La democracia en las sociedades industriales

 Enero de 1989, Z magazine

Ninguna creencia relativa a la política exterior de los Estados Unidos está más arraigada que la expresada por el corresponsal diplomático del New York Times Neil Lewis, citada con anterioridad: «El ansia de ver duplicada en todo el mundo la democracia al estilo norteamericano ha sido un tema persistente en la política exterior de los Estados Unidos». Normalmente, esta tesis ni siquiera se explícita, siendo meramente supuesta como base para un discurso razonable sobre el papel de los Estados Unidos en el mundo.

La fe en esta doctrina puede parecer sorprendente. Incluso un examen superficial de los datos históricos revela que un tema persistente en la política exterior norteamericana ha sido la subversión y el derrocamiento de regímenes parlamentarios y el recurso a la violencia para destruir aquellas organizaciones populares que podrían ofrecer a la mayoría de la población una oportunidad de entrar en la escena política. Sin embargo, la doctrina convencional es sostenible en un aspecto. Si por «democracia al estilo norteamericano» entendemos un sistema político con elecciones regulares pero ningún desafío serio para el dominio empresarial, es indudable que los políticos estadounidenses ansían verlo establecido en todo el mundo. En consecuencia, esta doctrina no resulta afectada por el hecho de ser constantemente violada con arreglo a una interpretación distinta del concepto de democracia: un sistema en el que los ciudadanos pueden desempeñar un papel destacado en la gestión de los asuntos públicos.

Este marco analítico de la política y su imagen ideológica está confirmado como una buena primera aproximación. Adoptando la idea básica, no esperamos que los Estados Unidos se opongan sistemáticamente a los sistemas parlamentarios. Por el contrario, éstos serán aceptados, incluso preferidos, si se satisfacen las condiciones fundamentales.

1. LA PREFERENCIA POR LA DEMOCRACIA

En los estados clientes del Tercer Mundo, la preferencia por los sistemas democráticos suele ser, en gran parte, una cuestión de relaciones públicas. Pero allí donde la sociedad es estable y el privilegio es seguro, entran en juego otros factores. Los intereses empresariales tienen una actitud ambigua hacia el Estado. Quieren que éste subvencione la investigación y el desarrollo, la producción y la exportación (el sistema del Pentágono, gran parte del programa de ayuda externa, etcétera), regule los mercados, garantice un ambiente favorable para las operaciones empresariales en el extranjero, y que, en muchos otros aspectos, sirva de Estado del bienestar para los ricos. Pero no desean que el Estado tenga poder para interferir en las prerrogativas de propietarios y directivos. Esta última preocupación da lugar al apoyo de las formas democráticas, siempre y cuando el dominio del sistema político por parte de las empresas esté asegurado.

Si un país satisface ciertas condiciones básicas, los Estados Unidos toleran los sistemas democráticos, aunque en el Tercer Mundo, donde es difícil garantizar unos buenos resultados, ello sucede con frecuencia sólo a duras penas. Pero las relaciones con el mundo industrial muestran claramente que el gobierno de los Estados Unidos no se opone a los sistemas democráticos como tales. En las democracias occidentales estables y dominadas por las empresas, no es de prever que los Estados Unidos desarrollen programas de subversión, terror o ataque militar como ha sido común en el Tercer Mundo.

Aunque puede haber algunas excepciones. Así, hay pruebas de implicación de la CIA en un virtual golpe que derrocó al gobierno laborista de Whitlam en Australia, en 1975, cuando se temía que aquél interfiriera con las bases militares y de los servicios de inteligencia de Washington en Australia. La interferencia a gran escala de la CIA en la política italiana ha sido del dominio público desde que el informe Pike del Congreso, que citaba una subvención de casi 65 millones de dólares a partidos y afiliados políticos aprobados, desde 1948 hasta principios de los años setenta, fue filtrado en 1976. En 1976, cayó en Italia el gobierno de Aldo Moro tras las revelaciones de que la CIA había gastado 6 millones de dólares en apoyar a candidatos anticomunistas. En aquella época, los partidos comunistas europeos avanzaban hacia la independencia de acción con tendencias pluralistas y democráticas (eurocomunismo), proceso que no gustaba ni a Washington ni a Moscú, observa Raymond Garthoff, ninguno de los cuales podría «haber deseado ver nacer entre ellos a una panEuropa independiente basada en el nacionalismo local». Por estos motivos, ambas superpotencias se opusieron a la legalización del Partido Comunista de España y a la creciente influencia del Partido Comunista en Italia, y ambas prefirieron gobiernos de centroderecha en Francia. El secretario de Estado, Henry Kissinger, describi6 el «principal problema» de la alianza occidental como «la evolución interna en muchos países europeos», que podía hacer a los partidos comunistas occidentales más atractivos para el público, alimentando movimientos favorables a la independencia y amenazando la alianza de la OTAN. En aquellos años, «los Estados Unidos dieron una mayor prioridad al propósito defensivo de proteger a la alianza occidental y a la influencia norteamericana en la misma, que a los intereses defensivos de debilitar la influencia soviética en el Este», concluye Garthoff en su extenso estudio de aquel período. La frase «propósito defensivo de proteger a la alianza occidental» se refiere a la defensa del privilegio existente ante la amenaza de un desafío interno. Este era el contexto para una nueva interferencia de la CIA en las elecciones italianas, y posiblemente mucho más. (1)

En julio de 1990, el presidente Cossiga de Italia solicitó una investigación de las acusaciones difundidas por la televisión estatal de que la CIA había pagado a Licio Gelli para que fomentara actividades terroristas en Italia a finales de los años sesenta y setenta. Gelli era el jefe de la logia masónica secreta Propaganda Due (P2) y durante mucho tiempo se había sospechado que desempeñaba un papel fundamental en el terrorismo y otras actividades criminales. En aquella época, según un informe del Parlamento italiano de 1984, la P2 y otros grupos neofascistas que colaboraban estrechamente con elementos del ejército y de los servicios secretos italianos estaban preparando un golpe inminente para imponer un régimen de ultraderecha y bloquear a las crecientes fuerzas de la izquierda. Un aspecto de estos planes era una «estrategia de tensión», que implicaba importantes acciones terroristas en Europa. Estas nuevas acusaciones fueron efectuadas por Richard Brenneke, quien afirma haber trabajado para la CIA como funcionario contratado y quien sostuvo que las conexiones entre la CIA y la P2 se extendían a lo largo de más de veinte años e implicaban unos pagos de 10 millones de dólares. Los estrechos vínculos entre Washington y la ultraderecha italiana se remontan al fuerte apoyo prestado a la toma fascista del poder por Mussolini en 1922. (2)

No obstante, la norma ha sido un apoyo general a las democracias industriales.

La evidencia histórica, claro está, debe ser evaluada con cierta atención. Una cosa es derrocar al gobierno democrático de Guatemala y mantener el dominio de una serie de gángsters sanguinarios durante tres décadas o ayudar a establecer la base para un golpe y para una exitosa matanza masiva en Indonesia. Repetir estos éxitos en sociedades relativamente bien establecidas sería una cuestión bastante distinta; el poder de los Estados Unidos no llega tan lejos. No obstante, sería un error suponer que sólo la falta de medios impide a los Estados Unidos derrocar a los gobiernos democráticos de las sociedades industriales en favor de cfictaduras militares o democracias de los escuadrones de la muerte según el modelo latinoamericano.

