfacción sexual para todos, sin falta y sin exceso para nadie.

Para nosotras, como para todas, el amor sería una alegría y no una vergüenza o un tormento. Honroso en todo caso, sería honrado siempre; siempre verdaderamente libre, jamás forzado, nunca esclavo ni mercenario.

Esta idea desagrada a los que practican o, por mejor decir, profesan por interés una moral basada sobre concepciones extraterrestres que no confirman la observación ni la experiencia, ni justifican los resultados. Que los retrasados practiquen el ascetismo que predican, si eso les agrada, pero no lo impongan a los demás. Mejor aún, que la totalidad humana, inspirada en la razón, rechace toda imposición; que cada uno sea dueño de sus destinos en el límite de las posibilidades naturales, no añadiendo ineptas fantasías individuales a las dificultades naturales, fatales, manantiales desgraciadamente fecundos de miserias variadas.

Examinemos ahora dos de éstas, la menor, aunque reputada la más grave.

La naturaleza madrastra nos ha colmado de enfermedades de toda especie. Entre las más horribles hay una que vicia rápidamente todo el organismo; sus manifestaciones son úlceras duraderas, chancros roedores, múltiples abscesos, la caída de dientes y pelos e intolerables dolores que parecen moler los huesos. A veces se cree el paciente curado; pero frecuentemente es una vana esperanza, porque transcurridos meses y aún diez o veinte años de curación aparente, se manifiestan accidentes secundarios y terciarios peores que los primarios.

Ese mal sirve de principal pretexto a los legisladores masculinos para ponernos absolutamente fuera de la ley y entregarnos a la arbitrariedad con que se trata a las fieras. No recordaremos los horribles suplicios inflingidos apenas hace un siglo a las pobres enfermas; basta exponer que actualmente aún esas enfermedades especiales se consideran como crímenes; sus hospitales son cárceles ante todo. Ciertamente suele encontrarse en ellos médicos y practicantes sensatos, pero lo más corriente es que la enferma sea objeto de experimentos crueles, y, en cuanto su estado lo permite, es objeto de una vergonzosa especulación que los príncipes de la ciencia y los honrados administradores de aquellos establecimientos no ignoran. Con ley o sin ley denominada con estudiada oscuridad «de enfermedades contagiosas», se emplean todos los medios, lícitos o no para impedirnos comunicar con los hombres, como si se ignorara que los hombres nos han contagiado, siendo ellos más culpables que nosotras, porque la forma de sus órganos les permite reconocer el mal antes que nosotras, y sin considerar que cuando ellos nos emponzoñan casi siempre lo saben, y aun lo hacen expresamente, mientras que en la inmensa mayoría de casos, nosotras causamos la infección sin saberlo y contra nuestra voluntad, y si hay mujeres que cometan tal vileza, todavía cae la responsabilidad sobre los hombres, pues lo hacen por una tradición según la cual sólo se trata de una broma pesada. Muchos tienen la infame preocupación de creer que transmitiendo su mal a una virgen quedan curados. ¡Véase qué origen tan criminal de violaciones!

¿Hay quién piense en castigar en los hombres tales crímenes voluntarios, premeditados y alevosos? No hay ley que lo castigue. Por el contrario, nosotras que seríamos dichosas si pudiéramos recibir los simpáticos socorros de verdaderos sabios, estamos sometidas, so pretexto de salubridad, a unas visitas tan vejatorias como inútiles. Que se nos guíe; que se nos enseñen todas las precauciones higiénicas, que podamos consultar siempre al práctico benévolo, al consejero amigo, ¡qué mejor! Pero no; visitas forzosas, periódicas, hechas de cualquier modo, con espéculums sucios, propagadores del contagio y que parecen destinados a la diversión de unos polizontes y de una comparsa pseudo médica, y luego, al tun tun, secuestro, prisión, asistencia brutal.

La preñez es el fantasma terrorífico, porque envenena la vida de toda mujer que apenas se basta a sí propia y que tiembla al pensamiento de aumentar su miseria, y, más aún, de asociar a ella un hijo que no podría soportarla. Ese peligro amenaza más a las mujeres semivirtuosas. En general, el exceso de actividad sexual nos hace infecundas; pero esa triste esterilidad no tiene siquiera la ventaja de ser segura; estamos menos expuestas, pero lo estamos aún. El consuelo que pudiera proporcionarnos la ilusión de una criaturilla hermosa saludable y bien cuidada, se desvanece al contacto de la realidad, que demuestra que un hijo nos imposibilitaría nuestro recurso de existencia, y no ofrecería a nuestros infelices vástagos más que las miserias de la buhardilla y de la calle, y después el inevitable destino de ser de lo más miserable entre los parias; las niñas siguiendo la misma suerte que su madre, los niños pasando a formar en el grupo despreciable de sayones que al servicio de la autoridad nos explotan, nos torturan o nos asesinan.

Los más furiosos apóstoles de la procreomanía recomiendan la fecundidad hasta reventar a las otras mujeres; jamás recurren a buscar partidarios entre nosotras. Todos admiten que hacemos bien en ser estériles; pero ninguno, siquiera sea por humanidad o por falsa moral, piensa en suministrarnos los medios. Hay médicos que sobre este asunto sueltan las bromas más vulgares y estúpidas, pero nadie piensa en instruirnos. La policía, tan molesta e impertinente siempre, jamás piensa en obligar a nuestros patronos o explotadores a que nos suministren los medios de higiene sexual, aparatos o productos, más necesarios para nosotras que para las demás; es difícil, si no es imposible, instalarlos por nosotras mismas en los tugurios que se nos abandona y de que los propietarios, intermediarios y polizontes sacan grandes beneficios.

Si existiese una administración verdaderamente benévola y tutelar (¡hipótesis absurda!) eso sería su primer cuidado, porque al mismo tiempo que nos salvaría de una maternidad odiosa, nos pondría perfectamente al abrigo del contagio, y con nosotras se librarían también los hombres cuya seguridad sola les interesa. Los preservativos son los mismos para los dos males; pero no solamente se nos enseñan, sino que los aprendemos únicamente por tradición, mezclados con absurdos inútiles o perjudiciales, y por añadidura se persigue a los propagadores de arte tan estimable. Los filántropos, guiados por sentimientos humanitarios más aún que los explotadores a quienes inspira el cebo de la ganancia, son objeto de las calumnias y de las tropelías de los locos que gobiernan el mundo.

¡Mujeres que sufrís el triste y peligroso trabajo del amor forzado, sin voluntad; mujeres creadoras involuntarias de innumerables miserias, destinadas a sufrir y morir, atormentadas por el temor de aumentar el número de las víctimas y la intensidad de los sufrimientos, y vosotras, desgraciadísimas, que envejecéis desamparadas, ansiando en vano un poco de esas voluptuosidades cuyo exceso nos abruma, y cuya regular distribución causaría vuestra felicidad y la nuestra! ¡Unámonos para el buen combate! ¡Conquistemos para todas juntas alegría, seguridad, maternidad dulce y libremente consentida en los límites que indican la procedencia y la ciencia tutelares! ¡Que nuestros sucesores vean, en medio de la abundancia maternal del afecto de todos para todos, del culto de todo lo que es verdadero y bello, el principio tan deseado de la era de felicidad universal!


* Traducción de Anselmo Lorenzo. Digitalización KCL.