-PEDRO GORI-

Evolución de la

sociologia criminalista

y otros ensayos.

Presentación

La selección de ensayos y conferencias que aquí presentamos, debida al gran, y en su tiempo famosísimo, jurista, militante y poeta libertario italiano Pedro Gori, la hemos tomado del libro que bajo el título Ensayos y conferencias publicó aquí, en la ciudad de México, D.F., en el año de 1947 la Editorial Vértice, dirigida por nuestro inolvidable amigo, guía, maestro y compañero Hermoso Plaja.

Nacido el 13 de agosto de 1865 en la ciudad de Milán, a Pedro Gorí le tocaría desarrollarse como libertario en un ambiente bastante tenso y confuso, cuando la proliferación de atentados individuales en contra de notorias personalidades públicas, generaría la negra leyenda del anarquismo entendido como una escuela del crimen, y, sobre todo, del anarquista concebido como un individuo traicionero, vengativo, asesino y demente.

Bástenos señalar el magnicidio cometido, en Italia, en contra de Umberto I y, otro más en contra del presidente francés Sadi Carnot, por el anarquista italiano Casserio, para que se comprenda el medio social y político en el que Pedro Gori junto con los demás militantes y teóricos anarquistas de esa época hubieron de transitar.

Su actividad profesional como jurista penalista dio renombre a Pedro Gori ya que defendió en muchas ocasiones a compañeros en ideales; igualmente su incansable actividad propagandística en pro del triunfo de la causa libertaria o, para usar un concepto suyo, del socialismo integral, término con el que designaba su particular concepción socialista libertaria, le conllevo a realizar giras por infinidad de países: Estados Unidos, Argentina, Uruguay, España, Inglaterra, Francia, entre otros.

Particularmente en Argentina dejaría imborrable huella tanto como jurista como propagandista libertario. De lo primero encontramos evidencias tanto en el curso que impartió en la Universidad de Buenos Aires como en la publicación de una revista dedicada específicamente a temas de derecho penal; y, de lo segundo, queda manifiesta su actividad al participar activamente en el Congreso Constituyente de la mítica organización obrera la Federación Obrera Regional Argentina.

Además de escribir en numerosos periódicos y revistas, creó una obra de teatro centrada en el 1° de mayo. Alcanzó notoriedad también como poeta al escribir poesías que posteriormente se cantaban usando alguna famosa melodía de la época. A este respecto recordemos su bellísimo Himno del Primero de Mayo el cual interpretábase sobre el tema musical de Nabuco de Guiseppe Verdi. Otra poesía suya musicalizada lo fue la no menos bella Addio a Lugano que aborda el tema de la deportación de los anarquistas en Italia.

Pedro Gori fallecería el 8 de enero de 1911 constituyendo su sepelio una majestuosa muestra de fervor popular por el gran número de personas que acudieron a su funeral.

Chatal López y Omar Cortés

Evolución de la sociología criminalista

Con fiero y alegre ánimo, aunque también un tanto tembloroso, abro esta libre exposición del pensamiento científico. Partiendo de esta premisa me propongo llevaros a través de las muchas cosas amargas que el estudio de ese mal social, llamado delito, pone ante los ojos de todos cuantos estudian con fe y entusiasmo las grandes enfermedades morales del hombre. Estudiaremos juntos la génesis de ese doloroso hecho antisocial que se conoce con el nombre de crimen; estudiaremos sus diferentes factores, y, después de una concienzuda indagación sobre las legislaciones que tratan de reprimirlo, buscaremos las bases naturales de una nueva terapéutica social que tiende a suprimir toda actividad criminosa del hombre contra el hombre y que extinga las causas generadoras del delito.

Para la escuela clásica del derecho penal, desde Beccaria hasta Carmignani, delito es toda violencia del derecho. Para la escuela antropológica es delito toda ofensa a los sentimientos fundamentales de probidad y de piedad. Sin pretender establecer una definición absoluta y eterna, yo sintetizo la proposición en esta forma: es delito todo acto de un hombre que coarte los derechos naturales de otro, en los cuales se funda una convivencia civil.

Dejemos por un momento las nociones abstractas para ocuparnos de la sociología en relación con el delito.

Todos sabemos que en muchos países, a las doctrinas escépticas y a los métodos inquisitoriales adoptados antes de la Revolución francesa sucedió un período durante el cual los estudios de jurisprudencia fueron una potente reacción en sentIdo liberal. Esta reacción, que tuvo en Francia por precursores científicos a los enciclopedistas, desde Condorcet hasta Diderot; en Germania el gran pensamiento del espíritu moderno que sintetizaron Hegel y Kant; en Inglaterra la brillante ortodoxia económica de la escuela de Manchester, tuvo en Italia una brotación filosófica y jurídica que todavía sobrevive, resistiendo la implacable oleada del tiempo y de los descubrimientos científicos que se suceden. Ya mucho antes de la resurrección nacional italiana, un filósofo insigne, Juan Domingo Romagnosi, previó, con una intuición asombrosa, la sociología moderna respecto a lo criminal y reunió en tres grandes clases las causas infinitas del delito: defecto de subsistencia, defecto de educación, defecto de la justicia.

Desde aquel momento, el profundo pensador acusó al verdadero delincuente: a la sociedad, demostrando matemáticamente, con infinidad de hechos, el conocido aforismo de Quitelet en su Phisiquo Social: La sociedad prepara los delitos; el delincuente los ejecuta.

Fue un rayo de luz sociológica sobre la turbia marea de la criminalidad. Pero después los penalistas se entregaron casi exclusivamente al estudio del delito como abstracción jurídica. Una pléyade de jurisconsultos insignes -Sciolocia, Del Roso, Mittermayer, Carmignani, Carrara- llevó el estudio del derecho penal a grandes alturas filosóficas y jurídicas, agotando completamente las disertaciones doctrinales sobre el delito y sobre la pena. Esta escuela, la verdaderamente clásica del derecho penal, exageró el estudio y desarrollo de la parte doctrinaria y concretándose al estudio del delito, perdió de vista al delincuente.

Incumbía a la escuela antropologíca del derecho penal conducir las indagaciones de los estudios de criminología, de las contemplaciones abstractas del delito y de la pena, a las observaciones concretas y experimentales del individuo, que, empujado por causas que resíden dentro o fuera de la personalidad humana, ataca de cualquier modo el derecho de los demás.

Lombroso, primero; Garófalo, Ferrí, Puglieri y muchos otros después, pusieron la premisa de un razonamiento matemático. El hombre, como cualquier otro organismo viviente, tiene en sí y fuera de sí fuerzas múltiples y multiformes que lo empujan, lo exprimen, le hacen reaccionar en uno o en otro sentido, según sea el juego de las fuerzas determinantes que entran en acción.

Es una antigua ilusión la de que el ser humano es libre moralmente de querer, contra lo cual filósofos insignes, desde Platón a Spinoza, desde Feuerbach a Roberto Ardigó, una de las inteligencias más claras de la ciencia positiva italiana, han descargado golpes formidables. Enrique Ferri recogió, ilustrándolo con sus geniales observaciones, la larga contienda científica, en su excelente libro La teoría de la imputabilidad y la negación del libre albedrío, que tanto escándalo promovió entre la pudibunda ortodoxia, la cual bautizó al autor, y a los que siguen sus huellas, con el nombre de nihilistas del derecho penal.

En otra ocasión, desarrollando los principios fundamentales de las varias escuelas de derecho, hablaré del libre albedrío y de los argumentos que destruyen esa quimera vulgar y secular, la cual no es otra cosa que una derivación del principio metafísico que hace del hombre un compuesto de dos partes y reproduce en él, como en un microcosmos maravilloso, toda la actividad colosal de las fuerzas naturales, desde la de los músculos hasta la del pensamiento.

Si unas mismas leyes fundamentales rigen el mundo físico y el mundo moral; si, por ejemplo, todo efecto no es más que el producto de una importante cantidad de causas, y, si estas causas, preexistiendo y obrando en aquel sentido dado, habían necesariamente de determinar lo que han determinado, las acciones del hombre, buenas o malas, desde el punto de vista de una moral determinada, son otros tantos efectos de causas múltiples que han obrado sobre la voluntad, a despecho de la ilusión de que es libre para elegir, no dando otro resultado que una suma de fuerzas que obran coercitivamente, según el ambiente y la herencia en sus varios componentes. Y si las leyes de gravitación del mundo fisico, a través del juego infinito y variado de las diferentes fuerzas que se entrelazan, empujan y fortalecen recíprocamente, obran, sin embargo, obedeciendo rígidamente a la cadena de las fuerzas preponderantes, también en el mundo moral domina una ley universal de gravitación que pone la voluntad humana en el trance de obrar según los empujes morales más fuertes que resulten de la acción combinada de las fuerzas externas con las internas del individuo. De ahí que, en el éxito de esa batalla psíquica entre elementos que guerrean a cada hora, a cada minuto, a cada segundo, en lo profundo del alma humana, la única función que queda a las facultades volitivas del hombre, es la de sancionar las determinaciones impuestas por las fuerzas psíquicas y fisiológicas; el imperativo categórico, como lo llamó Kant, y la soberanía de ese libre albedrío, que los metafísicos ponen por encima de toda psicología individual y colectiva, se restringen a las modestas funciones de un poder ejecutivo, por llamarlo de algún modo, entre la determinación y el acto.

Una vez mencionada, siquiera sea al vuelo, la cuestión del libre albedrío, y dicho que la escuela positiva de derecho penal, en todas sus fases, rechaza esa hipótesis, por absurda, como base moral de la imputabilidad humana, volvamos a las premisas de la antropología criminal que, tomando como objeto de sus estudios al delincuente, lo estudia en su organismo psicofísico con relación a la naturaleza del agente exterior.

En este estudio objetivo de patología moral, que no indaga los secretos de la psiquis enferma, pero que compulsa y busca las causas de la vida fisiológica y escruta las perversidades y las degeneraciones, las protuberancias y las deficiencias patológicas del cuerpo humano, en su desmesurada variedad de formas y desviaciones del tipo normal medio, que representa la espina dorsal de la estructura dominante en una época dada; en este febril sondeo de la ciencia a través de los huesos y de las carnes del hombre para encontrar las causas de sus enfermedades morales y de los fenómenos de sus dolencias fisicas, sin duda alguna de orden fisiológico-atávico-social; en esta labor incesante de las inteligencias laboriosas que se afanan para saber el por qué ese misterio de la existencia, de la satisfacción y del dolor, del genio y de la locura, de la abnegación y del delito, en todo esto, tan magno, hay una corriente de estudios gallarda y fresca que no dejará de proporcionar grandes beneficios a la civilización.

El camino experimental y positivo que se creía exclusivo de las ciencias naturales, invade y conquista el campo de las ciencias sociales, morales y filosófícas. Desde que el alma humana dejó de ser un soplo sobrenatural para contentarse con ser lo que es, una maravillosa y natural emanación de la vida física, en sus variadas sensaciones y aptitudes, y estrechamente ligada a la comunidad de las leyes y de los fenómenos orgánicos, desde que esto ha acontecido, la ciencia se apoderó de ella arrancándola de las contemplaciones misticas y de las visiones de ultratumba para llevarla al mundo real que vive, se agita y se desarrolla siguiendo las transformaciones de la materia, de la cual el espiritu humano no es otra cosa que la excelsa vibración consciente.

De esta nueva filosofía de la vida, los revolucionarios de la criminología adquirieron fuerza para sostener el nuevo rumbo, contra la opinión de los sofistas, dogmáticamente apegados a la tradición y al inmóvil ipse dixit. Sólo que, como sucede en todas las heterodoxias, la antropología criminológica tuvo su período de exageraciones que llegaron muy cerca del dogma, y después de haber representado una saludable reacción del pensamiento científico contra las elucubraciones doctrinarias y aprioristas de la escuela clásica del derecho penal, empezó a polarizarse hacia una nueva concepción del delito, circunscribiendo la infinita cadena de las causas generadoras de crímenes, al solo factor antropológico, olvidando casi por completo que, si al ambiente externo corresponden acciones diversas, según las diferentes naturalezas individuales que modifican las fuerzas exteriores por la mayor o menor resistencia fisico-psíquica del agente, no quiere esto decir que la génesis del delito deba encontrarse únicamente en el individuo que delinque, sino en sus impulsos interiores combinados con los del ambiente que le rodea y que obra poderosamente sobre sus actos, determinando coactivamente la voluntad. Por una de aquellas oscilaciones que en la historia del pensamiento colectivo recuerdan las del péndulo, a la exageración que concretaba la criminología al estudio casi exclusivo del delito, sucedió la del estudio, casi exclusivo también, del delincuente, como persona aislada y separada del mundo cósmico, moral y social.

Olvidando que no hay causas únicas, ni aun en los fenómenos más simples de la vida, sino un sinnúmero de ellas, la antropología criminológica amenazaba invadir el campo de las nuevas investigaciones científicas, como si las funciones de la ciencia del delito y de su génesis, debieran limitarse al examen antropométrico y a las indagaciones apriorísticas -ya que alguna vez hay también apriorismo en la unilateralidad de un principio positivista-, sobre el tipo del delincuente y sobre la clasificación del mismo en las anomalías orgánicas.

Y como si no hubiera necesidad, en este complicado fenómeno de patología social, de dejar a cada rama de la ciencia -principalmente a las indagaciones sociológicas experimentales- que expliquen la propia actividad, completándose recíprocamente en el estudio del delito y del delincuente.

Naturalmente, la herejía echó raíces en el seno mismo de la nueva escuela, sin renegar por ello, sin embargo, de los principios fundamentales por los cuales la revolución se había afirmado en criminología y debía nuevamente conducir a la triste ciencia del delito y de sus causas, a una más vasta contemplación de las cosas y de los hechos, al escudriñar los turbios e infinitos horizontes del crimen. Del mismo seno de esta exageración antropológica surgió la doctrina criminológica que se basa sobre el sólido método experimental, avalorando su tesis con los argumentos inductivos de la filosofía positivista, fijos los ojos en el principal actor de la trágica escena criminal, es decir, en el delincuente, pero buscando, no obstante, abrazar todas las líneas complejas del vastísimo drama y descubrir las razones que enla6zan el ambiente con el protagonista, obrando directa o indirectamente sobre su voluntad y sobre sus acciones instintivas.

De este modo se ha obtenido, con la señalada teoría de los recursos científicos, el ambiente externo como factor principal del delito, merced a influencias pervertidoras que constituyen hasta el caso antropológico que resulta de un efecto fisio-patológico de origen social.