La época posterior a la segunda guerra mundial resulta esclarecedora en estos aspectos. Con unas ventajas económicas y militares sin precedentes, los Estados Unidos se estaban preparando para convertirse en la primera potencia verdaderamente global. Existen extensos informes sobre el pensamiento de los directivos empresariales y estatales mientras proyectaban un orden mundial que se adaptara a los intereses que representan. Aunque está sujeta a interpretaciones variables, la evidencia facilita, no obstante, una visión interesante de las complejas actitudes de las elites estadounidenses hacia la democracia, en un momento en que los Estados Unidos estaban en situación de influir en el orden interno de las sociedades industriales.

 

2. Las IDEAS GENERALES

Tomando como antecedentes históricos generales el esbozo del capítulo I, sección 5, vamos a centramos en la preocupación fundamental de los planificadores globales mientras se enfrentaban al problema de reconstruir un mundo arrasado por la guerra: las sociedades industriales que habrían de constituir el núcleo del sistema mundial. ¿Qué podemos aprender de esta experiencia sobre el concepto de democracia tal como lo entendían los arquitectos del nuevo orden mundial y sus herederos?

Un problema que surgió a medida que las diversas zonas eran liberadas del fascismo fue que las elites tradicionales habían sido desacreditadas, mientras que el movimiento de la resistencia, basado en su mayor parte en grupos que se interesaban por la clase trabajadora y por los pobres y, a menudo, comprometido con alguna versión de la democracia radical, había conseguido prestigio e influencia. El dilema fundamental fue articulado por el asesor de confianza de Churchill, el primer ministro surafricano Jan Christiaan Smuts, en 1943, respecto del sur de Europa:

«Ahora que la política anda suelta entre esas gentes – dijo –, podríamos tener una ola de desorden y comunismo general.»(3) Aquí, la palabra «desorden» se entiende como una amenaza para los intereses de los privilegiados, y «comunismo», de acuerdo con la convención habitual, hace referencia al hecho de no interpretar la «democracia» como el dominio de la elite, cualesquiera que sean los demás compromisos de los «comunistas». Ahora que la política anda suelta, nos enfrentamos a una «crisis de democracia», según los sectores privilegiados la han entendido siempre.

Aparte del enfrentamiento entre superpotencias, los Estados Unidos estaban comprometidos con la restauración del orden conservador tradicional. Para lograr este objetivo, era necesario destruir la resistencia antifascista, a menudo en favor de colaboradores nazis y fascistas, para dehilitar a los sindicatos y demás organizaciones populares y bloquear la amenaza de la democracia radical y la reforma social, que eran opciones reales dada la situación de la época. Estas políticas fueron adoptadas en todo el mundo: en Asia, incluyendo a Corea del Sur, las Filipinas, Tailandia, Indochina y, fundamentalmente, el Japón; en Europa, incluyendo a Grecia, Italia, Francia y, fundamentalmente, Alemania; en América Latina, incluyendo lo que la CIA consideró como una de las más graves amenazas en aquellos tiempos, el «nacionalismo radical» en Guatemala y Bolivia.(4) En ocasiones, la tarea requirió una considerable brutalidad. En Corea del Sur, a finales de los años cuarenta aproximadamente 100.000 personas fueron asesinadas a manos de las fuerzas de seguridad instaladas y dirigidas por los Estados Unidos. Ello sucedió antes de la guerra de Corea, que Jon Halliday y Bruce Cumings describen como «esencialmente» una fase – marcada por una masiva intervención externa – de «una guerra civil librada entre dos fuerzas internas: un movimiento nacionalista revolucionario, que tenía sus orígenes en una dura lucha anticolonial, y un movimiento conservador, vinculado al status quo, especialmente al desigual sistema agrario», restaurado en el poder bajo la ocupación norteamericana. (5) En Grecia, en esos mismos años, cientos de miles de personas fueron asesinadas, torturadas, encarceladas o expulsadas en el curso de una operación contrarrevolucionaria, organizada y dirigida por los Estados Unidos, la cual restauró a las elites tradicionales en el poder, incluyendo a colaboradores nazis, y reprimió a las fuerzas campesinas y obreras dirigidas por los comunistas, que habían luchado contra los nazis. En las sociedades industriales, se lograron los mismos objetivos fundamentales, pero por medios menos violentos.

En pocas palabras, en ese momento de la historia, los Estados Unidos se enfrentaban al clásico dilema de efectuar también una intervención al estilo del Tercer Mundo en grandes áreas del mundo industrializado. La situación de los Estados Unidos era «políticamente débil», aunque militar y económicamente fuerte. Las opciones tácticas se determinan mediante una valoración de los puntos fuertes y los puntos débiles. Las preferencias se han inclinado, de forma bastante natural, por el uso de la fuerza y por medidas de guerra y estrangulamiento económico, donde los Estados Unidos han dominado siempre. A principios del período posbélico, este fue un problema global. Las opciones tácticas observaron en su mayor parte estas condiciones generales, adaptadas a circunstancias particulares.

Estos temas son esenciales para una buena comprensión del mundo contemporáneo. La historia verdadera puede descubrirse en estudios especializados dedicados a puntos particulares de lo que fue, en realidad, una pauta altamente sistemática.(6) Pero ésta no es fácilmente accesible al público general, al cual se le ofrece una versión muy distinta del cuadro general y de los casos particulares incluidos en el mismo. Tomemos el caso de Grecia, la principal intervención posbélica y un modelo para gran parte de lo que sucedió con posterioridad. Los Estados Unidos y el mercado mundial están llenos de materiales como la novela bestseller y película Eleni de Nicholas Gage, que informa sobre los horrores de la resistencia dirigida por los comunistas. Pero los informes del mundo académico griego o incluso los informes norteamericanos que dan una idea radicalmente distinta y que cuestionan seriamente la veracidad incluso del caso especial de Gage se desconocen. En Gran Bretaña, un canal de televisión independiente intentó hacer posible, en 1986, que las voces de la resistencia griega antinazi dirigida por los comunistas, derrotados por las campañas posbélicas británicas y norteamericanas, fueran escuchadas por vez primera y presentaran su visión de estos acontecimientos. Esta tentativa suscitó una histérica respuesta de la clase política, que exigió la supresión de esta visión «parcial» inconsistente con la doctrina oficial que, hasta entonces, había dominado incontestada. El antiguo director del servicio de inteligencia política de Atenas, Tom McKitterick, apoyó la emisión, señalando que «durante años, se nos ha dado a conocer una visión parcial y esta serie era una valiente tentativa de restaurar el equilibrio». Pero el contraataque de la clase política prevaleció en un impresionante despliegue de la mentalidad totalitaria y su poder en el Occidente liberal. Se impidió la retransmisión del documental o su venta en el extranjero, particularmente en Grecia – este es sólo un ejemplo de una larga historia de represión.(7) En el sistema internacional considerado por los planificadores estadounidenses, las potencias industriales habían de reconstruirse, restaurando esencialmente el orden tradicional e impidiendo todo desafío para el dominio empresarial, pero ocupando ahora un lugar dentro de un sistema mundial regulado por los Estados Unidos. Este sistema mundial debía adoptar la forma de un internacionalismo liberal guiado por el Estado, asegurado por el poder de los Estados Unidos para obstaculizar a las fuerzas que pudieran interferir y gestionado a través de gastos militares, lo cual demostró ser un factor crucial en la estimulación de la recuperación industrial. El sistema global fue creado para garantizar las necesidades de los inversores estadounidenses, quienes se esperaba prosperarían bajo las circunstancias dominantes. Esta era una expectativa plausible en aquella época y fue abundantemente satisfecha. Europa, fundamentalmente la República Federal de Alemania, no se convirtió en un factor significativo en la producción y el comercio mundiales hasta finales de los años cincuenta.(8) Y hasta que la guerra del Vietnam modificó la estructura de la economía mundial en beneficio de sus rivales industriales, el problema al que se enfrentaba el gobierno de los Estados Unidos por lo que respecta al Japón era cómo garantizar la viabilidad de su economía. La inversión extranjera, altamente rentable, creció rápidamente y, en una primera fase, las corporaciones transnacionales, fundamentalmente aquellas con sede en los Estados Unidos, se expandieron y prosperaron.