El atavismo de una aparición de los caracteres degenerativos del hombre salvaje en medio de la civilización moderna, con los impulsos felínos de las razas primitivas que ahogan el sentido moral, detenido en su desarrollo por la degeneración fisiológica, no es a su vez sino un producto del lento proceso de nutrición orgánica, o de alcoholismo crónico, o de atrofia moral e intelectual por exceso de fatiga, o una cualquiera de aquellas iniquidades e imprevistos sociales que después de haber flagelado y embrutecido a los padres, renace en los hijos con el estigma trágico de las predisposiciones criminosas.

Sin pretender profundizar en estos apuntes científicos la teoría de las degeneraciones, a la que Sergi, antes que Max Nordau, había prestado el caudal de sus observaciones, quiero, desde este momento, declarar que, tomando las cosas humanas tal como son, y no como se quisiera que fuesen, mi creencia es que si el gigantesco influjo social, con sus lentos y la mayoría de las veces inadvertidos procesos de perversión, deforma los organismos morales, de esta deformación fisio-psíquica queda el estigma indeleble en la estructura del cuerpo, con la alteración, más o menos completa, de los órganos y sus funciones. De aquí que la misión científica de la antropología social sea tan eficaz, de mérito tan extraordinario, sin pretender, no obstante, dominar como soberana en la palestra vastísima de la criminología, contentándose con proceder en armonía con las otras investigaciones positivas en las exploraciones formidables del delito y sobre los rastros sangrientos del delincuente.

La ciencia positiva del derecho penal debe encaminarse por la ruta, tan fecunda como segura, de los hechos en relación con sus causas, pero sin intentar agruparlos sistemáticamente en categorías y sacar de ellas leyes generales y absolutas como dominantes en la criminalidad. Dedicada actualmente la antropología criminológica, en todas sus ramificaciones especiales, a la tarea, noble aunque oscura, de acumular los hechos a los hechos, los documentos humanos a los documentos humanos, será en no lejano tiempo, como fruto de tal esfuerzo colectivo, un caudal importantísimo de conocimientos sobre el cual se podrá fundar el trabajo orgánico de selección y de inducción, construyendo así la base de la ciencia nueva. Ese, y no otro, es el buen camino.

Que no vengan los misoneístas a decirnos que las medidas antropométricas de los desgraciados que la sociedad o la naturaleza arrastraron al delito, son cuestión de cráneos y de ángulos faciales. Porque es muy peligroso en la práctica, y pone a la ciencia en muy malas condiciones de seriedad, el decir que basta tener las mandíbulas enormes, la frente oprimida y las orejas anormales para verse comprendido entre los criminales natos, como sería peligroso y ridículo sostener, volviendo a las antiguas cuestiones espiritualistas, que cada hombre tiene la libertad de delinquir o no, y que entre esta elección entre el bien y el mal consiste, precisamente, su responsabilidad moral, para concluir sosteniendo que las coacciones mismas del ambiente físico y social nos dan resultados diversos, según los temperamentos individuales, consecuencia demostrada, no sólo por la ciencia, sino también por la experiencia constante de la vida.

El hombre, delincuente o no, es hijo del ambiente en el que se han modelado los caracteres fundamentales de su organismo, por aquella ley de afinidades de una parte con el todo, que recoge en una sola gota y en proporciones diversas la suma de las materias químicas disueltas en el océano humano, pero también es hijo de sí mismo, y según sea su conformación orgánica y psíquica, su capacidad y sus aptitudes, será más o menos idóneo para vencer o sucumbir en la lucha por la vida, como según sea su sentido moral violará o no el derecho ajeno. En el primer caso reunirá condiciones para asociar su actividad a la colectividad o caerá a los pies de los más fuertes hasta que desaparezcan las leyes de fuerza y de violencia. En segundo término, en sentido moral mismo, aunque fuera de toda sanción legislativa, según la teoría de Guyau, lo pondrá en frente de los confines naturales entre su derecho y el derecho de los otros, y la tendencia a respetarlos, o mejor dicho, sus predisposiciones psíquicas inconscientes le llevarán a violar la vida de sus semejantes o a atacar las razones de los otros con la violencia o con la astucia.

Si hay una predisposición orgánica que nos obliga a ser inteligentes u obtusos, si la naturaleza en su variada e infinita simiente cría poetas, artistas y sabios, que serán hombres de talento aun a despecho de mil adversidades, al lado de macrocéfalos, a los que nadie será capaz de enseñarles las más rudimentarias nociones cientííficas; si desde el nacimiento se es raquitico o robusto, enfermo o sano, también los gérmenes de las enfermedades morales, resultado de injusticias naturales o sociales, se forman al simple contacto con las causas externas. La imbecilidad o el delito no se encontrarán latentes en los organismos apenas nacidos, sino escondidos entre la materia inconsciente, prontos, sin embargo, a manifestarse, como bacilos ocultos, a las primeras provocaciones del exterior.

Si la antropologia pura indaga y, en parte, descubre los caracteres somáticos del genio; si la bacteriología escudriña los microorganismos en acecho, en la lucha eterna entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, ¡figuraos qué vasto trabajo espera a la antropología criminológica dedicada al estudio de las enfermedades morales!

¡Qué melancólica, aunque también qué noble tarea para el criminologista la de indagar y escrutar las causas orgánicas de la perversión moral; buscar la curación de las lesiones que desvían la psiquis humana de las normas esenciales de la vida, conforme el psiquiatra cuida la normalidad de la razón! Porque si cada enfermedad del hombre tiene indagadores pacientes y profundos que anatomizan a los muertos para salvación de los vivos, ha de haber también, en esta tétrica enfermedad moral, de la que proviene el delito, sus clinicos y sus anatómicos para salvación de los honrados y para regeneración fisio-psíquica de los delincuentes mismos, ya que, si a la ciencia de los delitos y de las penas pertenece todavía una función social, ésta debe perder el carácter ascético y metafísico que conservan las llamadas naciones civilizadas, consistente en crear una ordenación defensiva de los ataques antisociales. Mas, antes de ejercitar este derecho concienzudamente, en nombre de una doctrina positiva de criminologia, la civilización tiene deberes que cumplir no menos elevados: ha de librar a la vida colectiva de todos los tropiezos y todas las trampas en las cuales los hombres más honrados están expuestos a caer.

Que los dos tercios de la criminalidad, como escribo Pedro Ellero, sean delitos contra la propiedad, significa que aquellos a quienes los otros atacaron no estaban, quien más, quien menos, desprovistos de lo robado, y que los que realizaron el robo carecían del objeto causa de su delito, excepción hecha de los cleptómanos que roban sin necesidad. No se equivocó Tomás Moro al decir: ¡Oh sociedad! ¡Eres tú quien creas los ladrones para tener el gusto de ahorcarlos!.

Recuerdo un país, y hay muchos iguales, en el cual no se ahorca a los ladrones si roban millones y se manda a la cárcel a los que roban un puñado de hojas secas. Es cierto que Francisco Carrara, ante el caso típico de Juan Valjean en Los Miserables, afirma, en una de sus obras, que ningún juez humano mandaria a la cárcel a un desgraciado que robara por necesidad. Pero a pesar de la experiencia del gran maestro, recuerdo, y nunca podré olvidarlo, a algunos desventurados a los cuales presté mi apoyo profesional, que disculparon su delito con la miseria, y el juez no supo encontrar entre los pliegues de la ley, tan elástica cuando se trata de poderosos, un recurso que salvara del presidio a los que, azotados por el hambre, habían recogido del suelo unas pocas castañas en los linderos de la propiedad de un millonario. Es cierto que el millonario, no menos caritativo que el juez era el autor de la querella. Y, como tal, la alimentaba.

¡Y son muy frecuentes estas monstruosidades judiciales!

Carrara escribe, por otra parte, que cuando el derecho a la vida se encuentra en oposición con el de la propiedad, conviene que éste, como inferior, se incline ante el otro, que es inferior entre los hombres bien constituídos, y que el hurto cometido por necesidad no es delito, conforme no lo es matar al que nos quiere quitar la vida.

Sin embargo, compulsando las estadísticas criminales, ejercitando el piadoso oficio de defensor, se tiene la certeza absoluta de que la mayor parte de los delitos contra la propiedad y otros que son de ella consecuencia inmediata derivan del desequilibrio económico de la sociedad y no es, ciertamente, aplicando penas severas contra los ladrones como el hurto desaparece, sino extirpando las causas generales que determinan las crisis de trabajo, la carestía, la ínsufíciencía de los salarios, la miseria crónica, etc.

En Italia, al iniciarse el nuevo año jurídico, los procuradores del Rey, entre muchas cosas inútiles y erróneas, disertan sobre las causas probables del aumento o de la disminución de los delitos. Pues bien; las dos terceras partes de los discursos inaugurales del último año jurídico, afirmaban que el aumento de los delitos contra la. propiedad y otros en forma de atentados contra las personas, debía atribuirse al desequilibrio económico que sufre el país. El mejor remedio penal contra los atentados a la propiedad es, pues, asegurar y difundir el bienestar, evitando los impulsos de la miseria, que no conoce la ley y que desafía toda sanción penal.

La ciencia de la vida social, en cuya relación la criminología es lo que la patología a la biología, debe ser, por tanto, el vasto campo sobre el cual puedan cooperar, como hermanos de fatigas en una obra común de saneamiento y abono, la antropología criminológica, la psiquiatria, la psico-fisiología y todos los demás estudios que el hombre ha consagrado al objeto más inteligente y admirable del mundo: el hombre.

No obstante, ninguna de estas indagaciones especiales y cientificas deben apartarse ni aíslarse de las compañeras que trabajan a su lado por el principio que afirma la unidad de las ciencias y que no puede confundirse con la uníformidad, supuesto que es sabido que la variedad es la base orgánica de la unidad.

Yacen muertos y enterrados para siempre los tiempos en que las ciencias sociales pretendían separarse de las naturales, como si el hombre fuese un animal extra-natural y como si las cualidades más elevadas de su espírítu lo arrebatasen, según la leyenda semítica, del resto de la naturaleza viva.

La filosofia desciende de las alturas siderales, entre las cuales había desaparecido para los mortales, como entre nieblas, y vuelve a la tierra para trabajar como obrera moderna en el taller de las indagaciones positivas, al lado de las esencias que se han hecho hermanas y solidarias en la laboriosidad y en los métodos. Y más acá de lo incognoscible spenceriano, que aquélla no tolera ciertamente, como nueva columna de Hércules, semimetafisica de sus audaces indagaciones, se refuerza con los sólidos argumentos vitales que los progresos de las otras ciencias le deparan y que ella no desdeña.

Con el pensamiento reverente, vuelvo a saludar, desde esta aula austera, al venerable entre los ancianos, Roberto Ardigó, el cual no envejece ni comparado con la juventud más llena de vida y de ilusiones, al formidable filósofo en quien las amplias intenciones del alma latina, fecundaron una fibra saturada de modernidad. En la filosofia positiva, Ardigó ha levantado siempre el monumento imperecedero de su gloria.

¿Podría la ciencia del derecho penal conservarse como especulación puramente jurídica, acelerándose y renovándose, al mismo tiempo, con actividades científicas asocíadas? ¿Puede permanecer limitado el estudio del delito, como pretende el insigne autor de la escuela clásica, al acto de rumiar doctrinariamente definiciones abstractas, que hacen de él un ente fuera del contacto de los hombres, un hecho violatorío del orden jurídico, aun cuando éste esté fundado sobre el preconcepto metafísíco de una voluntad sobrenatural, O bien sobre las bases de un pretendido contrato social? ¿Debe, por el contrario, polarizarse, como intentaba en sus comienzos la antropología criminológica, en el examen antropométrico del delincuente y a la clasificación de los tipos criminales, sin recordar, siquiera, que éste y aquél son la mayor parte de las veces efecto de otras causas generales sobre las cuales es necesario fijar la mirada escrutadora?

La sociologia criminológica, como ciencia positiva, ha llegado en nuestros días a un grado de evolución que permite tener fundamentos inconmovibles. Esta ciencia, considera y estudia el delito, no ya en sus relaciones éticas o jurídicas, sino desde su aspecto social y en relación con la sociedad.

Desde un punto de vista abstracto y absoluto, no existe el bien ni el mal, pero mirados con los ojos del positivismo social, el bien es lo que conviene a la sociedad y el mal lo que perjudica a la especie. El delito tampoco existe en sentido abstracto y absoluto, y la idea del mismo nace, únicamente, con respecto a la agresión sufrida por el individuo o la colectividad, en sus diversos derechos, y por actos del delincuente, y también del interés que todos tienen en defenderse contra las agresiones de cada uno. Es, pues, en este concepto, verdaderamente moderno, donde surge el principio penal positivo de la defensa social, en reemplazo del principio metafísico del restablecimiento del orden jurídico violado por el delito, según la doctrina de Carrara.

La sociedad no puede blasonar de justiciera en nombre de un principio trascendente, ya que en tal caso el derecho penal vendría a encadenarse con la teología; no puede fundar la responsabilídad penal del delincuente en la presuposición del libre albedrío, ya que entonces sería necesario primero que se demostrara la existencia del libre albedrío, y no con el razonamiento agudo de aquel sofista: Si el libre aldebrío no existiese, no podría existir; mas existe puesto que existe.

La sociedad no tiene el derecho de castigar, no tiene el derecho de vengarse, como no tiene jamás, frente a la civilización, el derecho de torturar. Tiene, sí, puramente, el derecho de defenderse, como todo organismo que no quiere perecer del delito que le maltrata en sus miembros. y este indiscutible derecho de defensa, cuando la sociedad sea sabia, sabrá ejercerlo, primero curando radicalmente sus males profundos, de los cuales la mayor parte de los delitos nacen y se desarrollan; después, cumpliendo por sí misma el deber de prevenirse de nuevos ataques del delincuente -que si existe, demostrará obstinación en la violación del derecho ajeno-, el deber hacia el delincuente mismo -degenerado, loco, amoral, etc.-, aplicándole, para su cura fisio-psíquica, todos los remedios que la ciencia haya ido acumulando para acabar, o aliviar cuando menos, estas enfermedades morales.

La sociedad, después de las penas impuestas al delito, penas que tienen más de venganza que de justicia, comprenderá que con una prudente prevención, no de policía, sino de pacificación en los ánimos, puede asegurar la paz y la armonía entre los individuos, con las garantias del derecho a la vida. Actualmente, mientras una ley prohibe atacar la existencia del semejante, la brutalidad de los hechos cotidianos golpea de mil modos la inviolabilidad de la vida humana, sujeta como se encuentra a la miseria. fisiológica, intelectual y moral. Y ocurre, naturarmente, que en los paises de raza latina, donde la aspereza de las condiciones económicas pone mayores trabas al derecho, al trabajo y, por consiguiente, a la vida, y donde, aun trabajando, la compensación es inferior a la de los paises de raza anglosajona, el número de los delitos contra la vida y contra la integridad personal es casi el décuplo de los que se cometen en estas últimas naciones.

La criminologia se está haciendo, pues, una rama importantisima de la ciencia social, desde que entre el dogmatismo jurídico de las viejas escuelas y la unilateralidad de puntos de vista en que se había colocado al principio la antropologia criminológica, se abrieron novisimas corrientes de investigación que siguen la via justa, fecundando igualmente el estudio de los tres factores de la delincuencia: antropológicos, sociales y cósmicos.

Ahora bien; ante el estado de evolución de la ciencia del derecho y de la sociología criminológica, ante 1a enorme cantidad de materiales que la nueva dirección cientifica de estos estudios han acumulado, mi misión es limitada y modesta.

Al llevarla a cabo, no traeré a esta cátedra ninguna palabra que sea irreverente para los maestros de las escuelas penales a las cuales yo no pertenezco, o mejor dicho, a las que he dejado de pertenecer. La generación intelectual de que salgo -aunque bastante más heterodoxa que los heterodoxos- no es tan vieja para inclinarse, supersticiosamente, ante la escolástica de los antiguos dogmas cientificos; pero no es tampoco tan juvenilmente temeraria para escarnecer la memoria del pasado, aun cuando sus doctrinas no fueran más que ruinas venerables en la construcción de las nuevas verdades conquistadas que forman la gran corriente del pensamiento moderno. Del pensamiento que hará feliz a la sociedad.

Porque nosotros reconocemos, con Leibnitz, que si el presente es hijo del pasado, es padre del porvenir. Al actual patrimonio colectivo de los conocimientos humanos, que es el maravilloso producto de la laboriosidad intelectual de tantas generaciones, llevaron su contribución todos los pensadores que nos precedieron en la historia y de la labor de todos, perdida la parte errónea y caduca, queda, no obstante, en el inmenso conservatorio de las verdades conquistadas, alguna partícula luminosa como para atestiguar que entre los errores y las incertidumbres también la ciencia arrojaba en el camino de los hombres la luz cada vez más intensa y difusa.

¡Que esta convicción inconcusa quede en vuestro ánimo! La tolerancia es el más alto y victorioso espíritu que emana de la ciencia verdadera. Y si la critica científica es un derecho indescriptible del pensamiento, es deber del hombre civilizado el respetar las opiniones ajenas, aun cuando sean erróneas, lo que no implica renunciar a discutirlas. Así, a los adversarios convictos no se les falta al respeto discutiendo serenamente sus ideas, pero se les tributa honor juzgándoseles capaces de defenderlas y sostenerlas.

Ideas contra ideas, argumentos contra argumentos: he ahí las batallas de la civilización, mucho más gloriosas que las otras, que son el retoño sangriento de la barbarie y del salvajismo primitivos. A través de las violencias salvajes de la Edad Media -violencias inauditas sobre los cuerpos y los pensamientos humanos-; a través de la caligine que condensaban en el aire las hogueras encendidas por la locura de las persecuciones religiosas, había también faros esplendentes de una luz purísima, casi consoladora en la procelosa noche de aquellos siglos. Eran los blancos muros de las Universidades, a las cuales acudía la juventud y donde, sacro derecho de asilo para todas las heterodoxias filosóficas proscríptas de otros lugares, convenían los precursores inmortales, los juristas, los literatos, los sabios, los filósofos. Irnesius en el estudio boloñes, Galileo en el de Padua, Bruno en la Sorbona de París y a las lecciones que éstos y otros daban, agolpábase la juventud y, peregrínando de ciudad en ciudad, los gallardos, los animosos estudiantes, llevaban de un pueblo a otro la sabiduría nueva, los debates ardientes y fecundos entre los ilustres militadores en las diversas doctrínas, y en aquella laboríosidad multiforme, en todo aquel entrecruzarse de opiniones distintas palpitaba todo un renovamiento esplendoroso de la ciencia y de la vida.

Asi hoy, sobre esta espasmódica y convulsa agonia del siglo, si algo queda aun de alto, de puro, de consolador, es la ciencia que se extiende sobre las contiendas entre pueblos y entre clases, tratando de reconciliarlos.

Cábeme a mi el honor de traer a estas aulas universitarias de la Atenas Sudamericana, la palabra de la joven escuela italiana del Derecho Penal; a mi, que soy nada más que el último de sus discípulos. Pero quizá un sentímiento de amabilidad en los que me invitaron ganó la modestia de mis fuerzas; y al ofrecer la amplia hospitalidad de estas aulas aun proscrito por delito de pensamiento, se ha demostrado que la tolerancia científica es un hecho en los Ateneos de esta América, la que tiende los brazos a los peregrinos de ultramar, los cuales, como los gallardos y serenos, llevan consigo la única riqueza buena: la voluntad de hacer.

Yo haré, desde esta cátedra, cuanto me sea posible para no desmerecer vuestra confianza. No buscaré la paradoja para parecer original, pero tampoco me pararé ante las tradiciones, por más respetables que sean, para entrar en olor de santidad. Diré lo que siento, lo que pienso, lo que modestas y pacientes investigaciones personales han acumulado en el bagaje de mis conocimientos sobre el problema del delito y de las legislaciones penales que he tenido ocasión de estudiar de cerca en mi peregrinación internacional. Sed testigos vosotros de que no dejaré de evitar todo lenguaje que pueda dar pretexto a los malignos -puesto que de todo se aprovechan- para decir que he convertido la cátedra de la ciencia en tribuna política.

El estudio de la sociología criminológica está más allá de las teorías preestablecidas, ya que estudia el fenómeno más sangriento de la actividad humana en la vivisección de los hechos y de sus causas. A este estudio es necesario aplicarse sin preocupación alguna, y mucho menos política, si no se quiere perder la vía recta.

Juntos trabajaremos en el índice materializado de documentos humanos, cimentando nuestra obra con la invencible solidez de los hechos estudiados en su esencia, y ensayaremos el elemento con el cual artífices más autorizados que yo puedan construir, después, el organismo sistemático de una nueva ciencia criminológica sobre estas remotas, sonrientes y caudalosas riberas del Plata.

Las viejas generaciones intelectuales de Europa os brindarán los postulados científicos de su época que, por lo demás, se han infiltrado hace tiempo en vuestras leyes y en vuestras costumbres. Del pensamiento jurídico italiano, que en las noches de la antigua barbarie reflejó focos de luz en las obras monumentales de la escuela clásica, desde Beccaria hasta Carrara, llegan hasta vosotros ecos novísimos, y en representación de renovada juventud os digo que también nosotros, sin perjuicio de la reverencia debida a los maestros, sentimos la oleada fresca de los nuevos estudios, de las nuevas direcciones científicas, sintiendo la necesidad de refrescarnos en ella. Porque la ciencia, como la vida, sólo se conserva y se desarrolla a condición de incesantes transformaciones. Y los conservadores racionales, los centinelas, serios vigías de esta riqueza intelectual de la civilización, que es la ciencia, son sus peores enemigos si quieren condenarlas a una estéril rumiación de fórmulas aceptadas ya como dogmas indiscutibles. La evolución de las formas, aun en las doctrinas científicas, no sufre violencias de inquisidores y hace pedazos los obstáculos de reglas preestablecidas, afirmándose soberana en todas las manifestaciones de la vida.

El estudio de las ciencias naturales y de las ciencias sociales no es ya más que la doble corriente bifurcada del mismo río sonoro y fecundador de los hechos humanos, observados, no con la lente ahumada del teólogo o del metafísico, sino a través del microscopio límpido del bacteriólogo que escruta las profundas causas de lo infinitamente grande en la vida misteriosa e invisible de lo infinitamente pequeño.

Así, pues, nosotros no disertaremos con las soberbias de la ignorancia dogmática, sobre la bondad innata o sobre la innata maldad del hombre, puesto que el hombre no existe en la abstracción ideológica de la palabra; pero existen, sí, los hombres en la variedad inconmensurable de la especie, de manera que ni uno sólo, en los millares de vidas deslizadas a través de los siglos, ha sido ni será perfectamente idéntico a otro.

No buscaremos tampoco la piedra filosofal para distinguir al honrado del delincuente, ni intentaremos proponer leyes milagrosas para extirpar el delito.

Si la sociología criminológica no es más que la clínica de una enfermedad moral, analizaremos pacientemente los síntomas antropológicos, psíquicos, socíológicos del trágico mal. Discutiremos los errores y quizá los horrores de los sistemas de cura adoptados contra este gran dolor y vergüenza secular de las sociedades humanas. Atacaremos los prejuicios que hacen crónico el desastre, las obstinaciones perturbadoras que hacen perdurar el equívoco, las timoratas incertidumbres que aún impiden el triunfo de la verdad. Destruam ut oedificabo.

Corresponde a vosotros, jóvenes, el fecundar las pobres semillas que arrojaré con fe en mis horas de labor sobre esta tierra feraz y hospitalaria: a vosotros, que sois laboriosos y poseéis los gérmenes de una raza rejuvenecida, os está reservado el escribir, como trabajadores del pensamiento, la parte más noble de la historia de este pueblo nuevo; a vosotros que me proporcionáis el orgullo -aunque sea humilde la semilla e inepto el sembrador- de poder exclamar con Wittier: Jamás partícula alguna de verdad fue arrojada en vano por obrero errante entre las malezas del mundo; después de las manos que han sembrado vendrán las manos que recogerán las floridas miéses, desde el monte hasta los valles.

Notas

(1) Este ensayo corresponde a la introducción de una cátedra sobre Criminología social expuesta por Pedro Gori en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en el ciclo escolar correspondiente al año de 1889.

Las bases morales de la anarquía

I

En el hombre hay dos instintos fundamentales: el instinto de conservación y el instinto de procreación.

El primero tiene su asiento en las necesidades fisiológicas que miran a preservar el individuo: alimentación, respiración, movimientos, etc., el segundo en las necesidades sexuales, que tienden a través de los estímulos de lo inconsciente, a la conservación de la especie.

A la acción benéfica del primero se debe si el individuo vive, se desarrolla y progresa en la parábola de su particular existencia; de los resultados orgánicos del segundo, deriva para el género humano la conservación y la expansión de su vida colectiva.

Estos dos instintos encarnan dos necesidades primordiales e imprescindibles, so pena de muerte para el individuo y para la especie: la necesidad de alimentarse y la necesidad de procrear. La no satisfacción del primer instinto significa la muerte para la mónada individual; la renuncia o el impedimento absoluto del segundo significaría la desaparición de la especie como comunidad viviente.

Estas dos sanciones fundamentales de las leyes biológicas son las que ligan de modo indisoluble la existencia del individuo a la de la especie entera, ya que si por la una el hombre vive, por la otra el hombre renace y se perpetúa. Sobre estas bases naturales se asienta una moral positiva, que, fundada sobre las mismas necesidades del individuo, da al hombre consciente la noción exacta de su posición en las relaciones con el consorcio de sus semejantes, y forma ya en las mentes precursoras en este último estado de barbarie dorada, la concepción de nuevas y más sanas normas de conducta y de vida.

De esta premisa derivan los dos primitivos derechos humanos: el derecho a vivir y el derecho a amar.

Mientras el derecho queda como abstracción jurídica, no tiene ningún significado concreto y real. Todo individuo, por el solo hecho de haber nacido, tiene el derecho a la vida, derecho a ejercitar primero que cualquier otro; y todo aquel que de uno u otro modo se opone al ejercicio práctico de este derecho natural, viola en sus semejantes las razones y los fundamentos de su propia existencia.

La vida social no puede fundarse sólidamente sino sobre este recíproco reconocimiento: cada individuo tiene derecho a satisfacer sus propias necesidades con la reserva de riquezas que la naturaleza y la laboriosidad colectiva de las generaciones precedentes crearon a beneficio de la familia humana.

Sin equidad, no hay justicia.

No hay declaración de derechos humanos que pueda tener valor para el individuo sino en la expresa sanción social que reconozca en cada hombre la facultad de disponer de todo cuanto existe para su utilidad, en razón de sus necesidades, sin otro limite que la posibilidad colectiva. La solución del problema, de las relaciones entre el individuo y el agregado de individuos que se llama sociedad, debe producirse al mismo tiempo en el campo económico y en el político.

Siendo la base moral y jurídica de la economía individualista, hoy dominante, un príncipio díametralmente opuesto al que impera en las leyes biológicas de los agregados animales superíores, como la especie humana, la revolución que hoy se presenta fatal en la historia no puede ser otra que una resurrección profunda de estos fundamentos morales de la sociedad moderna, que después de un siglo de desenfrenada competencia del individuo en la lucha vítal, ha agotado ya toda la parábola ascendente y descendente de sus fuerzas, para dar vida a nuevas formas de convivencia en las cuales el hombre en lugar de conquistar el bienestar luchando contra sus propios semejantes, procura asegurarse la felicidad con su concurso y en la estable garantía del bíenestar reinvindicado para todos.

Si se observan las fases del desarrollo de la sociedad humana, desde las épocas primitivas hasta nuestros días, forzoso es convenir en que la evolución procede de las formas más brutales de lucha a las tendencias más elevadas de solidaridad. El instinto de conservación se manifestaba primitivamente por las formas de guerra más bestiales entre el individuo y sus semejantes.

Puede decirse, sin temor a incurrir en exageración, que el primer estímulo al homicidio, que es la génesis y el protoplasma de la guerra, entre los caníbales antropomorfos, se originaba en el apetito de poder devorar al propio semejante vencido y muerto.

Entonces el hombre era verdaderamente un lobo para el hombre, porque en el semejante, tanto como en cualquier otro animal, no veia más utilidad que la de una substancia alimenticia con la que podía nutrirse.

El otro instinto fundamental de la procreación se manifestaba entonces de modo igualmente bestial.

De igual modo que en la conquista de los alimentos, en la conquista de la hembra dominaba la lucha entre los hombres que aún se hallaban en el dintel del mundo animal y aseguraban todos sus afectos de modo muy violento.

Los estímulos sexuales, como los del estómago, obraban con prepotencia, y el individuo, para satisfacerlos, se hallaba en continuo y abierto contraste con todos los demás individuos. No había entonces cambio de servicios, ni comunidad de trabajos y de intereses, ni mútua dependencia de relaciones económicas y morales que hicieran hablar todavía los sentimientos de benevolencia y de simpatía para con los demás individuos en aquel pobre estado inicial de degradación salvaje. Fue solamente después de las primeras experiencias que el instinto de conservación, en la lucha con los demás, hizo comprender al individuo aislado la necesidad de asociar las propias fuerzas a las de los demás para defenderse él y los suyos de las agresiones externas, o para vencer más fácilmente, con fuerzas asociadas, contra fuerzas asociadas, las primeras luchas por la existencia social.