3. Los "GRANDES TALLERES": EL Japón

Dentro del mundo industrial, se entendía que los «líderes naturales» eran Alemania y el Japón, que habían demostrado su habilidad durante la guerra. Eran los «mayores talleres de Europa y Asia» (Dean Acheson). Por consiguiente, era de vital importancia garantizar que su reconstrucción seguía una dirección correcta y que seguían dependiendo de los Estados Unidos. En consecuencia, el comercio entre el este y el oeste y los avances hacia una détente europea siempre han sido considerados con cierta preocupación. Se realizaron también grandes esfuerzos para evitar una renovación de las relaciones comerciales tradicionales entre el Japón y China, particularmente en los años cincuenta, mucho antes de que también China se integrara en el sistema global dominado por los Estados Unidos. Un objetivo fundamental de la estrategia diplomática norteamericana, explicado en líneas generales por John Foster Dulles en una reunión regional a puerta cerrada de embajadores norteamericanos en Asia en marzo de 1955, era «desarrollar mercados para el Japón en el sureste asiático con el fin de contrarrestar los esfuerzos comerciales comunistas y fomentar el comercio entre el Japón y los países del sureste asiático», escribió Chitoshi Yanaga en los años sesenta. La conclusión general es ampliada por la documentación posteriormente dada a conocer en los Papeles del Pentágono y otros documentos. La intervención norteamericana en el Vietnam fue inicialmente motivada, en gran medida, por tales preocupaciones.(9)

En aquellos tiempos, el Japón no era considerado como un competidor serio: podemos rechazar las fantasías autocomplacientes sobre cómo la recuperación y la competencia japonesas demuestran que los Estados Unidos se mostraron desinteresados en la planificación posbélica. Se daba por sentado que el Japón recuperaría, de un modo u otro, su estatus de «taller de Asia» y se situaría en el centro de algo así como la «esfera de coprosperidad» que el fascismo japonés había intentado crear. Las alternativas realistas, se suponía, eran que este sistema sería incorporado al orden global de los Estados Unidos o que sería independiente, bloqueando posiblemente la entrada de los Estados Unidos, y tal vez vinculado incluso a la Unión Soviética. En cuanto al propio Japón, la perspectiva generalmente prevista era que podría producir «baratijas» y otros productos para el mundo subdesarrollado, como dedujo una misión de investigación estadounidense en 1950.(10)

En parte, la evaluación que descartaba las perspectivas del Japón se basaba en el fracaso de la recuperación industrial japonesa previa al estímulo económico de los suministros militares para la guerra de Corea. En parte, hubo un indudable elemento de racismo – ilustrado, por ejemplo, en la reacción de la comunidad empresarial ante las leyes laborales democráticas introducidas por la ocupación militar estadounidense. Las empresas en general se opusieron a dichas leyes, que fueron enérgicamente denunciadas por James Lee Kauffman, uno de los miembros influyentes del grupo de presión empresarial que trabajaba para impedir la democratización del Japón. Representando a industriales interesados en una mano de obra barata y dócil, escribió indignadamente en 1947 que los trabajadores japoneses tenían que ser tratados como menores. «Pueden imaginarse lo que pasaría en una familia de niños de diez años o menos si, de repente, se les dijera ... que podían administrar la casa y sus propias vidas como quisieran.» La mano de obra japonesa se había vuelto «completamente salvaje», escrihió. «Si alguna vez han visto a un indio americano gastando su dinero poco después de que se haya descubierto petróleo en su propiedad, tendrán alguna idea de cómo está utilizando la ley laboral el trabajador japonés.» Las actitudes racistas del general MacArthur, procónsul norteamericano para el Japón después de la segunda guerra mundial, eran notorias. Así, en una declaración ante el Congreso en 1951, dijo que «según los criterios de la civilización moderna, serían como un niño de doce años en comparación con nuestro desarrollo de cuarenta y cinco años», hecho que nos permitía «implantar allí conceptos básicos»: «Estaban todavía lo bastante cerca de los orígenes como para ser elásticos y poder aceptar nuevos conceptos». En años más recientes, el cumplido ha sido devuelto por comentaristas japoneses de derechas sobre la cultura y la sociedad de los Estados Unidos.(11)

Sin embargo, algunos previeron problemas más adelante, especialmente el influyente planificador George Kennan, quien recomendó que los Estados Unidos controlaran las importaciones japonesas de petróleo con el fin de mantener un «poder de veto» sobre el Japón, consejo que fue adoptado.(12) Esta es una de las muchas razones por las que los Estados Unidos han estado tan preocupados por controlar las reservas petrolíferas de Oriente Medio durante todo el período posbélico, y, presumiblemente, también uno de los motivos de la renuencia japonesa a seguir las iniciativas de los Estados Unidos por lo que respecta a los problemas en dicha zona.

En el Japón, los Estados Unidos pudieron actuar unilateralmente, habiendo excluido a sus aliados de todo papel en la ocupación.(13)  El general MacArthur fomentó pasos hacia la democratización, aunque dentro de unos límites. La acción obrera militante fue impedida, incluyendo ciertos intentos de establecer el control de los trabajadores sobre la producción. Incluso estos pasos parciales hacia la democracia escandalizaron al Departamento de Estado, a las corporaciones norteamericanas, a los líderes laboristas y a los medios de comunicación de los Estados Unidos. George Kennan y otros previnieron contra un fin prematuro de la ocupación antes de que la economía fuera reconstruida bajo un gobierno conservador estable. Estas presiones dieron lugar a la «marcha atrás» de 1947, que aseguró que no habría ningún desafío serio para el dominio del gobierno y de las empresas sobre el movimiento obrero, los medios de comunicación y el sistema político.

Con la marcha atrás, se eliminaron las empresas controladas por los trabajadores, que estaban funcionando con considerable éxito. Se prestó apoyo a socialistas de derechas que habían sido colaboradores fascistas y que estaban comprometidos con los sindicatos de empresa al estilo norteamericano, bajo control empresarial, mientras que los izquierdistas que habían sido encarcelados bajo el dominio fascista fueron excluidos, la pauta habitual en todo el mundo. El movimiento obrero fue reprimido con considerable violencia policial y se eliminó el derecho a la huelga y a la negociación colectiva. La meta era asegurar el control empresarial sobre el movimiento obrero mediante sindicatos conservadores. Los sindicatos industriales fueron minados a finales de los años cuarenta, cuando los grupos industriales y financieros [Zaibatsu], que constituían la esencia del orden fascista japonés, recuperaron su poder con ayuda de una elaborada red policial y de vigilancia y de organizaciones patrióticas de derechas. Las clases empresariales japonesas fueron reconstituidas de forma muy similar a como eran bajo el régimen fascista, elevadas al poder en estrecha colaboración con las autoridades del Estado centralizado. George Kennan, que fue uno de los principales arquitectos de la marcha atrás, consideraba que los primeros planes para disolver los Zaibatsu presentaban «tanta similitud con las visiones soviéticas sobre los males de los "monopolios capitalistas" que las propias medidas podían haber sido eminentemente agradables para todo aquel que estuviera interesado en una mayor comunistización del Japón».(14) En 1952, las elites industriales y financieras del Japón no sólo se habían establecido como elemento dominante en el país, sino que estaban ejerciendo el «control sobre un sistema de empresas más concentrado e interconectado que antes de la guerra» (Schonberger). El peso de la reconstrucción se hizo recaer sobre las espaldas de la clase trabajadora y de los pobres, dentro de un sistema descrito como «capitalismo del Estado totalitario» por Sherwood Fine, quien actuó como director de economía y planificación de la sección económica y científica durante toda la ocupación militar norteamericana. Estas políticas «permitieron a las elites empresariales japonesas evitar la racionalización social que habría dado lugar a un floreciente mercado interno para sostener a la industria» (Borden) – que, hoy, constituye un problema para los rivales accidentales del Japón.