Así fue como la necesidad de ofensa y de defensa para conservar la vida o conquistar los medios adecuados para mantenerla, nació por primera vez en el fondo de las primitivas toscas almas el sentimiento de solidaridad. Desde entonces cada progreso, cada etapa decisiva en el camino de la civilización señalóse con un desarrollo, cada vez mayor, de este sentimiento que enlaza las fuerzas y los espíritus humanos en la lucha sobre un terreno siempre más vasto, de la tribu a la ciudad, de la ciudad a la región, de la región a la nación y de ésta, en un mañana irrevocable, a la humanidad entera.

Parecidamente en el mismo seno de cada agregado de individuos: tribu, ciudad, región y nación, el doble instinto de conservación del individuo y de la especie fue determinando tendencias y necesidades que se fueron desarrollando cada vez más, capaces de considerar los propios semejantes como un complemento necesario e integrante de la existencia individual, y no imaginándose el yo concreto, sino como un átomo inseparable de la vida y del alma de la sociedad entera.

Primeramente por sentimiento de una comprobada utiidad y luego por simpatía razonada, el indivIduo dejó de comerse a su enemigo vencido cuando se dió cuenta de que podía sacar un beneficio mayor haciéndole trabajar y explotándole este trabajo.

En este segundo estado de la lucha inter-social nació la esclavitud, que era una forma suavizada de la antropofagía. El hombre no se comía ya a su semejante; se servía de él cual pudiera de una bestia útil con su trabajo para mantener en la ociosidad a su vencedor.

La segunda fase de antropofagía económica, también mitigada, hallámosla en la servidumbre de la gleba, en la Edad Media; cuando los vencedores reconocieron que era más útil renunciar a adueñarse directamente de los vencidos pudiendo lo mismo despojarles de sus productos, en virtud de un privilegio de nacimiento o de jerarquía, sin obligación de mantenerles, como es necesario hacer con el ganado.

Con la revolución política que abolió los privilegios feudales, dejando únicamente dueño del mundo al dinero, la clase victoriosa en la lucha que había acaparado todos ros recursos de vida desde el capital hasta las riquezas naturales, halló que bastaba la simple dependencia económica de los trabajadores para hacer de éstos instrumentos dóciles y máquinas de producción tan fecundas en riqueza como productoras de miseria para sí mismas. A pesar de nuestras justas y acerbas críticas de la presente organización social, gigantesca ha sido la marcha desde la antropofagía primitiva a las actuales formas de explotación económica y de dominio político. Los vencidos de hoy en la guerra económica no pueden dar la batalla campal a los últimos dominadores sino en nombre de una moral opuesta a la de las épocas primitivas y de la moral actual más conforme a los instintos de conservación del individuo y de la especie tal como científica y modernamente se entienden. A los últimos vestigios de la antropofagía en el campo económico y político, el proletariado militante no puede lógicamente oponer más que el principio de solidaridad.

Desde la revolución de 1789 el principio individualista, desde el campo económico al moral, triunfa grandemente en todas las manlfestaciones de la actividad humana. Y mientras que con el desarrollo de la grande industria, con el acrecentamiento siempre mayor de los medios de comunicación, con el entrelazamiento cada vez más compllcado de las relaciones materiales e intelectuales entre individuos, fueron gradualmente aumentando las relaciones de mutua dependencia entre ellos y, consiguientemente, los lazos de afectividad y de interés común, por un lado la economía política y por otro la filosofía metafísica de la llbertad chocando con los descubrimíentos de las ciencias naturales han llevado al ente individual a la exageración de su personalldad, como si ésta estuviese separada de derecho y de hecho de la de sus semejantes cooperadores en el común ambiente de lucha, y como si el ihdivlduo no representase, en último anállsis, el átomo viviente en y por la asociación con ros demás átomos humanos que forman el organismo social.

La declaración de los derechos del hombre, que en abstracto proclamó el derecho del individuo a la vida, a la ciencia, a la Iibertad, se olvidó de situar la garantía de éstas reivindicaciones civiles sobre los graníticos fundamentos de una solidaridad de intereses de la cual surgiese, por la misma fuerza de las cosas, la seguridad positiva de que las razones de cada uno hallarían su natural defensa en el apoyo de todos los demás consocios. Pero si la transformación de la propiedad, de feudal a industrial-capitansta, no pasaba del dominio privado al dominio público, como plataforma de un nuevo orden económico a base de igualdad de hecho, continuando siendo patrimonio individual las riquezas naturales o las producidas por ajeno trabajo, no cambió grandemente de sitio la serie de las relaciones entre sociedad e individuo, antes al contrario, con la desenfrenada competencia en el campo industrial y comercial y con la egocracia triunfante, la lucha de hombre a hombre y el antagonismo más áspero entre las clases, en lugar de tener una tregua se acentuó agudisima, y tar vez no se dió nunca en la historia el ejemplo de riquezas tan colosales al lado de miserias tan espantosas como las que actualmente forman el contraste más visible con la pacificación teórica de los derechos civiles y políticos.

II

El concepto de la libertad, en la esfera de las actividades sociales más complicadas y refinadas, se ha ido transformando siempre más rápidamente. Así, como en el mundo morar no existe el libre albedrío sino como una ilusión hereditaria de nuestros sentidos, tampoco existe, en sentido absoluto, autonomía completa del individuo en la sociedad. El instinto de sociabilidad, desarrolrado poco a poco en el hombre a medida que se civiliza, se ha convertido en una necesidad fundamental de la especie en su ulterior desarrollo, y reconoce ya en el principio de asociación la palanca más poderosa y eficaz que con los esfuerzos de cada uno y de todos, puede empujar la humanidad por el camino ascendente de sus mejores destinos.

De ahí la concepción moderna y sociológica de la libertad, que si halla en la mutua dependencia de las relaciones entre individuo e individuo una pequeña limitación de la independencia absoluta de cada uno, al mismo tiempo halla en la reforzada y cada vez más compleja solidaridad social su defensa y su garantía, de modo que, en lugar de ser aminorada, se siente aumentada. Si el hombre salvaje en el estado antisocial parece a primera vista más libre, es incomparablemente más esclavo de las fuerzas brutas del ambiente que le rodea que el hombre asociado, que en el apoyo del semejante halla la salvaguardia de sus deberes. Pero la asociación, en el sentido de agrupación orgánica de las diversas moléculas sociales, no existe todavía, puesto que en la sociedad actual no hay fusión espontánea de elementos homogéneos. sino una amalgama descompuesta de principios y de intereses contradictorios.

Al principio de la egocracia, en el campo económico y politico (ya que la explotación y el dominio de clase no son más que su consecuencia, por solidaridad instintiva de las dos fuerzas dominadoras: el dinero y el poder), está substituyéndole, en la elaboración lenta y subterránea de la nueva forma y de la nueva ánima social, el principio del apoyo mutuo, más conforme al desarrollo de la evolución adelantada que quedó aparentemente interrumpida por aquel paréntesis, obscuro y espléndido a la vez, llamado siglo diecinueve. Espléndido, porque la misma desenfrenada competencia entre individuos y entre las clases que en el terreno económico representó un verdadero retroceso al salvaje individualismo primitivo, creó los milagros de la mecánica, de la industria y de la ingeniería moderna. Obscuro, porque las gigantescas obras de esta lucha a fuerza de miles de millones contra la naturaleza que se resistía, costó millones de vidas humanas, de nobles existencias obscuras, extinguidas después de dolores sin cuento, con los músculos exprimidos de toda fuerza y de toda vitalidad bajo la prensa del salario. De modo que puede decirse que el colosal edificio de la civilización burguesa, el cual ocupará un sitio visible en la historia del progreso material y científico de la humanidad, ha sido construído con este cemento de vidas obreras, y la grandiosa alma colectiva de las clases laboriosas palpita en el organismo infinito de toda la moderna producción, como si la fuerza que animaba a aquellas vidas extinguidas sobre el trabajo y por el trabajo, se hubiese transfundido en las cosas por el trabajo creadas.

De esta nueva condición de laboriosidad y de esfuerzos asociados, debida a nuevos medios de producción en los que dominan como soberanas la gran máquina y la gran fábrica, surge triunfal el nuevo principio jurídico de un derecho social sobre el producto debido al trabajo colectivo.

No son ya los lamentos sentimentales de los santos padres de la Iglesia contra la iniquidad, que pisoteando a los más divide unos de otros a los hijos de Dios, como decía Juan Crisóstomo. Y tampoco son las declaraciones naturistas de los prerafaeliticos del socialismo simplicista reclamando su parte de tierra, de pan y de sal para todos los hombres, a la madre naturaleza. No son las invectivas ascéticas de los viejos comunistas ante el miedo del año mil. Tampoco las declaraciones filosóficas y abstractas de los enciclopedistas sobre los derechos del hombre ante la rojiza alba del año 1789. Es algo más y mejor: es la madurez de ciertos hechos, es la realizada evolución de ciertas formas. Nunca como ahora, por necesidad de la división del trabajo en la grande industria y en el taller mecánico, se halló el obrero tan estrechamente ligado al obrero, los oficios a los oficios, las artes a las artes, debido a la mutua dependencia y al estudio combinado de los esfuerzos del cual surge una resultante bastante mayor que de la simple suma de las fuerzas singulares. La asociación de estos esfuerzos para aumentar la producción ha ido creando poquito a poco, además de los lazos materiales que ya enlazan de modo indisoluble a los trabajadores, aquellos lazos morales que al principio pasaban inadvertidos y que se han ido robusteciendo cuanto más conscientes.

Y desde el momento que las ideas y los sentimientos no son sino imágenes reflejas de los hechos del mundo externo y de las sensaciones recibidas al contacto con éstos, esta consciencia del proletariado -que surge de la diaria experiencia y de la cotidiana comprobación y le dice que es el único productor de toda riqueza y que la suerte de cada obrero resulta estrechamente ligada a las suertes de todos los demás compañeros suyos- funde cada vez más las fuerzas y las almas obreras en un fin bien claro y determinado: libertar el trabajo del parasitismo personal, emancipándolo de esta última forma de esclavitud económica que tiene por nombre salario.

Y desde el instante que la revolución aportada por la mecánica en todas las artes y en todos los oficios socializando con la fatiga los brazos obreros, que antes trabajaban aislados, ha elaborado ya el esqueleto de un mundo nuevo en el cual la socialización de la fatiga sin el disfrute del producto por parte de quien lo fatigó esté complementado con la socialización de los disfrutes del mismo producto, declarado de derecho y de hecho patrimonio común de la sociedad entera, una correspondiente revolución de las conciencias y de las fuerzas proletarias efectuará el lento trabajo de esta transformación de las relaciones económicas y morales entre los hombres, integrando la estructura social típica, que represente el oasis de reposo donde la humanidad pueda, al cabo de miles de años de trabajo y de dolor, tomar aliento en el fatigoso camino, y donde los dos instintos fundamentales del hombre: conservación del indivíduo y conservación de la especie, hallen al fin modo de conciliarse tras larga contienda; donde el hombre para conquistar su bienestar no tenga que pasar, como los prepotentes de hoy y de ayer, por encima del cuerpo de sus semejantes, ya que esto no sería la libertad, sino la perpetuación de la tiranía bajo otra forma, puesto que a la violencia de los gobiernos se sustituiria la violencia del individuo, con expresiones brutales, una y otra, de la autoridad del hombre sobre el hombre. La libertad de cada uno no es posible si no en la libertad de todos, como la salud de cada célula está y no puede estar sino en la salud del entero organismo. ¿Y no es un organismo la sociedad? Si una sola parte de éste enferma, todo el cuerpo social se resiente y sufre.

Unicamente un salvaje, que recuerda ante los triunfos de la ciencia la animalidad primitiva del hombre, puede negar conscientemente esta verdad.

Se ha dicho y repetido hasta la sacíedad por los denígradores de buena o mala fe de las doctrinas anárquícas, que la Anarquia no puede tener una moral.

Y hasta algunos secuaces del nombre, que no de la esencia ético-social que la palabra anarquía contiene, remacharon el estulto prejuicio.

Cierto que la moral de la libertad no tiene nada de común con la morar de la tiranía bajo cualquier manto que ésta se cobije.

Por mucho que se diga lo contrario, la moral oficial del individualismo burgués es un poco todavia la de los Papú de que habla Ferrero. ¿Qué es el mal y qué es el bien?, preguntaba un viajero europeo a uno de estos salvajes. Y el salvaje respondía con convicción: el bien es cuando yo robo la mujer de otro; el mal es cuando otro me roba la mía.

Una mísma cosa no es para la moral ortodoxa e hipócrita, que hoy impera, buena o mala, intrínsecamente y objetivamente, por el bien o por el mal que acarrea a uno o más individuos o a toda la sociedad, sino que es considerada virtuosa o malvada según la utilidad o el daño que resiente el individuo o la clase que subjetivamente la juzga.

De modo que para esta moral caótica una misma acción puede ser juzgada por unos de heroísmo y por otros locura, gloría o infamia. La matanza de todo un pueblo, una hecatombe de viejos, de mujeres y de niños inermes, asesinados fríamente en nombre de un príncipio abstracto y el mentirosamente llamado orden público, pueden procurar galones y honores al que ordenó la matanza. La Historia está llena de nombres de estos bandidos ilustres, siempre dispuestos, como los capitanes de la Edad Media, a pasar de una a otra dominación con tal que se les mantenga en la ociosidad lujosa e improductiva. Unicamente los pisoteados, los oprimidos, los supervivientes de la hecatombe maldIcen en el fondo de su corazón a los asesinos, pero cuando un exasperado por la lucha espantosa por la vida en una sociedad imprevisora, que a muy pocos asegura, y no ciertamente a los más laboriosos y dignos, un cómodo puesto en el banquete de la existencia, cuando un derrotado en estas crueles batallas de todos los días, por el pan, se rebela y mata, en el delirío de un odio que no perdona, a un potentado, al cual supone feliz, aunque en su poderío se debata el dolor (este pálido compañero del hombre) , entonces el juicio será para este acto muy diferentemente despiadado. Los amenazados o perjudicados por este acto serán tanto más inexorables cuanto más manchadas de sangre tengan sus manos. Y no solamente contra este mísero se pedirá a gritos la cruxificción, síno que también contra todos los que profesen las ideas que aquél diga profesar, aunque no las conozca o aunque éstos no hayan aprobado su acción. Serán perseguidos, encarcelados, torturados en masa, realizándose contra todo un partido, o mejor dicho, contra una corriente vastísima e irresistible de principios y de ideas, una verdadera y propia venganza general por el acto de uno solo, resucitando las formas más crueles y malvadas de inquisición contra el pensamiento.

Y ya que por unos se insinúa y afirman otros que la moral anárquica proclama la violencia del hombre contra el hombre, esperen los adversarios de mala fe, o crasamente ignorantes, y los anarquistas inconscientes, que yo demuestre matemáticamente que la moral anárquica es la negación completa de la violencia.

III

Hay otro prejuicio muy difundido y que es necesario destruir, prejuicio que engaña a los denigradores y hasta a algunos secuaces de la idea anárquica, porque algún rebelde que se declaró anarquista, lanzó una bomba o dió de puñaladas, no ciertamente en nombre de teorías abstractas, sino cegado por la ira fermentada en el fondo de larga miseria, en la persecución policiaca y en las provocaciones de toda clase, se pretende sacar en conclusión que la doctrina anárquica es una escuela de complots y de violencias, una especie de conspiración permanente, con el único propósito de fabricar bombas y afilar puñales. Asi esa gentecilla que son los agentes de la policía politica y ciertos gacetilleros recargan las tintas para ayudar a la reacción a sofocar la propaganda de ideas.

Aunque los anarquistas, por exasperación y por temperamento, fuesen todos violentos -y no es cierto-, de ningún modo quedaría demostrado que la anarquía tiene una moral de violencia.

Pero para cada uno de estos perseguidos que deja estallar el largo dolor comprimido con un atentado clamoroso, hay millares y millares de individuos que soportan años y años con heroica serenidad asperezas sin nombre, miserias sin tregua, amarguras sin consuelo.

En mis destierros ya periódicos a través del mundo he conocido a multitud de ellos, de todos los países y de todos temperamentos, y la mayor parte de estos enamorados de la libertad se mostraron siempre, en la común relación, con una moral superior: un arrojo instintivo de altruísmo y de bondad detrás de la rudeza popular, un sentimiento de nobleza simple y leal.

Que si en las filas del anarquismo hubiese todos los detritus de las cloacas sociales (y no es verdad), sería caso de recordar, con Renán y con Strauss, que la mayor parte de los que seguían a Cristo en sus predicaciones estaba compuesta de hombres y mujeres ya heridos por la ley; como delincuentes comunes, lo cual no impidió que de esta gente, en la cual se infiltraban los principios de una moral superior a la entonces dominante, saliese la fuerza revolucionaria que derribó el mundo pagano. Porque el sentimiento revolucionario, como decía Víctor Hugo, es un sentimiento moral.

Y ya que todos los paladines de todas las violencias, con tal de que sean gubernativas y lleven el sello del Estado, insisten sobre la esencia violenta de la doctrina anárquica, que procuren hacer un balance de las prepotencias, de las opresiones, de las crueldades, de los delitos fríamente meditados y queridos por los gobiernos, y coloquen también en la otra balanza los actos de violencia individual cometidos por anarquistas o por rebeldes que se declararon tales, y se verá cuál es la escuela que está permanentemente organizada para emplear la violencia del hombre contra el hombre, hasta llegar a la expoliación, a la rapiña y al homicidio. Pero esto, según los defensores de la violencia legal, no es el mal. Esto no es un delito, según la moral de la civilización Papú, porque a ellos no les perjudica.

Porque, como respondía el salvaje: El bien es cuando yo robo a otro su mujer; el mal es cuando otro me roba la mía.

No siendo, pues, la violencia hasta hoy sino una de las manifestaciones de la lucha por la vida -y ciertamente no fueron los anarquistas quienes inventaron esta ley cruel de la historia-, convirtiéndose en instrumento de opresión, y por aquel instinto de imitación y aquel contagio del ejemplo, que dominan las acciones humanas, trocóse también en arma de la rebeldía del oprimido.

Con la farsa y con la fuerza los vencedores, en esta espasmódica lucha milenaria, pusieron el pie sobre los vencidos, y éstos, por derecho de represalias, emplearon de vez en cuando, individual o corectivamente, la fuerza contra los dominadores.

¡Acaso la literatura clásica de que están saturadas las clases cultas no está llena de esta franca apología de la violencia, siempre que le sirva de instrumento para los que ellos creen que es el bien!

Los homicidios politicos, glorificados hasta en los mismos libros para educar a la infancia, y el acto de Judith, que con fraude y violencia mató a Olofernes -que combatía contra Betulia en guerra abierta-, ha hecho verter lágrimas de conmoción a más de una monja y de una educanda histérica.

El mito de Roma comienza por un fratricidio ... ¡y por qué causa cometido! Y sin embargo, este Rómulo, que por una burla inocente mata al hermano Remo, es en la prehistoria de la Ciudad Eterna el divino Quirino, el venerado de los siglos. Y sin embargo, las aventuras de este loco moral, sean reales o legendarias, se enseñan como el a, b, c de la educación del corazón en las escuelas públicas de Italia y de muchos otros países.

El clasicismo de Roma y de Grecia rebosa de estas reminiscencias feroces, Y Bruto, que por la cínica razón de Estado ordena y presencia trágicamente la matanza de los juveniles hijos, es la expresión más clásica y atroz de la violencia gubernamental.

Más aún; toda la tradición y la educación militar, que fueron y son todavía er alma y coraza de las organizaciones políticas pasadas y presentes, ¿qué representan, sino la escuela de la prepotencia de la mano y del homicidio colectivo?

Y, sin embargo, una carnicería de criaturas humanas cometida en una guerra, o acaso en una represión de motines populares, se juzga por los más un hecho glorioso, siempre que robustezca (aunque sea con torrentes de sangre y con cemento de dorores y de vidas humanas) aquel aplastante edificio que tiene por nombre Estado.

Además, el Estado en sus uniformes representaciones se arroga el derecho de patentar aquellas violencias y de glorificar a aquellos violentos que encarnan el principio que le da vida. De modo que en Italia, por ejemplo, donde no existe todavía un monumento a Galileo, plazas y calles están llenas de estatuas y de columnas, dedicadas a gente cuya mejor habilidad de su vida consistió en saber dar gusto a la mano y haber enviado al otro barrio a mucha gente en guerra leal.

Esta monumentomanía que reproduce en mármoles y bronces el frenesí colectivo, que anida en el alma de las clases directoras, por la fuerza armada, se reproduce en las páginas de la infinita historia ad usum delfini que el Estado sella con el dogma de su infalibllidad.

De hecho, en la epopeya patriótica de Italia, todas las violencias, individuales y colectivas, contra los poderes entonces dominantes (desde el atentado de Agesilao Milano hasta la dirigida contra el duque de Parma) , no tan sólo están justificadas, sino hasta glorificadas oficialmente, porque sin aquella revolución no habría surgido el Estado italiano, dando por resultado que lo que ayer fue delito hoy se convirtió en gloria. Y en el mismo país donde los tribunales militares condenaron a siglos de reclusión muchachos acusados de haber arrojado píedras para protestar contra un gobierno que lleva el hambre al seno del pueblo, un glorioso rapazuelo de Génova, Balilla, tiene también su monumento porque supo, antes que nadie, lanzar la primera piedra contra los opresores extranjeros. La única diferencia, menos la estatua y los siglos de reclusión, entre unos y otro, está en que éste se rebeló contra una tiranía extranjera y aquéllos contra una prepotencia del país. El móvil fue el mismo: el odio a la injusticia.

Pero para los muchachos de Italia, como para los combatientes de todos los países, nada hay tan verdadero como la frase de Brenno: ¡Ay de los vencidos!

¡Ah! Si en lugar de derrotados y muertos hubiesen sido vencedores, tal vez los mismos gacetilleros que hoy les arrojan a la cara puñados de barro, se devanarían la sesera para ver quién mejor ensalzaría a estos Gavroche del proletariado, pidiendo para ellos un monumento de la victoria.

La violencia no puede formar el substrato doctrinario de ningún partido. En la Historia no fue más que un medio de superchería y de tiranía, entre las clases y su dominio entre ellas y sobre los dominados. Fue empleada asimismo como instrumento de recobro, como ya dijimos, por parte de los oprimidos, sin que por esto se convirtiera en príncipio teóríco de sus rebeldías, ya que cuando los antiguos esclavos se rebelaban contra los patrícíos romanos, la violencía que empleaban por necesidad de lucha y de liberacíón, no era un fin, sino un medio: el fin era y continuó siendo siempre la palpitación invisible del alma humana: la libertad.

IV

Asimismo también, cuando contra el viejo régimen, bamboleante sobre sus descarnados cimientos, se desencadenaron los huracanes revolucionarios que cerraron convulsivamente el pasado siglo, los partidos de acción, desde los políticos de los Cordeleros y de los Jacobinos al económico de Babeuf, organizado en liga de los iguales, predicaban la necesidad de oponer la violencia a la violencia, lanzando contra la fuerza coaligada de los tiranos del' país y extranjeros la fuerza armada del pueblo, sin que considerasen, ciertamente, estas violencias permanentes sino como un medio despiadado, pero necesario, para aplastar para siempre al despotismo.

No cabe duda que un 14 de julio y un 10 de agosto fueron el corolario histórico tnevitable de la proclamación de los Derechos del Hombre; pero ante la filosofía de la Historia, aquellas dos memorables jornadas quedan siendo como una suprema conflagración entre dos épocas diferentes.

Hacía años que el alma de la revolución aleteaba subversivamente en las mentes, rugiendo como tromba avisadora en las mismas vísceras de las decrépitas instituciones, con la mutua elocuencia de las cosas que anuncian el derrumbamiento de un mundo, resplandeciendo en las clarividentes páginas de los enciclopedistas, en las ardientes visiones de Condorcet y en las serenas profecías de Diderot.

Necesario era proclamar los derechos con la fuerza cuando la fuerza les cerraba el paso en nombre de los privilegios. Pero el fin era, o debía ser muy diferente: la libertad, el amor, ya que ningún otro contenido moral puede hallarse en esta palabra. Y cuando en nombre de la revolución Robespierre quiso organizar la violencia permanente, gubernamental, haciendo del verdugo el primer funcionario del Estado, aun contra los eneniigos del pueblo y contra los sospechosos de realismo, trocando así los medios con los fines de una revolución libertadora -como si arrojados los tiranos pudiese con la fuerza imponerse la libertad a los ciudadanos- el nuevo estado de cosas, después de haber pasado gallardamente por encima de tantas víctimas humanas, cayó en el mismo error y en la misma odiosidad que obligó a tomar las armas contra el antiguo régimen y preparó el terreno a la dictadura militar del primer Bonaparte. Ahora bien, la filosofía de la anarquía aleccionada con todas estas experiencías del pasado y sin establecer cánones absolutos, ya que nada absoluto existe; parte de este principio fundamental que forma toda su base moral: la libertad es incompatibre con la violencia; y como que el Estado, órgano central de coacción y de expoliación a beneficio de algunas clases y en detrimento de otras, constituye una forma organizada y permanente de víolencia no necesaria, la libertad es incompatible con el Estado.

De esta premisa arrancan una serie de principios y de argumentos irrefutables. No es necesario gastar mucha saliva para demostrar a los enemigos de la Anarquía, tanto a los de la derecha como a los de la izquierda, a los que no quieren y a los que no pueden comprenderla, que la violencia es el enemigo natural de la libertad y que únicamente la violencia necesaria es legítima.

En efecto, ¿no es igualmente enemigo de la libertad el que encarcela un hombre para castigarle porque piensa así o asá, como el que hiere o le mata para obligarle a pensar como él? No puede haber libertad, socialmente entendida, si ésta no se detiene allí donde comienza la del otro. Que uno me ponga el pie sobre el cuello en nombre del Estado o de su capricho individual, es siempre una misma cosa; ambos violan de igual modo mi derecho y a los dos debo considerarlos tiranos, porque no es el vestido el que hace la tiranía; tiranía es todo acto que pisotea la libertad ajena. La violencia, tanto si sobre mí la comete un agente del gobierno como cualquier otro prepotente, hará nacer en mí el derecho de legítima defensa. Y he aquí que surge el concepto moral de la violencia necesaria.

Yo rechazo legítimamente una agresión injusta, como rechazo cualquier provocación grave, como siento igualmente el derecho de rebelarme contra la opresión, que es una libertad más lesiva que cualquier otra forma de violencia brutal. El derecho de legítima defensa que hace necesaria la violencia en el individuo y en la sociedad, es el fundamento moral de las revoluciones contra cualquier forma de tiranía.

La libertad es, por consiguiente, la base moral de la anarquía, y la revolución, en el sentido amplio y científico de la palabra, no es más que el medio para hacerla triunfar contra las resistencias que la comprimen. La violencia no podrá ser nunca el contenido filosófico de la anarquía, entendída esta palabra no en el significado odioso que le dan los agentes del gobierno y los periodistas a sueldo, precisamente porque la violencia es el substrato moral de cualquier poder político, el cual, bajo cualquier forma que sea, es siempre tiranía del hombre sobre el hombre: en las monarquías, violencia permanente de uno sobre todos; en las oligarquías, de unos pocos sobre muchos; en las democracias, de las mayorías sobre las minorías.

En todos estos y en cualquiera otra centralización autoritaria que se arrogue el derecho de gobernar la sociedad, la coacción es el único argumento persuasivo que emplea la autoridad con sus gobernados. Coacción en el pedir todo el concurso de los ciudadanos para que contribuyan en los actos públicos, coacción cuando impone a éstos el tributo de sangre, coacción cuando el Estado impone una ciencia y una enseñanza oficial, coacción, en fin, cuando declara que son ortodoxas o herejes las opiniones de los diversos partidos políticos.

El Estado paternal, el Estado protector de los débiles, tutelar de los derechos, defensor celoso de todas las libertades, no pasa de ser una fábula de niños, fábula desmentida por la experiencia de todos los tiempos en todos los lugares y bajo todas las formas.

Es, pues, muy natural que contra este concepto, sazonado con la prueba de miles de años, sobre la índole del Estado, que Bovio llamaba por naturaleza expoliador y violento, haya surgido por encima y a despecho de la significación vulgar, el concepto de anarquía, como antítesis política del Estado, significando que si éste centraliza, pisotea, violenta, encadena, sablea, y mata, so pretexto del orden y del bien públíco, aquélla, en cambio, quiere que el orden y el bien público sean resultado espontáneo de todas las fuerzas productivas asociadas, de todas las libertades cooperantes, de todas las soberanías inteligentemente ejercidas en interés común, de todas las iniciativas armonizadas por el triunfo de esta magnífica certeza: que el bien de cada uno no puede hallarse sino en el bien de todos.

El Estado se mantiene con la violencia -y la violencia lo vencerá- qui gladio ferit, gladio perit. Al desorden de las clases sociales, entre sí chocando por intereses contrarios, al caos de los privilegios hollando los derechos, a la imposición de penosos deberes a los cuales no quiere reconocerse ningún correspondiente derecho, se substituirá el orden, el orden verdad, resultante armónica de la libre federación de las inteligencias y de las fuerzas humanas, como el orden cósmico es el producto espontáneo de las fueras naturales, venciendo los obstáculos que se interponen en la eterna evolución de los fenómenos y de las formas.