Borden observa que Gran Bretaña, con sus poderosos sindicatos y su sistema de asistencia social, se preocupaba por el hecho de que en el Japón hubiera, bajo presión de los Estados Unidos, «unos precios ultracompetitivos de las exportaciones, posibles gracias a la explotación de la mano de obra y el debilitamiento de los sindicatos». «La respuesta británica fue defender los derechos de los trabajadores japoneses y promocionar a China como salida lógica para las exportaciones japonesas.» Pero estas ideas entraban en conflicto con la planificación global de los Estados Unidos, que pretendía evitar que el Japón se adaptara a la China comunista, y con el modelo de desarrollo preferido por los Estados Unidos y sus aliados empresariales japoneses. Mientras se reforzaban los grupos empresariales, el movimiento obrero fue debilitado y destruido, con la colaboración de los líderes laboristas norteamericanos, como en otras partes del mundo. La propia Gran Bretaña habría de enfrentarse a un ataque similar contra los sindicatos y el sistema de asistencia social, como lo hicieron los mismísimos Estados Unidos, comenzando por el ataque contra el movimiento obrero a principios del período posbélico, renovado por el consenso bipartidista del período posterior a la guerra del Vietnam en apoyo de los intereses empresariales.

Los Estados Unidos esencialmente reconstruyeron la esfera de coprosperidad del fascismo japonés, aunque ahora como componente del orden mundial por ellos dominado. Dentro del mismo, se concedió una relativa carta blanca al capitalismo estatal japonés. Los Estados Unidos se hicieron cargo de la principal carga militar de aplastar las amenazas autóctonas al sistema, renovando una tradicional visión del Japón como un socio menor en la explotación de Asia.

En la actualidad, el Japón tal vez tenga el movimiento obrero más débil del mundo industrial capitalista, con la posible excepción de los propios Estados Unidos. Es una sociedad disciplinada bajo el firme control de la administración capitalista del Estado. La guerra de Corea precipitó la recuperación económica japonesa. Los suministros militares de los Estados Unidos durante los años cincuenta «desempeñaron un papel decisivo en facilitar los dólares, la demanda, la tecnología y el mercado para la modernización de la base industrial del Japón», y el rápido incremento desde 1965 aceleró el proceso.(15) En los años setenta, estos hechos generaron problemas serios e imprevistos para el gobierno y las empresas estadounidenses – problemas que son susceptibles de intensificarse a medida que se hace necesario enfrentarse a las consecuencias de la mala gestión económica de la administración Reagan.

 

4. Los "GRANDES TALLERES": Alemania

Alemania planteó muchos de estos mismos problemas, agudizados por el control de las cuatro potencias. Tras la consolidación de las tres zonas occidentales en 1947, los Estados Unidos empezaron a avanzar hacia la partición de Alemania. Estos pasos fueron emprendidos al mismo tiempo que la marcha atrás en el Japón y por razones similares. Una de las razones era el temor a la democracia, entendida en el sentido de la participación popular. Eugene Rostow sostenía en 1947 que «los rusos están mucho mejor equipados que nosotros para jugar limpio en Alemania», aludiendo al «juego político». Por consiguiente, debemos evitar que jueguen. Kennan había señalado un año antes que una Alemania unificada sería vulnerable a la penetración política soviética, de modo que debemos «esforzarnos por rescatar las zonas occidentales de Alemania protegiéndolas con un muro de la penetración soviética» – una bonita imagen – «e integrándolas en un modelo internacional de Europa occidental en lugar de en una Alemania unida», violando los acuerdos de tiempos de guerra. Al igual que George Marshall y Dean Acheson, y reconocidos analistas en general, Kennan no esperaba un ataque militar soviético, sino que, más bien, «describió el desequilibrio en el "poder político" ruso más que en el "poder militar" como el riesgo inmediato al que se enfrentaban los Estados Unidos» (Schaller).(16)

El principal problema, una vez más, era el movimiento obrero y otras organizaciones populares que amenazaban el dominio empresarial conservador. Investigando los informes que habían dejado de ser secretos, Carolyn Eisenberg llega a la conclusión de que el temor – en realidad, «horror» – era «un movimiento obrero unificado, centralizado y politizado comprometido con un programa de cambio social de largo alcance». Después de la guerra, los trabajadores alemanes comenzaron a formar comités de empresa y sindicatos, y a desarrollar la cogestión en la industria y un control democrático popular de los sindicatos. El Departamento de Estado y sus socios laboristas norteamericanos quedaron anonadados por estos avances hacia la.democracia en los sindicatos y la sociedad en general, con todos los problemas que estos procesos podrían plantear para el plan destinado a restaurar el orden económico controlado por las empresas («democracia»). El problema fue incrementado por el hecho de que en la zona soviética se habían establecido comités de empresa semiautónomos que ejercían cierto grado de autoridad administrativa en las empresas anteriormente nazis. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico temía también una «infiltración económica e ideológica» del Este, que percibía como «algo muy similar a la agresión». Prefirió una Alemania dividida, que incorporara el rico complejo industrial del Ruhr y el Rin a la alianza occidenlal, a una Alemania unida en la cual «el fiel de la balanza parece decantarse hacia los rusos», quienes podrían dar «el tirón más fuerte». En unas reuniones interdepartamentales del gobierno británico celebradas en abril de 1946, el respetado funcionario sir Orme Sargent describe acciones dirigidas a establecer una Alemania Occidental separada dentro de un bloque occidental como es necesario, aunque se admitió que ello podía dar lugar a una guerra: «la única alternativa [a la partición] era el comunismo en el Rin», con la probable eventualidad de «un gobierno alemán que estaría bajo influencia comunista». En la principal monografía académica sobre el papel británico, Arme Deighton describe su intervención como de importancia «decisiva».(17)

Los Estados Unidos estaban resueltos a evitar la expropiación de los industriales nazis y se opusieron firmemente a que las organizaciones de trabajadores ejercieran una autoridad administrativa. Tales hechos plantearían una seria amenaza para la democracia en uno de los sentidos de la palabra, al tiempo que la violaban en el sentido aprobado de la misma. Por consiguiente, las autoridades norteamericanas recurrieron a comprensivos socialistas de derechas, como en el Japón, utilizando medios como el control de los paquetes de la CARE (Cooperative for American Relief Everywhere, N. de la T.), de los alimentos y otros suministros para superar la oposición de los trabajadores de a pie. Finalmente, fue necesario «proteger con un muro» a la zona occidental mediante partición, vetar la formación de grandes sindicatos, poner fin por la fuerza a los experimentos sociales, vetando la legislación estatal [Laender], los esfuerzos de cogestión y así sucesivamente. Se reclutaron importantes criminales de guerra nazis para operaciones de inteligencia y actividades antirresistencia norteamericanas, siendo, quizás, Klaus Barbie el más conocido. Un gángster nazi todavía peor, Franz Six, fue instado a entrar a su servicio al serle conmutada la pena como criminal de guerra por el alto comisionado de los Estados Unidos, John J. McCloy. Se le puso a trabajar para Reinhard Gehlen, con la especial responsabilidad de desarrollar un «ejército secreto» bajo los auspicios de los Estados Unidos, juntamente con antiguos especialistas de las WaffenSS y de la Wehrmacht, para ayudar a las fuerzas militares establecidas por Hitler en Europa oriental y la Unión Soviética en operaciones que se prolongaron hasta bien entrados los años cincuenta. El propio Gehlen había dirigido el servicio de inteligencia militar nazi en el frente oriental y se le puso en el cargo de jefe del servicio de espionaje y contraespionaje del nuevo Estado alemán occidental, bajo estrecha supervisión de la CIA.(18) 