La evolución social está corroyendo los últimos cimientos del Estado, hosco, fuerte, alzado a través de los siglos, con tanto cemento de vidas y de libertades humanas.

Cuando la corrosión subterránea sea completa, como sucede con los islotes volcánicos y madrepóricos de la Polinesia que la asídua marea roe durante millares de años, y que de repente se hunden, como engullidos por las inmensas fauces del Océano, el Estado desaparecerá con la agonía de la economía capitalista, una vez cese la principal de sus funciones, que es la de perro guardián del parasitismo de clase.

A la moral estadista, que corresponde a la violencia de cada espíritu y de cada organismo autoritario, se sustituirá irresistiblemente, como el soplo reanimador de las nuevas estaciones, la moral anarquista (que en estas épocas obscuras fue creída moral de sangre y de venganza por sus eniemigos y por sus ciegos amigos), y se sustituirá venciendo las últimas asperosidades de los ánimos, suavizando las hereditarias ferocidades de los instintos, conciliando las aversiones y los impulsos en el abrazo pacificador de los intereses armonizados, de las miserias redimidas, del bienestar defendido, de las mentes ilustradas, de los corazones dirigidos hacia el amor, la serenidad y la paz.

Entonces se verá, cuando el sol del mediodía ilumine los errores del pasado, que la escuela política de la autoridad, desde Aristóteles a Bismark, era la verdadera escuela de la violencia, tanto si fue cometida en nombre de la potestad divina, como del derecho militar, como del orden público o de la ley, y en cambio, verdadera escuela de libertad aparecerá aquella que fue juzgada secta de sanguinarias utopías porque alguno de los suyos respondió desde abajo con la violencia a la violencia triunfante arriba pisoteando los derechos humanos.

El principio de la solidaridad, pasando a través de la época de asidua y mutua prepotencia económica y política, habrá vencido por completo los primitivos instintos de lucha antisocial entre individuos y clases; las naciones y las razas, después de las rudas maceraciones de la antigua refriega humana, tragedia de siglos que ensangrentó el mundo, harán reverdecer en la realidad la juventud de la utopía, la eterna calumniada, la perennemente mofada.

Se comprenderá, al fin, después de un combate intelectual maravilloso de derrotas y de audacias desde Platón a Kropotkine, que únicamente el desorden social y el principio de la lucha tienen necesidad de un instrumento de defensa, por su naturaleza violenta, y que lo halIan en el Estado gobierno; y que cuando a la lucha de cada uno contra todos, la cual fue el alma de todas las sociedades hasta entonces sucedidose en la Historia se sustituya la sólidaridad de todos en la lucha contra la Naturaleza para arrancarle los secretos y los beneficios en interés de la universalidad, la causa del orden triunfará sin coacción de ninguna clase, puesto que los intereses y los sentimientos de cada uno, conciliados en la armonía del bienestar y de la libertad de todos, gravitarán en torno del bienestar colectivo, como en los sistemas estelares los planetas gravitan alrededor del astro central que difunde sobre éstos la luz, el calor y la vida.

Las bases sociológicas de la anarquía

No pretendemos, a imitación de los republicanos italianos, que haya una sola escuela sociológica especial, nuestra o extranjera; sin embargo, la caracteristica de la sociologia anarquista consiste en ser universal y verdaderamente internacional. Ninguna necesidad tenemos de pedir al hambre y a la miseria el certificado de su patria para sentirnos llenos de indignación contra una sociedad que tan descaradamente viola los santos derechos del hombre a la existencia y a la libertad.

El sociólogo, si quiere ser verdaderamente tal, debe sentirse ciudadano del mundo y afrontar el gran problema moderno -que no agita solamente esta o aquella nación- con entendimientos de universalidad y con e! corazón lleno de amor para todos los desheredados de la tierra, que es la única patria lógica de la especie humana; debe dirigir la mirada hacia los horizontes nuevos que no restringen el campo de las batallas redentoras en el circulo angosto de los Alpes y del mar; debe comprender que la religión antihumana del patriotismo quedará vencida por la fe grandiosa en la solidaridad de todos los hombres y de todos los pueblos; debe, en fin, convencerse de que querer reducir a un vacio doctrinarismo unilateral o político-nacional el estudio y la solución de un problema tan evidentemente complejo e internacional como es la cuestión social, significa que se entiende de un modo infinitamente pequeño, lo que, por su naturaleza, es infinitamente grande.

El individuo considerado aisladamnete, sintetiza en sí la gran vida colectiva de la humanidad; pero no es la humanidad.

La humanidad es el ente colectivo formado por las monadas individuales, y su mal no es más que el bien y el mal de los singulares individuos.

Por esto la sociedad no puede basarse más que en la armonía del bienestar del hombre con el de la humanidad.

La satisfacción de sus necesidades es el elemento esencial para la existencia del individuo. El derecho natural a satisfacer las propias necesidades lo adquiere todo hombre por el nacimiento y ninguna ley socIal puede legítimamente violar este natural derecho.

Allí donde un individuo no esté en grado de ejercitar integralmente este derecho; allí donde al lado de quIen posea lo superfluo viva quien carezca de lo más necesario, no puede decirse que hay ¡sociedad!, no hay más que una agregación heterogénea de seres vivientes. En tal condición de cosas el individuo tiene el derecho de rebelarse de algún modo contra la colectividad de los privilegiados.

Este incivil consorcio es un desorden legal; en éste no es posible asociación natural; no hay más que la agregación de los intereses parasitarios y la alianza tumultuosa de las fracciones rebeldes. El individuo vive en un estado extra-social; la lucha por la existencia se efectúa en sus formas más mortíferas e hipócritas; en nombre de una sociedad que no existe, se oprlme legalmente y honradamente se roba el producto del esfuerzo de la inmensa clase de trabajadores. La guerra económica, que toma el nombre de libre competencia, es la forma de antropofagia que asume el industrialismo burgués en este siglo todo lleno de sus glorias; la víctima, el devorado, es siempre el trabajador.

En este período de transición los intereses del individuo están en antagonismo y en perfecta antítesis con los intereses de toda la especie humana. El hombre es enemigo de la humanidad; la muerte de uno es la vida de otro; una clase goza chupando la sangre de la otra. Es una caza desesperada a la riqueza y al poder. Los fraudulentos se convierten en propietarios, los acaparadores de votos obtienen el poder poniendo el pie al cuello del vulgo ignorante de electores; el quinteto de ayer se vuelve millonario; el obrero que tanto trabaja y todo lo produce, se engolfa cada vez más en la miseria.

En un tal estado de cosas el individuo, por atado, oprimido y envuelto que esté por las leyes, halla siempre modo y razón de acogotar, entre una sonrisa y un apretón de manos, al propio semejante que le embarace el camino.

Lugares comunes, se nos dirá: cosas mil veces repetidas; pero es siempre verdad que esta es la posición recíproca actualmente, entre el individuo y la colectividad.. Precisamente de esta comprobación de hecho, muy común y demasiado olvidada, debe partir el sociólogo concienzudamente en su estudio de los problemas sociales para obtener su solución.

Pero el individuo no puede ser considerado aisladamente. El hombre normal no puede ya, como otros animales inferiores, vivir en un estado de disgregación salvaje. Sus necesidades y su propio interés lo empujaron, a través de los tiempos, a asociarse, y el instinto de la sociabilidad -síntoma del más elevado sentimiento de la solidaridad- se ha convertido ya en él en hábito adquirido.

El estado felino y salvaje de la humanidad primitiva no es la consecuencia de la libertad natural que gozaban los hombres de la edad prehistórica, sino el efecto de la naturaleza bruta de aquellos hombres sobre los cuales no había pasado la obra lenta y refinadora de tantos siglos de evolución desde un egoísmo bestial hasta el egoaltruismo razonador, que, si no fuesen las presentes leyes e instituciones de privilegio, haría ya posible una convivencia fraternal de ciudadanos cooperando en el común bienestar por impulso racional de los bien entendidos intereses individuales. Ya que la ley escrita, que no es más que la goma elástica al servicio de quien la fabricó, nada tiene que ver con estas sustanciales transformaciones de la psicología de la humanidad, que, a pesar de todo, fue siempre perfeccionándose aun en medio de sus dolores y de sus vergüenzas.

La abolición de estas leyes formales, por lo tanto, en lugar de hacer retroceder al género humano hacia la barbarie primitiva, suprimiria las razones económicas, politicas y sociales del antagonismo entre clase y clase destruyendo las diferencias de clase, e imprimiría a la lucha por la existencia un movimiento concorde y expontáneo de los individuos asociados contra la naturaleza exterior, para el mejoramiento de las condiciones materiales y morales de cada uno y de todos. Así como el hombre primitivo comprendió que para defenderse más fácilmente era mejor asociarse a otros hombres; así como el más fuerte comprendió que era preferible hacerse servir del más débil antes que matarle, y así como también el capitalista moderno halla más interés en hacer capitular al proletariado en las condiciones que le place imponer y tenerlo a su discreción por medio del hambre crónica antes que eliminarlo negándole directamente todo alimento, asimismo el individuo libre entre hombres económicamente iguales, o sea, copropietarios de todas las riquezas naturales y artificiales, hallaría más útil y agradable asociarse por afinidad electiva a otros hombres, que permanecer solitario y disgregado de los demás.

En tal forma de asociación libre y rescindible, el individuo no .abdicaría de ninguna de sus libertades, porque su voluntad, árbitra de mantener o desvincularse del pacto, sería siempre soberana.

Así, pues, si la libre asociación no puede ser posible sino entre hombres iguales, el primer paso que debe darse es aquel que conduzca a la igualdad de las condiciones económicas de los asociados. Y esta igualdad no puede obtenerse sino por la comunidad de los bienes y por la asociación del trabajo.

Con todo esto, tenemos que hacer constar que miente quien afirma que los comunistas anarquistas se preocupan simplemente y únicamente de las satisfacciones del vientre.

Dejando a las particulares iniciativas individuales la libertad de aplicarse según sus variadas tendencias, que son la caracterist!ca más genial de la naturaleza humana, el arte y la ciencia no quedarán defraudados de la actividad de tantos genios que hoy quedan ignorados o no florecen, agobiados por la miseria, aplastados bajo el peso brutal del trabajo mecánico.

La asociación anárquica no será, como han fantaseado algunos, una sociedad conventual, cocinera, a base de vientres, cuyos miembros -abolida que fuese en absoluto la propiedad individual- se hallarían en una miseria peor. El sentimiento exquisito de la solidaridad desarrollándose maravilIosamente en un consorcio de iguales y la copartición de cada individuo en los útiles del trabajo colectivo, crearían estímulos a una laboriosidad sin ejemplo en el régimen de las empresas prívadas y harian florecer una producción infinitamente mayor a la actual, si se piensa que todos los brazos aptos para el trabajo se aplicarian a la fabricación de géneros verdaderamente útiles a los hombres.

Precisa estar muy fuertemente sugestionado por la economía soc!al de setenta años atrás para no reflexionar y ver que tan sólo las máquinas, convertidas en propiedad común de los trabajadores -no ya como hoy que son instrumento de su misería- que estas máquinas aumentadas, simplificadas y aplicadas a todos los ramos de la industria y de la agricultura intensiva, centuplicarian la riqueza general, permitiendo que cada individuo, según la forma comunistica, pudiera tomar del patrimonio acumulado por los comunes esfuerzos cuanto le fuese necesario, sin que para nada tuviese que reglamentarse la comida, el vestido, la habitación, la familla, como han dicho los que han estudiado el comunismo en los viejos libros de Fourier y de Saint-Simon, dos utopistas precursores cuyas teorías son muy diferentes y están muy lejos del comunismo cientifico moderno.

La base fundamental de la sociologia anárquica es la abolición de la propiedad privada, sustituyendo este privilegio económico por la propiedad social de todos los bienes. Unicamente sobre esta base es posible una verdadera igualdad y una verdadera libertad ...

De hecho, la libertad seria una irrisión en una sociedad en que no se suministraran a la universalidad de los ciudadanos los medios materiales para satisfacer las necesidades del organismo, que son las más imperiosas, y esto no es posible sin antes poner en común las actualmente privadas substancias.

No quiere esto decir que la asociación comunista anárquica deba, como ya fue acusada de ello, limitarse, circunscribirse, aprisionarse en el sólo y exclusivo concepto económico, puesto que el hombre no vive únicamente porque coma o satisfaga como los brutos sus necesidades fisicas ... lo cual no excluye ni quiere decir que estas necesidades fisicas no tengan que ser satisfechas primero que las demás. Porque las ciencias biológicas enseñan, a pesar de todos los idealismos trascendentales, que del bien ordenado funcionamiento y satisfacción de los aparatos de nutrición depende todo sano equilibrio de las funciones orgánicas a que directamente va unida gran parte de toda la vida intelectual y moral del hombre.

En ninguna otra forma de asociación que no sea la comunista anárquica, alcanzará el individuo, completamente satisfecho en sus necesidades, su pleno desarrollo orgánico, del cual deriva el desarrollo intelectual y moral de cada uno y de todos. De ahi también el natural ampliamiento de los vínculos de efectividad, enlazando fraternalmente a los miembros de estas asociaciones libres.

Temen muchos de nuestros adversarios que en un sistema tal desaparezca la familia y que la mujer quede reducida a una simple máquina procreadora de hijos y que éstos sean arrebatados a su tutela para confiarlos a la comunidad, desconociendo de este modo todo el valor inefable del afecto y de los cuidados maternos. Son acusáciones que a menudo nos hemos sentido repetir ... parto genuíno de la fantasía adversaria; puesto que la mujer, si es cara a la especie como procreadora de hijos y conservadora del género humano, nos es predilecta asimismo como compañera de nuestras actuales miserias, y mañana, después de la gran liberación, lo será como copartícipe de los puros goces die la libertad.

La asociación anárquica, única que consiente el desarrollo integral de todas las facultades y afectos humanos, respetará aún más el exquisito sentimiento de la maternidad y deI corazón, no interviniendo como educadora amorosa e imparcial, sino en la tutela de los niños que por cualquier motivo carecieron de los cuidados maternales, y de aquellos más adultos a los cuales la sociedad debería suministrar en común todos los medios para instruirse y perfeccionarse; convivencia fraternal que les educaría para que se considerasen como miembros de una grande y amorosa familia.

La asociación anárquica, desde el simple al compuesto, se efectuará probablemente por la federación de los grupos de los productores, de uniones de oficio federadas; como la liga de municipios libres, independientes, soberanos, constituirá la federación internacional de los pueblos suprímiendo, claro está, del municipio, toda característica autorítaría y burocrática actualmente aceptada.