Entretanto, al igual que en el Japón, el peso de la reconstrucción recayó sobre los hombros de los trabajadores alemanes, en parte mediante medidas tiscales que liquidaron los ahorros de los pobres y los fondos de los sindicatos. «Tan minucioso fue el ataque de los Estados Unidos contra el movimiento obrero alemán que incluso la AFL se quejó», comenta Eisenberg, aunque la AFL había contribuido a estahlecer la base de estas consecuencias mediante sus actividades antisindicales. Los activistas sindicales fueron purgados y las huelgas fueron bloqueadas por la fuerza. En 1949, el Departamento de Estado manifestó su satisfacción por el hecho de que «se había alcanzado la paz industrial», con una fuerza de trabajo hoy dócil y tratable y el fin de la perspectiva de un movimiento popular unificado que podía desafiar la autoridad de propietarios y directivos. Tom Bower describe los resultados en un estudio de la rehabilitación de los criminales de guerra nazis: «Cuatro años después de la guerra, los responsables de la gestión cotidiana de la Alemania posbélica eran notablemente similares a los de la administración existente durante los tiempos de Hitler», incluyendo a banqueros e industriales culpables de crímenes de guerra, que fueron puestos en libertad y restaurados en sus antiguos papeles, renovando su colaboración con las empresas norteamericanas.(19)

En resumen, el trato dispensado a los dos «grandes talleres» fue básicamente similar.

En años posteriores, como hemos visto, los Estados Unidos eran claramente cautelosos por lo que respecta a aparentes iniciativas soviéticas en favor de una Alemania desmilitarizada y los pasos hacia el desmantelamiento del sistema de pactos. Las elites de Europa occidental no han estado menos preocupadas, puesto que el declive de la confrontación EsteOeste podría «dejar que la política anduviera suelta entre esa gente», con todos los terribles efectos que ello conllevaba. Esta ha sido una de las notas calladas bajo el debate de los años ochenta acerca del control armamentístico, las cuestiones de seguridad y las perspectivas políticas para una Europa unida.

 

5. Los TALLERES MENORES

En Francia y en Italia, las autoridades de los Estados Unidos llevaron a cabo tareas similares. En ambos países, la ayuda del Plan Marshall dependió en gran medida de la exclusión de los comunistas – incluyendo a importantes elementos de la resistencia antifascista y del movimiento obrero. Se trataba, pues, de «democracia» en el sentido habitual. La ayuda norteamericana fue de crucial importancia en los primeros años para la gente que sufría en Europa y fue, por lo tanto, una poderosa palanca de control, una cuestión de gran importancia para los intereses empresariales de los Estados Unidos y la planificación a largo plazo. «Si Europa no recibiera ayuda financiera masiva y adoptara un programa de recuperación coherente, los funcionarios norteamericanos temían que triunfara la izquierda comunista, incluso a través de unas elecciones libres», observa Melvyn Leffer. En la víspera del anuncio del Plan Marshall, el embajador en Francia Jefferson Caffery advirtió al secretario de Estado Marshall de las tremendas consecuencias si los comunistas ganaban las elecciones en Francia: «la penetración soviética en Europa occidental, África, el Mediterráneo y Oriente Medio sería facilitada en gran medida» (12 de mayo de 1947). Las fichas de dominó estaban listas para caer. A lo largo del mes de mayo, los Estados Unidos presionaron a los líderes políticos de Francia e italia para que formaran gobiernos de coalición que excluyeran a los comunistas. Se dejó claro y explícito que la ayuda dependería de evitar una competencia política abierta, en la cual la izquierda y el movimiento obrero pudieran dominar. Durante 1948, el secretario de Estado Marshall y otros destacaron públicamente que si los comunistas eran elegidos al poder, terminaría la ayuda estadounidense. No se trataba de una pequeña amenaza, dada la situación de Europa en aquella época.

En Francia, la indigencia de la posguerra, juntamente con la violencia directa, fue explotada para minar al movimiento obrero francés. Los suministros de alimentos, desesperadamente necesarios, se retuvieron para obligar a la obediencia y se organizaron grupos de gángsters para crear escuadrones de pistoleros y de esquiroles, cuestión que se describe con cierto orgullo en informes semioficiales de los laboristas norteamericanos, que elogian a la AFL por sus triunfos en ayudar a salvar a Europa de la división y debilitar al movimiento obrero (frustrando, así, los supuestos designios soviéticos) y proteger el flujo de armas a Indochina para la guerra de reconquista francesa, otro primer objetivo de la burocracia laborista norteamericana.(20) La CIA reconstituyó a la Mafia con estos fines, en una de sus primeras operaciones. El quid pro quo era la restauración del comercio de heroína. La conexión del gobierno de los Estados Unidos con la prosperidad del negocio de la droga continúa hasta nuestros días.(21)

Las políticas norteamericanas para Italia fueron básicamente retornadas allí donde habían sido interrumpidas por la segunda guerra mundial. Los Estados Unidos habían apoyado al fascismo de Mussolini desde la toma del poder en 1922 hasta los años treinta. La alianza de Mussolini con Hitler durante la guerra puso fin a estas amistosas relaciones, pero éstas se reanudaron cuando las fuerzas norteamericanas liberaron el sur de Italia en 1943, estableciendo el gobierno del mariscal de campo Hadoglio y de la familia real, que había colaborado con el gobierno fascista. A medida que las fuerzas aliadas avanzaban hacia el norte, dispersaron a la resistencia antifascista juntamente con los cuerpos locales de gobierno que habían formado en su intento de «crear los fundamentos de un nuevo estado democrático y republicano en las diversas zonas que logró liberar de los alemanes» (Gianfranco Pasquino).(22) Se estableció un gobierno de centroderecha con participación neofascista y la izquierda fue pronto excluida.

También aquí, el plan era que las clases trabajadoras y los pobres soportaran la carga de la reconstrucción, con unos salarios más bajos y abundantes despidos. La ayuda dependía de que se eliminase a los comunistas y socialistas de izquierdas porque defendían los intereses de los trabajadores y, por lo tanto, constituían un obstáculo para el tipo de recuperación previsto, en opinión del Departamento de Estado. El Partido Comunista era colaboracionista. Su postura «implicaba fundamentalmente la suhordinación de todas las reformas a la liberación de Italia y desalentaba efectivamente todo intento de introducir tanto cambios políticos irreversibles como cambios en la propiedad de las compañías industriales en las áreas del norte ... rechazando y desalentando a aquellos grupos de trabajadores que querían expropiar algunas fábricas» (Pasquino). Pero el Partido intentó realmente defender puestos de trabajo, salarios y niveles de vida para los pobres y, por consiguiente, «constituía una barrera política y psicológica para un potencial programa de recuperación», comenta el historiador John Harper, analizando la insistencia de Kennan y otros en que los comunistas fueran excluidos del gobierno, aunque admitiendo que sería «deseable» incluir a representantes de lo que Harper denomina «la clase trabajadora democrática». La recuperación, se entendía, se llevaría a cabo a expensas de la clase trabajadora y de los pobres.

A causa de su preocupación por las necesidades de estos sectores sociales, el Partido Comunista fue catalogado de «extremista» y «antidemocrático» por la propaganda norteamericana, que también manipuló hábilmente la supuesta amenaza soviética. Bajo presión de los Estados Unidos, los democratacristianos abandonaron las promesas hechas durante la guerra sobre la democracia en el lugar de trabajo, y la policía, en ocasiones bajo el control de los ex fascistas, fue alentada a reprimir las actividades del movimiento obrero. El Vaticano anunció que a todo el que votara a los comunistas en las elecciones de 1948 se le negarían los sacramentos y apoyo a los democratacristianos conservadores bajo la consigna «O con Cristo o conteo Cristo» ("O con Cristo o contra Cristo"). Un año después, el papa Pío XII excomulgó a todos los comunistas italianos.(23)

Una combinación de violencia, manipulación de ayuda y otras amenazas, y una enorme campaña de propaganda, bastaron para determinar el resultado de las cruciales elecciones de 1948, esencialmente compradas por la intervención y las presiones de los Estados Unidos.

Las políticas norteamericanas de preparación de las elecciones fueron elaboradas de tal modo que «incluso el más tonto de los italianos percibiría la intención», como manifestó el.funcionario italiano del Departamento de Estado con la característica elegancia de la clase dominante. Al igual que treinta años antes, «los italianos son como niños [que] deben ser guiados y ayudados» (véase p. 61 de El miedo a la democracia, edición española). Las políticas incluían la violencia policial y amenazas de retener los alimentos, de prohibir la entrada en los Estados Unidos de todo aquel que votara de forma equivocada, de deportar a los italoamericanos que apoyaran a los comunistas, de negar a Italia la ayuda del Plan Marshall, etcétera. El historiador del Departamento de Estado, James Miller, observa que el posterior desarrollo económico se llevó a cabo «a expensas de la clase trabajadora», mientras la izquierda y el movimiento obrero eran «fragmentados con el apoyo de los Estados Unidos», y que los Estados Unidos redujeron una «alternativa democrática» al gobierno de centroderecha preferido, el cual demostró ser corrupto e inepto. La premisa política básica era que «como entidad estratégica clave, el destino de Italia seguía siendo demasiado importante para que los italianos decidieran solos» (Harper) – en particular, los italianos equivocados, con su concepto erróneo de la democracia.

Mientras tanto, los Estados Unidos planeaban una intervención militar en el caso de una victoria política comunista legal en 1948, y ello quedaba meridianamente claro en la propaganda pública. Kennan sugirió secretamente que el Partido Comunista fuera declarado ilegal para impedir su victoria electoral, reconociendo que ello conduciría probablemente a una guerra civil, a la intervención militar norteamericana y a la «división militar de Italia». Pero su sugerencia fue rechazada bajo el supuesto de que bastarían otros medios de coacción. El Consejo Nacional de Seguridad, sin embargo, solicitó secretamente apoyo militar para las operaciones clandestinas en Italia, así como una movilización nacional en los Estados Unidos «en caso de que los comunistas obtengan el dominio del gobierno italiano por medios legales».(24) La subversión de la democracia efectiva en Italia fue tomada muy en serio.

No es fácil abordar la intención de Washington de recurrir a la violencia si las elecciones libres dieran resultados no deseados, de modo que la misma ha sido suprimida en general, incluso en la literatura académica. Una de las dos principales monografías académicas sobre este período discute los memorándums del NSC, pero no hace mención alguna del verdadero contenido de la sección fundamental. La segunda la trata de pasada en una frase.(25) En la literatura general, toda esta cuestión se desconoce.

Las operaciones de la CIA para controlar las elecciones italianas, autorizadas por el Consejo Nacional de Seguridad en diciembre de 1947, fueron la primera gran operación clandestina del recientementecreado servicio. Como hemos observado con anterioridad, las operaciones de la CIA para subvertir la democracia italiana se prolongaron en una escala sustancial hasta bien entrados los años setenta.

También en Italia, los líderes laboristas norteamericanos, especialmente la AFL, desempeñaron un papel activo en la división y debilitamiento del movimiento obrero y en la inducción de los trabajadores a aceptar medidas de austeridad mientras que los patronos cosechaban ricos beneficios. En Francia, la AFL había puesto fin a las huelgas portuarias importando mano de obra esquirol italiana pagada por empresas norteamericanas. El Departamento de Estado pidió a los líderes de la Federación que ejercieran su talento para dividir a los sindicatos también en Italia, y aquéllos estuvieron contentos de hacerle este favor. El sector empresarial, anteriormente desacreditado por su asociación con el fascismo italiano, emprendió una vigorosa lucha de clases con renovada confianza. El resultado final fue la subordinación de la clase trabajadora y de los pobres a los dirigentes tradicionales. En el principal estudio académico de las actividades laboristas norteamericanas en Italia, Ronald Filippell i señala que. la ayuda norteamericana «había sido utilizada en su mayor parte para reconstruir Italia según la vieja base de una sociedad conservadora», en una «desenfrenada restauración capitalista» a espaldas de los pobres, «con bajo consumo y bajos salarios», «enormes beneficios» y ninguna interferencia en las prerrogativas de la administración. Entretanto, el presidente de la AFL, George Meany, rechazaba enojado una crítica de sus programas de represión del movimiento obrero alegando que la libertad en Italia no era preocupación exclusiva de su propia gente. Por consiguiente, la AFL perseguiría su más alto objetivo de «reforzar las fuerzas de libertad y progreso social en todo el mundo» – asegurando que los intereses de las empresas norteamericanas seguían teniendo cada vez mayor influencia; he aquí un ejemplo de «auténtica» colaboración de clases. El resultado fue «una restauración en el poder de la misma clase gobernante responsable del fascismo y que se había beneficiado de éste», eliminando a la clase trabajadora de la política, subordinándola a las necesidades de los inversores y obligándola a soportar el fardo del «Miracolo italiano», concluye Filippelli.

Las políticas de finales de los años cuarenta «perjudicaron sobre todo a las regiones más pobres y a los estratos sociales políticamente impotentes», señala Harper, pero lograron quebrantar unos «rígidos mercados del trabajo» y facilitar el crecimiento de los años cincuenta, encabezado por la exportación, que confiaba en «la debilidad crónica y la notable movilidad de la clase trabajadora italiana». Estas «felices circunstancias», prosigue, conllevaron un mayor desarrollo económico de cierto tipo, mientras la CIA organizaba nuevas financiaciones secretas y c:ampañas de propaganda multimillonarias en dólares con el fin de asegurar que estos «oportunos arreglos» persistirían.(26)

Comentaristas posteriores tienden a ver la subversión de la democracia en Francia y en Italia por parte de los Estados Unidos como una defensa de la democracia. En un estudio altamente considerado sobre la CIA y la democracia norteamericana, Rhodri Jeffreys Jones describe «la aventura italiana de la CIA», junto con sus esfuerzos similares en Francia, como «una operación de apoyo a la democracia », aunque admite que «la selección de Italia como objetívo de especial atención ... no fue, en modo alguno, sólo una cuestión de principios democráticos», nuestra pasión por la democracia fue reforzada por la importancia estratégica del país. Pero se trataba de un compromiso con los «principios democráticos» que inspiraban al gobierno norteamericano para imponer los regímenes sociales y políticos de su elección, utilizando el enorme poder a su mando y explotando las privaciones y las penas cíe las víctimas de la guerra, a quienes debía enseñarse a no alzar la cabeza para tener una verdadera democracia.(27)

Una postura más matizada es la adoptada por James Miller en su monografía sobre las políticas de los Estados Unidos para Italia. Resumiendo la información, concluye:

En retrospectiva, la implicación norteamericana en la estabilización de Italia fue un triunfo significativo, aunque molesto. El poder norteamericano garantizó a los italianos el derecho a elegir su futura forma de gobierno y fue también empleado para asegurar que elegían la democracia. En defensa de esta democracia contra amenazas externas e internas reales pero probablemente sobrevaloradas, los Estados Unidos utilizaron tácticas antidemocráticas que tendían a minar la legitimidad del Estado italiano.(28)

Las «amenazas externas», como Miller había comentado ya, eran apenas reales. La Unión Soviética observaba a distancia mientras los

Estados Unidos subvertían las elecciones de 1948 y restauraban el orden conservador tradicional, según su acuerdo con Churchill, concretado durante la guerra, de que dejarían a Italia en la zona occidental. La «amenaza externa» era la amenaza de la democracia.