CJaro que a los que conciben la asociación del porveriir como una frailería nacionai o universal, obediente a una regla única, esta concepción libertaria nuestra les parece ilógica y privada de la unidad de educación que para ellos es esencial. No se dan cuenta de que esta unidad choca contra la misión verdadera de una verdadera sociedad civilizada, la cual ha de respetar la autonomía de los individuos y de los grupos, los cuales, a su vez, tendrán el derecho de asociarse, o federarse, según sus afinidades, simpatías y tendéncias.

La libre manifestación de estas varias tendencias no turbaría de ningún modo la armonía del gran ente colectivo que se llama humanidad, el cual progresa y se mejora precisamente gracias a esta vida múltiple y multiforme; y si esta mezcolanza vivaz de actividades convergentes, por diferentes caminos y en varias formas, al bien de cada uno y de todos; si este entrelazamiento genial de iniciativas tan variadas lograse, como nosotros esperamos, destruir toda idea de nación, quedará finalmente proclamada la nacionalidad de todo hombre sobre la Tierra y sancionada por el hecho social la ley de natura, que, a despecho de las artificiosas distinciones patrióticas, agrupa todas las razas humanas vivientes en un solo conjunto orgánico, desarrollándose bajo el imperativo categórico de unas mismas necesidades fisicas y de los mismos impulsos morares que empujan a la especie humana por la vía del infinito progreso.

Unicamente entonces habrá libertad, cuando, eliminado todo el gobierno del hombre sobre el hombre, haya desaparecido toda causa de arbitrariedad; puesto que el grave error de la política actual estriba en que se legitima la arbitrariedad y la violencia por medio de las leyes, de la policía, de la magistratura y del ejército, que son los engranajes y las columnas del grande órgano central, el Estado, matador de todas las autonomías y de todas las iniciativas individuales y locales. Por esto el pueblo, que anhela la libertad, comienza ya a comprender que el primer paso que debe darse por la vía del progreso y del propio bienestar es la abolición de toda forma gubernamental, de todo privilegio autoritario, de toda centralización violenta, todo lo cual ha de ser sustituído por la asociación de pactos libres según las afinidades, las simpatías, las necesIdades individuales y sociales. Este estado de cosas hacia el cual la historia y el movimiento humano caminan, es la anarquía.

Pero como la anarquía para ser un adecuado y armónico ordenamiento, debe basarse, como dijimos, en la igualdad de condiciones (que nada tiene que ver con la pretendida igualdad niveladora de las horas de trabajo y de las comidas para todos, como verborrean los infantiles criticones del socialismo anárquico), esta igualdad de condiciones no puede ser un hecho sino con el comunismo, o sea, en un estado de cosas en que cada uno, dando a la producción cuanto sus fuerzas permitan, pueda obtener en cambio todo lo que necesite.

Unicamente entonces, cuando, cegado el abismo de un pasado sepultado para siempre, la humanidad verá germinar la floricultura gozosa de la prole fraterna, bañada por el sol de la verdadera libertad, conviviendo en la sociedad igualitaria que nosotros miramos con amor. Aquella prole pensará, maravillándose, en los escepticismos de quienes hoy niegan la nueva fe, y en la inutilidad de los esfuerzos reaccionarios para impedir su fatal advenimiento.

De nosotros, que hicimos cuanto nos permitieron hacer nuestras fuerzas, dirá al menos que no mentimos.

Guerra a la guerra.

Mientras bajo el beso paterno del sol, de este sol excelso y radiante galopa la caballeria con sus relucientes armas y la infantería arrogante y marcial desfila bajo el cielo de París, que presenció un 16 de Julio y un 18 Brumario; mientras en la obrera Génova se reúnen, procedentes de todos los puntos de Italia, los cooperativistas para celebrar un Congreso donde sonríe la poderosa poesía de un porvenir social más justo y más fúlgido, se tuvo a bien invitar a este cansado militante perdido, a este humilde centinela de una gente que enarbola una bandera urtrajada para que os hablara de paz, cuando en el aire se siente aún el olor de la pólvora y el eco de la metralla de una guerra que es palingénesis y resurrección, de una guerra que es justa y de cada día en pro de los humildes y de los explotados contra las fuerzas archipoderosas del opresor capitalismo.

Sí; nosotros somos contrarios de todas las guerras injustas, ya que las hay también justas; nosotros, los militantes de un ejército que no es el de las armas y de los galones, no llevamos recuerdos paternos, a pesar de que este pobre orador que intenta sacudir vuestros ánimos con el knut del sentimiento y del resentimiento para. hacer surgir el grito de la protesta y la maldición fecunda; a pesar de que este humilde, si, pero franco orador, haya sido mecido en una cuna al lado de la cual oía la voz del abuelo que evocaba los personales recuerdos de la epopeya napoleónica con su fragor de armas y su retumbar de cañones ... Mi padre fue artillero.

Intentemos estudiar la génesis de la guerra. En el fondo, la guerra no es más que el espíritu de la gente pequeña que siente la necesidad de dar gusto a los puños. ¿Quién no recuerda, de la obra Trabajo, de Zola, la escena de los chiquillos que se apedrean, los cuales representan a la humanidad infantil reproduciendo fielmente el proceso de la psicología militarista?

Aquella infantil tendencia tendria ya que haber realizado en nuestra sociedad una evolución a través de la experiencia humana, y como aquellos chiquillos que después de haberse apedreado se reconcilian y emprenden entonces una batalla a pedrada limpia contra los faroles del alumbrado, del propio modo la tendencia a la guerra por la guerra tendrá que asumir en la sociedad moderna la forma de la fuerza que quebranta, derriba y subvierte hoy para construir mañana, la gran fuerza revolucionaria que Víctor Hugo llamó guerras justas por la igualdad y por la libertad.

Vivieron en la Historia dos tipos de héroes. El Caballero Bagardo, sin mancha y sin miedo, que efectuaba sus proezas en los tiempos en que los caballeros sabían por lo menos montar a caballo. Bagardo y el Lohengrin, de Wagner, del gran revolucionario del arte, representan una fuerza simpática de un valor apreciable.

Y aquí es donde se afirma la definición entre las dos formas de valor. La gloria y el valor deben cotejarse con la utilidad social, y cuando esta comparación se hace, el militarismo profesional que en el valor por el valor hace residir toda gloria y toda noble manifestación de la actividad humana, queda inexorablemente condenado.

La misma naturareza, como observa Liell, ha dado garras y colmillos a los animales que de la ferocidad viven, pero el hombre moderno, que posee la razón, esa formidable fuerza prometeana, como la cantó Shelleg, que conquista el rayo en beneficio de la humanidad progresiva, este hombre debe sustituir con esa fuerza que es la razón, por embrionaria que aun sea, las garras y los colmillos de la fiera.

Este orden de ideas lo ilustró nítidamente Guillermo Ferrero en su libro sobre el Militarismo, y más recientemente en el que lleva por título Grandeza y Decadencia de Roma, que es el desarrollo y la aplicación al caso específico de las teorías vertidas en el primero.

Aquel pueblo romano que más uso hizo de garras y colmillos que de humano cerebro, debía de correr fatalmente hacia su disolución. Y todo lo que Roma tuvo de más esplendoroso en arte y en pensamiento, importado fue de Grecia, de tal modo que sin escrúpulo alguno pudo el poeta cantar el Grecia capta ferum victorem coepit et artis intulit agres ti Satio.

Sin embargo, lo muy arraigado que está en nosotros el sentimiento militarista, nos lo dice la necesidad de .admiración expansiva que sentimos cada vez que desfila ante nuestros ojos un batallón de soldados con toda la pose marcial de los comparsas en el desfile de Radamés en Aida, cuando la tropa se renueva entre bastidores y una y otra vez las mismas cosas pasan y vuelven a pasar ante ros ojos del espectador ingenuo.

Pero respondamos un poco, y por favor, a esta pregunta tan simple y, sin embargo, tan importante.

En la normalidad de su vida diaria, ¿tiene la humanidad necesidad del valor civil o del valor militar?

La respuesta no es dudosa. El valor moderno es el varor civil convertido en una necesidad nueva de la humanidad, que llama a la puerta florida de los principios, que teniendo detrás de sí un pasado de glorias militares éstas sirven para que sea más espléndida aun la luz, más fúlgida, del nuevo varor en pro de la ciencia y de la humanidad.

De hecho, ¿quién osaria hoy parangonar al duque de los Abruzzos con el conde Verde o el conde Rojo de antaño, sin conceder al primero la palma de la victoria?

Deciamos, pues, guerra a la guerra, sea cualquiera fa forma en que se manifieste. Guerra a la guerra económica, moral, intelectual; guerra a toda forma de opresión, y paz a la civilización nueva basada en el gran principio de la solidaridad: solidaridad de las patrias, de las clases, de las castas, contribuyendo al libre desarrollo de las energías de cada uno en pro del beneficio de todos.

¡Un sueño! ¡Un bello sueño, si con la mágica varita de un hada se pudiera transformar esta sociedad, en la que es ley el homo hominis lupus de Hobbes, en otra sociedad basada, no ya en el privilegio, en la injusticia y en el delito colectivo, sino sobre los grandes principios de solidaridad, de justicia y de paz!

Por desgracia, existe, en cambio, en nuestra sociedad, un rebaño que se contenta con pacer, descortezando los raros hilos de yerba del prado infecundo, sin conocer más caminos que los que conducen al corral y al matadero. Y frente a ese rebaño que descorteza las tísicas yerbas del prado, los dueños de la tierra lo contemplan con ojos satisfechos desde las ventanas de la ciudad, mientras, para completar el cuadro, los soldaditos futuros la emprenden a pedradas contra los frutos del jardín y, a falta de éstos, acaso contra los negros cipreses cantados por Carducci, allá en el fondo del camino, destacándose sobre el plomizo cielo cubierto de nubes preñadas de tempestad.

¿Se ha preguntado alguno de vosotros cómo justifican los mrntaristas la sobrevivencia en nuestra sociedad de esas costumbres de otros tiempos menos civilizados que los nuestros?

Yo recuerdo ciertos viejos mapas amarillentos y recuerdo la temblorosa voz del abuelo que justificaba al militarismo -entonces se decía la armada- casi con los mismos silogismos con que Torquemada justificaba la Santa Inquisición.

En el concepto torpemente católico de los inquisidores, las víctimas sometidas a los suplicios conquistaban más pronto en la otra vida las glorias del Paraíso, y si quitáis al mundo la milicia -decíame el abuelo-, con ello desaparecería la mayor parte de nobleza del espíritu humano.

Y no obstante, esta justificación, que tenía sus orígenes en el espírítu esforzado de los caballeros antiguos, era menos odiosa que la de los guerreros de mostrador de nuestros días, maldecidos por Víctor Hugo, y que, no obstante, han sobrevivido en el siglo XIX, que fue el siglo de la experiencia, el Siglo de la atención, como lo Ilamó Kropotkin. Y, sin embargo, en este alambique de experímentos Ilamado siglo XIX, cínicamente continuó llamándose gloria a lo que no era sino delito.

El crimen de la guerra, precioso libro de Alberti, poco conocido de los italianos, que en su analfabetismo renuncian voluntariamente a conocer lo que más de cerca les interesa, ilustra este concepto de la gloria puesta al lado del delito en cuanto éste es explicación de una criminalidad colectiva.

El que de vosotros haya tenido la desgracia de leer alguna de aquellas ofensas a la lógica y a la gramática que suelen llamarse notas diplomáticas, habrá observado que la suerte de la justicia y de la paz entre los hombres se encierra aún en estas pocas expresiones:

-Tengo yo razón. -No, yo la tengo. -Pues toma este sablazo. -Y tú esta estocada. -Y ahí tenéis a la humanidad que en pleno siglo XX hace la prueba del agua amarga, del borceguí de pez hirviente: el juicio de dios, de medieval herencia.

¡Oh! Aquel código, aquel código penal que envía a presidio a los autores del homicidio individual y ante los 35.000 asesinados en Polonia deja que el alma popular lance por boca de Froquet su maldición fecunda: ¡Viva la Polonia, monsieur!

¡Ah! Si el biblico qui gladio ferit gladio perit tuviese que ser verdad, ¡cuántas veces debería matarse a los autores responsables de las fabulosas matanzas como la de Polonia!

Pero consolémonos, que hoy la guerra ha perdido ya algo de su carácter primitivo; que hoy no es ya salvaje la guerra como antiguamente; que se ha convertido en cientifica y cínica.

¡Profanación de una palabra sagrada! La guerra científica, o sea, las precIaras dotes del ingenio, las noches de insomnio del hombre de estudio dedicadas al feroz problema de la destrucción ...

En este caso, ciencia es sinónimo de maldición ... Servíos de ella, ¡oh hombres! , como de una diosa benéfica, para arrancar sus secretos a la naturaleza, para dar vida a las máquinas, la fuerza al carbón; utilizadla para convertir el rayo en productor de riqueza, para aligerar las fatigas del hombre, para atenuarle sus dolores, para restaurar los relajados tendones de la humana abeja en sus fatigas del trabajo cotidiano; utilizadla para horadar montañas, para regar los valles, para sanear el aire, para enlazar pueblos con pueblos en fraternal abrazo de solidaridad y de colaboración, a fin de que juntos procedan a la conquista del progreso y de la felicidad.

Haced de la ciencia un instrumento de civilización y no de destrucción y de muerte ...

Hemos dicho que la guerra moderna es cínica, y, de hecho, la guerra científica, con la cual se matan a millares de metros de distancia los hombres, que no se conocen, que no se han visto jamás, ha perdido también la forma del culto primitivo de la fuerza y de la destreza en ras armas, de que fue un ejemplo la antigua Grecia.

Los Agamenon y los Aquiles ya no son posibles con los fusiles de repetición, con las balas dum dum y con la dinamita, la melinita y con todas .aquellas sustancias explosivas tan similares en sus efectos a aquellos otros estragos de la humanidad como la bronquitis, la pulmonía, la pleuresía, etc. Hoy triunfa Moltke disponiendo serenamente sobre el mapa topográfico las banderitas rojas que indican los movimientos del enemigo y los ataques afortunados del combatiente.

Pero si mañana, sobre la azulada bóveda, una mirada pensativa pudiese contemplar la humana tragedia, con tantas vidas juveniles segadas en flor, como una hoz inexorable, y a las armas de fuego vomitando inconscientemente la muerte, tan inconscientemente como los que las cargan; si esta mirada pudiese abarcar el amontonamiento de los cadáveres mutilados y la sangre que baña la tierra, sin una lágrima de pena, sin un remordimiento, se preguntaría si toda aquella carnicería es acaso obra de un destino ciego, inexorable, que condena a los hombres desde su orígen a un común matadero, o una gran locura que sojuzga al género humano, pervierte la historia y triunfa sobre el hombre arrogantemente.