La idea de que la intervención norteamericana proporcionó a los italianos libertad de elección, asegurando, al mismo tiempo, que elegían la «democracia» (en nuestro especial sentido de la palabra) tiene reminiscencias de la actitud de los pacifistas extremos hacia América Latina: que su gente debería elegir libre e independientemente, «excepto cuando ello afectara de forma adversa a los intereses de los Estados Unidos», y que los Estados Unidos no estaban interesados en controlarla, a menos que los procesos «se desmandaran» (véase el capítulo 8, p. 261, de la edición inglesa original, Deterring Democracy).

El ideal democrático, en nuestro país y en el extranjero, es simple y honesto: Sois libres de hacer lo que queráis, siempre y cuando eso sea lo que queremos que hagáis.

 

6. Algunos EFECTOS DE MAYOR ALCANCE

Aparte del rearme de Alemania dentro de una alianza militar occidental – que ningún gobierno ruso podría aceptar fácilmente por razones obvias –, Stalin observó todo esto con relativa calma, considerándolo, al parecer, como una contrapartida de su propia severa represión de la Europa del Este. Sin embargo, estos procesos paralelos conducirían seguramente a un conflicto.

En su análisis de la marcha atrás en el Japón, John Roberts sostiene que «la rehabilitación norteamericana de las economías monopolistas de Alemania Occidental y el Japón (en gran parte bajo el mismo liderazgo de antes de la guerra) fue una causa, no una consecuencia, de la guerra fría. Su rehabilitación fue, sin duda, una parte vital de la estrategia del capitalismo norteamericano en su venganza total contra el comunismo» – lo cual significa, en primer lugar, un importante ataque contra la participación de las «clases populares» en el proceso de toma de decisiones. Centrándose en Europa, Melvyn Leffer observa que la actitud ante la recuperación europea impulsó a los funcionarios norteamericanos a actuar

con el fin de proteger mercados, materias primas y los beneficios de la inversión en el Tercer Mundo. El nacionalismo revolucionario debía ser frustrado fuera de Europa, del mismo modo que la lucha contra el comunismo autóctono debía librarse dentro de Europa. En esta tentativa interconectada de controlar las fuerzas de la izquierda y el poder potencial del Kremlin reside gran parte de la historia, estrategia y geopolítica internacional del período de la guerra fría.(29)

Estas son notas decisivas en toda la era moderna, y siguen siéndolo.

A lo largo del proceso de reconstrucción de las sociedades industriales, la primera preocupación fue la de establecer un orden capitalista estatal bajo las elites conservadoras tradicionales, dentro del marco global del poder de los Estados Unidos, que garantizaría la capacidad de explotar las diversas regiones que habían de cumplir la función de mercado y fuente de materias primas. Si estos objetivos se alcanzaran, el sistema sería estable y resistente al temido cambio social, que sería, naturalmente, destructivo una vez el sistema estuviera funcionando de forma relativamente ordenada. En los ricos centros industriales, amplios segmentos de la población se adaptarían y serían empujados a abandonar toda visión más radical bajo un análisis racional de costes y beneficios.

Una vez su estructura institucional esté en pie, la democracia capitalista funcionará sólo si todos subordinan sus intereses a las necesidades de aquellos que controlan las decisiones relativas a la inversión, desde el club de campo a la cocina. Es únicamente cuestión de tiempo que la cultura de la clase trabajadora independiente se deteriore, juntamente con las instituciones y organizaciones que la sostienen, dada la distribución de los recursos y del poder. Y una vez debilitadas o eliminadas las organizaciones populares, los individuos aislados no pueden participar en el sistema político de forma significativa. Con el tiempo, este se convertirá, en gran parte, en un elemento simbólico o, como máximo, en un dispositivo mediante el cual el público pueda seleccionar entre los grupos de elite que compiten y ratificar sus decisiones, desempeñando el papel que les ha sido asignado por teóricos demócratas progresistas al estilo de Walter Lippmann.(30) Este era un supuesto plausible en el primer período de la posguerra y, hasta ahora, ha demostrado ser en gran medida exacto, a pesar de las muchas desavenencias, tensiones y conflictos.

Las elites europeas tienen interés en la preservación de su sistema y no temen menos a sus poblaciones internas de lo que las temieron las autoridades de los Estados Unidos. De ahí su compromiso con la confrontación de la guerra fría, que resultó ser una técnica efectiva de gestión social interna, y su disposición, con ocasionales murmullos de descontento, a apoyar las cruzadas globales de los Estados Unidos. El sistema es opresor y a menudo brutal, pero ello no constituye ningún problema siempre y cuando las víctimas sean los demás. También suscita constantes amenazas de catástrofe a gran escala, pero éstas tampoco cuentan en las decisiones de planificación determinadas por la meta de la maximización de la ventaja a corto plazo, que sigue siendo el principio operativo.

 

 

 

Notas:

1. John Pilger, A Secret Country, Jonathan Cape, 1989; véase también su serie documental «The Last Dream», 1988, producida con motivo del bicentenario de Australia con la cooperación de la Australian Broadcasting Company. Jonathan Kwitny, The Crimes of Patriots, Norton, 1987. CIA: the Pike Report, Spokesman Books, Nottingham. 1977; el informe fue filtrado al Village Voice, 16 y 23 de febrero de 1976. Garthoff, Détente and Confrontation, pp. 487 ss.

2. Brenneke, TG l (TU italiana), 2 de julio; Il Manifesto, 3 de julio de 1990. AP, BG, 23 de julio de 1990. Acerca de las relaciones secretas entre los Estados Unidos e Italia en los años setenta y los planes de la P2 y los servicios de seguridad, véase Edward S. Herman y Frank Brodhead, The Bise and Fall of the Bulgarian Connection, Sheridan Square, 1986, capítulo 4. Como señalan los autores, el abundante terrorismo de derechas en Europa ha sido ignorado en su mayor parte por la literatura general sobre terrorologla, debido, en gran medida, a un ejercicio transparente de la propaganda. También William Blum, The CIA, Zed, 1986. Sobre los primeros años de la posguerra, véase también John Ranelagh, The Agency: the Bise and Decline of the CIA, Simon & Schuster, 1986. Acerca de los Estados Unidos y Mussolini y el rápido retorno de los aliados a una postura profascista durante la guerra. Brenneke alcanzó cierta notoriedad fuera de la corriente dominante cuando afirmó que, mientras trabajaba para la CIA, había tomado parte en una reunión celebrada en París, en octubre de 1980, en la cual representantes de la campaña ReaganBush, incluyendo a William Casey, que posteriormente pertenecería a la CIA, al asistente de Bush, Donald Gregg, y posiblemente al propio Bush, habían sobornado a Irán para que retuviera a los rehenes norteamericanos hasta después de las elecciones, con el fin de asegurar la victoria de Reagan. El gobierno lo llevó a juicio (directamente desde una sala de cuidados intensivos para problemas cardíacos) para procesarle bajo la acusación de haber efectuado falsamente estas declaraciones. Fue declarado inocente por el tribunal federal de este y otros cargos por un jurado «que no ocultaba su incredulidad respecto de la veracidad de los testigos del gobierno, en particular de Gregg», observa el ex agente de la CIA David MacMichael – señalando también que toda la cuestión fue prácticamente suprimida en los medios de comunicación nacionales – ; Líes of Our Times, agosto de l 990. Este asunto recibió cobertura en la prensa independiente (Houston Post, Nation, In These Times, y otros).

3. Smuts, citado por Basil Davidson, Scenes from the AntiNazi Dar, Monthly Review, 1980, p. 17.

4. Sobre estos casos, véase el capítulo 8, pp. 394 ss. de Deterring Democracy, edición Inglesa

5. Halliday y Cumings, torea: the Unknown War, Viking, Pantheon, 1988.

6. El primer gran esfuerzo académico para exponer este modelo es Politics of War de Gabriel Kolko, Random House, 1968, que sigue siendo extremadamente válido y único en su intención y profundidad, a pesar del flujo de documentos y obras académicas desde entonces.

7. Véase Covert Action Information Bulletin, invierno de 1986. Richard Gott, «A Greek Tragedy To Haunt the Old Guard», Guardian, Londres, 5 de julio de 1986.

8. Alfred Grosser, The Western Alliance, Continuum, 1980, p. 178.

9. Yanaga, Big Business in Japanese Politics, Yale, 1968, pp. 265 ss. Véase mi At War with Asia, introducción, y For Reasons of State, capítulo l (publicado en Inglaterra como The Backroom Boys [Fontana]), sección V; Chomsky y Howard Zinn, eds., Critical Essays, vol. 5 de Pentagon Papers. También un buen número de recientes obras del mundo académico, incluyendo Michael Schaller, «Securing the Great Crescent», Journal of American History, septiembre de 1982, y su American Occupation of Japan; Andrew J. Rotter, The Path to Vietnam, Cornell, 1987. Acheson, citado por Schaller, American Occupation, p. 97.

10. Ibíd., 222. Véase el capítulo 1, pp. 72 ss. de Deterring Democracy, edición Inglesa

l 1. John Roberts, «The "Japan Crowd" and the Zaibatsu Restoration», The Japan Interpreter, 12, verano de 1979. MacArthur, Howard B. Schonberger, Aftermath of War, Kent State, 1989, pp. 5253. Actitudes japonesas, Akio Morita y Shintaro Ishihara, The Japan that Can Say No. Acerca de las actitudes racistas mostradas por ambos bandas durante la guerra, que adquirieron asombrosas proporciones, véase John Dower, War without Mercy: Race and Power in the Pacific War, Pantheon, 1986.

12. Véase el capítulo 1, p. 83. de Deterring Democracy, edición Inglesa

13. Para los antecedentes históricos de lo que sigue, véase Joe Moore, Japanese Workers and the Struggle for Power, 19451947, Universidad de Wisconsin, 1983; Schaller, American Occupation; William Borden, Pacific Alliance; Howard Schonberger, «The Japan Lobby in American Diplomacy, 19471952», Pacific Historical Review, agosto de 1977, y su Aftermath of War, Roberts, «The "Japan Crowd"»; Cumings, «Power and Plenty in Northeast Asia», World Policy Journal, invierno de 19871988.

14. Kennan, citado por Schonberger, Aftermath, p. 77.

15. Schaller, American Occupation, p. 296.

l 6. Rostow, Kennan, citados por John H. Backer, The Decision to Divide Germany, Duke, 1978, pp. 155156; Schaller, American Occupation. Véase Arme Deighton, International Agairs, verano de 1987, acerca de las iniciativas británicas que violaban los acuerdos de Potsdam. 

17. Carolyn Eisenberg, «WorkingClass Politics and the Cold War: American Intervention in (he German Labor Movement, 194549», Diplomatic History, 7, 4, otoño de 1983; Deighton; Sargent, cita procedente de unas notas en Arme Deighton, The Imposible Peace: Britain, the Division of Germany, and the Origins of the Cold War, Oxford, 1990, p. 73. Véase también Backer, p. 171; Melvyn Leffler, «The United States and the Strategic Dimensions of the Marshall Plan», Diplomatic History, verano de 1988.

18. Para un mayor desarrollo de estas cuestiones, véase Turning the tide, pp. 197 ss., y fuentes citadas; Christopher Simpson, Blowback, Weidenfield & Nicholson, 1998. Acerca del reclutamiento de científicos nazis, véase Tom Bower, The Paperclip Conspiracy, Michael Joseph, 1987, p. 310; Jhon Gimbel, Science, Technology and Reparations, Standford, 1990. Un análisis del anterior en Science señala que la investigación de Gimbel "demuestra lo dudoso de posteriores afirmaciones norteamericanas sobre su desinterés comercial en la ocupación de Alemania; del mismo modo que los rusos, y en menor medida que los británicos y los franceses, los norteamericanos obtuvieron enormes cantidades de compensaciones del país vencido", prestando "cierta credibilidad a la afirmación rusa de que las incautaciones anglonorteamericanas ascendían a alrededor de 10.000 millones de dolares", la cantidad exigida (pero no recibida) por los rusos como compensación por la devastación Nazi de la URSS. Raymond Stokes, Science, 8 de junio de 1990.

19. Eisenberg; Bower, The Paperclip Conspiracy.

20. Véase Roy Godson, American Labor and European Politics, Crane, Russak, 1976.

21. Véase McCoy, Politics of Heroin

22. Véase el capitulo 1, sección 4. Pasquino, «The Demise of the First Fascist Regime and Italy's Transition to Democracy: 19431948», en Guillermo O’Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence Whitehead, Transitions from Authoritarian Rule: Prospects for Democracy, Johns Hopkins, 1986. Acerca de lo que sígue, véase John L. Hurper, America and the Reconstructivn of Italy, 19451948, Cambridge University Press, 1986; James E. Miller, «Taking Off the Gloves: The United States and the Italian Elections of 1948», Diplomatic History,7.1, invierno de 1983; y su The United States and Italy, 1940-1950, Universidad de Carolina del Norte, 1986; Ronald Filippelli, American Labor and Postwar Italy (véase el capitulo 1, secci6n 4).

23. Vaticano, Craig Kel1y, The AntiFascist Resistance and the Shift in PoliticalCultural Strategy of the Italian Communist Party 19361948, disertación doctoral, UCLA, l 984, p. I O.  

24. Harper; Kennan al secretario de Estado, FRUS, 1948, III, pp. 848849; NSC 1/3, 8 de marzo de 1948, FRUS, 1948, III, pp. 775 ss.

25. Miller, United States and Italy, p. 247; Harper, America and the Reconstruction of Italy, p. 155, donde señala la recomendación del NSC de que «en caso de victoria comunista, deberla haber ayuda militar y económica a las fuerzas prooccidentales».

26. klarper, pp. 164165.

27. JeffreysJones, The CIA and American Democracy, Yale, pp. 5051. 

28. Miller, United States and Italy, p. 274.

39. Roberts, Leffler.

30. Véase el capítulo 9, pp. 355 de Deterring Democracy, edición Inglesa