Quemando el último cartucho, empuñando el último puñal, los partidarios de las guerras hablan jesuiticamente, recitando el clásico licet vim repellere vi, de defensa del territorio, del suelo natal, de la patria ...

Pero, ¿de qué patría? Decídmelo por favor. ¿De la patría de los comendatori o de la patría común de todos los italianos?

Cuando nos cubríais de fango, nos atabais las manos y nos arrojabais al destierro, porque considerabais que éramos destructores de la familia, de la religión y de la patria, nosotros también llorábamos al despedirnos de nuestro mar y de nuestro azulado cielo itálico, y en la patria adoptiva imploramos el culto, la veneración preñada de deseos del nativo suelo lejano; nosotros también, y mucho más sinceramente que otros, dirigíamos nuestros pensamientos a esta patria de la que nos habíais arrojado, pero no por eso sentíamos la necesidad de matar a aquellos que no tuvieron la suerte de nacer bajo un cielo azul como el nuestro, en las costas de un mar tan risueño y oliente como e! mar Sigúrico.

Y de este modo, al lado del amor a la patria, aprendimos el amor a los hombres y aprendimos a repetir, día tras día, la fórmula del augusto Tolstoi, que invita a los soldados de todo el mundo a no disparar contra sus hermanos, aun cuando así se les ordene.

Y esto es lo que conviene repetir siempre, y, como la esposa de Moliére, yo os repito siempre las mismas cosas, ya que vosotros hacéis siempre las mismas cosas, y mientras hagáis siempre las mismas cosas, las mismas cosas os repetiré siempre.

El mismo Napoleón -ya veis de quien tomo la verdad-, el mismo Napoleón dijo que el argumento más eficaz es la repetición.

Y repitiendo todo lo que hemos dicho hasta este momento, no podemos hacer más que resumir nuestras palabras en un grito; grito que sea a un mismo tiempo maldición, promesa y augurio de una nueva era que no destierre la lucha fecunda, la benéfica lid en el campo del arte, de la ciencia y de la aplicación murtiforme de la vida diaria, pero era que destierre para siempre la lucha sangrienta y fratricida perpetrada por los poderosos en su afán de dominio, por su sed de monopolio del poder sobre la grey humana que no conoce otro camino que el que conduce al corral y al matadero: ¡Guerra a la guerra! ¡Suprimamos el militarismo!

Notas

(1) Conferencia pronunciada el 18 de octubre de 1903 en Génova, organizada por el grupo redactor del periódico La Paz.

Ciencia y religión.

Al saludar, antes de partir para Londres, a donde me llama ahora, en estos momentos, el Congreso Socialista Obrero Internacional, a vuestra Paterson industriosa y rebelde donde manos trabajadoras, indigenas o venidas de cien diversos paises, fabrican las mórbidas sederías para las mujeres y las concubinas de los archimillonarios y para sí mucha miseria, saludo al propio tiempo a todo este nuevo e inmenso mundo a través del cual he peregrinado como un modesto propagador de ideas y en el que fui acogido con tanta afectuosa hospitalidad por parte de los viejos amigos, no vistos desde hacía muchos años, así como por parte de los nuevos e innumerables amigos, arrojados a esta tierra por la marea de los acontecimientos y la ira de los hombres.

Desde Nueva York a San Francisco, en todas partes donde un llamamiento de compañero y de amigo ha determinado un alto en el presente vagabundaje de propaganda -forzoso, ya que desde mi tierra natal vine mejor obligado por la ajena que por la propia voluntad, pero contento por las satisfacciones morales que he experimentado-, en todas partes, repito, he sentido que aquí había un pedazo de mi patria, en la que solamente faltó la sonrisa materna, aun cuando el saludo que me acogía fuese expresado en inglés, en francés, en español o en alemán.

Una profunda compasión sentía entonces para todos cuantos desconocen nuestro humano ideal y pretenden ultrajar el humanitarismo en nombre de la patria y nos ladran, detrás de la ridícula acusación de Sin patria, una acusación que se trueca en título de gloria cuando se piensa en Sócrates y en Cristo. De igual modo nos hacen reír aquellos que, únicamente porque queremos esté asegurado como derecho elemental e imborrable el diario pan a los vacíos estómagos, califican de vulgar nuestro deseo de reforma, nos llaman materialistas, cual si nos tacharan de negadores de toda bella cosa y nos miran desde lo alto de su fenomenal inconsciencia porque no tenemos una religión.

¿Es, pues, verdad, que no somos religiosos? Muy cierto. Sacrílegos, nosotros no aceptamos ningún credo, ni moral, ni político, ni social; en cambio, proclamamos la soberanía de la razón y nuestro espíritu crítico ama discutirlo todo, hasta nuestras más caras convicciones, hasta aquellas convertidas en sangre de nuestra carne a través de luchas y sufrimientos de toda clase.

Pero ya que dicen que queremos destruir la religión, razonemos un poco y veamos si nuestra negación es irracional o está apoyada en la lógica, en la experiencia, en la ciencia y en la razón de la vida.

Antes que nada, bueno será pedir de qué religión se trata. ¡Hay tantas en este mundo! ¿Se trata die la que promete el paraíso cristiano e infantilmente amenaza con las llamas del infierno, de igual modo que a los niños buenos o malos se les promete el terrón de azúcar o el coscorrón, y que hace consistir todo el estímulo a las buenas obras en la esperanza usuraria o en el infantil miedo de gozar o sufrir ... en la otra vida? ¿O es que se nos habla de la religión de Mahoma, que a sus fieles promete el goce pagano de las huris jóvenes y bellas entrevistas detrás del humo del opio? ¿Tal vez de la religión de Confucio o de Budha, o de cualquiera otra que haya entenebrecido o anuble aún las humanas mentes? ¿De cuál se pretende hablar, ya que sus respectivos sacerdotes sostienen que la religión verdadera es la suya?

Naturalmente que, según estuviéramos en Turquía, en la India o en la China, cada una de estas religiones, por boca de sus curas, nos dirigiría la dura acusación de incrédulos. Y nosotros podríamos, en todas partes, rebatir la acusación y confundir a los acusadores con una cantidad de argumentos especiales que es inútil enumerar aquí.

Pero ya que nacimos y vivimos en países donde predomina la religión cristiana y los que más vociferan contra nosotros son los fanáticos y los mercaderes del cristianismo, y sobre todo, del catolicismo, podemos dispensarnos de buscar sendos argumentos, ya que los mejores nos los suministran los mismos sacerdotes de la religión cristiana. Ellos son los que más tremendos golpes asestaron para destrucción de su propia fe. Desde eI momento que el descendiente de Pedro, el pescador, olvidó la humildad originaria del Cristianismo -religión de los pobres y para los pobres-; desde el momento que los príncipes de la Iglesia en lugar del cilicio, de las espinas y del tosco vestido se cubren con sedas, púrpura y pedrería, como todos los demás potentados de la Tierra; desde el momento que las indulgencias, los pasaportes para el paraiso, las amnistías totaIes o parciales del purgatorio pudieron comprarse como una mercancía cualquiera o como un favor de ministros corrompidos; desde el momento, en suma, que la religión de Cristo cesó de ser apostolado y se convirtió en charlatanería de sacamuelas de plazuela y la iglesia se transformó, fin natural de todas las igIesias, en botica de almas y de conciencias, la ilusión del misticismo cristiano comenzó a revelarse como un embuste, como vil metal dorado que con el uso pierde su apariencia y no engaña ya el ojo del villano que hasta entonces creyólo oro deI más puro.

Una vez el dogma católico se puso abiertamente de parte de los grandes contra los humildes y miserables, tan caros a Jesús, se reveló, tal como por su propia esencia debía convertirse, enemigo de la ciencia y de la libertad. Y esta tendencia invencible de toda religión hacia el fanatismo y beateria ciegos de un lado y el servilismo hacia los poderosos y dueños contra los súbditos y siervos del otro, tendencia que constituyó y constituye aún el germen de disolución del cristianismo, esta fe dejó de ser joven.

Es una fe que arrastramos como un grillete que nos impide caminar libremente hacia nuestra meta de liberación integral. Llegó la hora de que esta cosa muerta y que grava con su peso todo el de la cadena de esclavitud que arrastramos, nos la arranquemos de los pies arrojándola bien lejos de nosotros.

Desde los tiempos más remotos hubo siempre hombres que dijeron a las murtitudes: Creed ciegamente lo que os digamos; obedeced sin razonar, sin protestar, todo lo que os mandemos; vendaos los ojos y arrodillaos. En cambio os prometemos la felicidad ... después de vuestra muerte. Los que así han hablado siempre, prometedores de placeres de ultratumba, son los sacerdotes de todas las religiones.

Pero a medída que progresaba la civilización, otros hombres surgieron que en nombre de algunas verdades, vislumbres de la verdad única, principiaron a combatir y a eliminar de la mente de los hombres el obscurantismo y la ignorancia por las religiones fomentadas. Envejecidos en los libros, absortos en el estudio de las leyes naturales, adoradores de la vida y de la verdad, esos hombres -llámense Demócrito o Lucrecío, Diderot o Mario Pagano, Darwin o Molescott- dijeron a las murtitudes: No creáis en nada ciegamente; pero observad atentamente en torno vuestro; escrutad, indagad los fenómenos que se presenten a vuestros ojos; remontaos desde los efectos a las causas y os explicaréis, sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural, la razón de muchos hechos. Y con toda esta complicación de observaciones individuales se acrecentará la sabiduría colectiva y se elevará siempre más el nivel intelectual de la humanidad. Quienes hablaron de este modo, en todos los tiempos y en todas las naciones, fueron y son los hombres de la ciencia, por ella muy a menudo héroes y mártires.

Entre el dogma y la ciencia y entre los secuaces del uno y los cultivadores de la otra, fue eterna la enemiga. Los de la ciencia tuvieron que conquistar palmo a palmo el terreno a la beatuchería y a la religión; y el camino del pensamiento humano y de la ciencia blanqueado está por los huesos de estos verdaderos mártires de la civilización que fueron enemigos del obscurantismo clerical, quemados vivos en las católicas hogueras de la Inquisición, víctimas del fanatismo popular, fruto de la ignorancia, del prejuicio y de la indigencia sembrados por los negros sojuzgadores de almas y conciencias.

Un antiguo filósofo materialista dijo que Dios fue creado por los hombres y no éstos por Dios y que fue el miedo quien inventó este enorme espantajo, tirano que habita detrás de las nubes y más allá del sol. De hecho, la ignorancia de los fenómenos físicos más naturales, pero también más espantosos para los ignorantes, fueron interpretados en los primeros tiempos como efectos de una acción misteriosa de seres sobrenaturales. Los antiguos creían, por ejemplo, que el rayo era un gracioso juguete que Júpiter tonante se divertia en arrojar de tanto en tanto al cogote de los hombres que no obedecían ... las órdenes de sus ministros. Y estos ministros, aquellos augures que según decía Cicerón no podían aguantar la risa al ver la estupidez de aquellos que en ellos creían, naturalmente interpretaban la voluntad de Júpiter siempre a beneficio suyo, del que les pagaba espléndidamente, y de sus protectores y protegidos, cómplices o víctimas, los poderosos y ricos de aquel tiempo.

No de otro modo hablaban los sacerdotes católicos, cuando enseñaban que el rayo, así como las demás calamidades naturales y hasta no naturales, enviábalo Dios en castigo de los pecados de los hombres, vendiendo de este modo las gracias divinas y las indulgencias a más subido precio. Aun hoy la mayoría creería en la mayor eficacia de una misa pagada espléndidamente para preservarse del rayo, si un hombre de ciencia, Galvani, no hubiese descubierto la electricidad, y Volta no hubiese inventado la pila y Franklin el pararrayos; el primero descorriendo el velo del tremendo misterio, el segundo sirviéndose de la revelación para producir las descargas eléctricas, antes a Dios reservadas, y el tercero arrancando directamente de manos de Júpiter o de Jehová el rayo mortífero. Los hombres cogen hoy el rayo y lo ocultan bajo tierra como si fuese una herrumbre inservible; la electricidad no sorprende ya a nadie y viendo la luz eléctrica y los coches empujados por aquella fuerza portentosa, principia a pensarse en que este descubrimiento, como todos, es una extirpación que la ciencia hace a la fe.

Demasiado lo supieron Galvani y Volta, que por haber cometido el delito de levantar el velo de la verdad científica ante las mentiras del dogma, tuvieron que sufrir no pocas molestias, burlas y calumnias por parte de los estultos teólogos de su tiempo.

Afirmase que la tortura fue infligida a Galileo Galilei -la Iglesia lo niega, pero poco importa la exactitud del hecho específico siendo cierto que Galileo fue procesado, perseguido y obligado a desmentir su convicción- porque osó, antes que Newton, sostener que la Tierra es un cuerpo esférico que rueda en el espacio con todos los demás cuerpos siderales, entre los que no es más que un punto imperceptible. Como esta demostración, confirmada por el telescopio y pruebas matemáticas, desmentia la sedicente verdad revelada por la Biblia y derribaba, cual pudiera un castillo de naipes, las charlas de Ptolomeo sobre la Tierra plana y la tontuna bíblica de Josué, deteniendo la marcha del sol, debía levantar, y efectivamente levantó, la iracundia de los buhos de sacristía. De todas partes llovieron sobre Galileo los improperios y las maldiciones. Suya fue la victoria, porque esta es la virtud insuperable de la ciencia contra la superstición: la luz, más pronto o más tarde, triunfa de las tinieblas.

Juan Bovío, en un admirable discurso que me complazco en recordar, confrontó magistralmente los dos gigantes de fa fe y de la ciencia: Cristo y Galileo. De las enseñanzas del rubio Rabbi de Nazareth surgió el Evangelio, el cual contiene, en verdad, algo de imperecedero y de sublime en sí; verdad santa que Cristo agregó a la moral eterna, que no es patrímonio excrusivo de ninguna religión; pero a la cual todas las religiones han acudido para burlarla y hacer aceptar a los hombres la mentira, fuese ésta dicha exprofeso con propósitos de explotación y de dominio o creída como una verdad por el mismo que la proponía.

Cristo afirmó altamente ante sus tiempos de tiranía, de egoísmo desenfrenado y de crueldad, especialmente entre el pueblo en medio del cual vivía y que había perdido la esperanza de salvación, el principio que jamás se invocará en vano en este mundo: el principio del amor, que ha suscitado en todo tiempo los mejores y más extraordinarios heroísmos, pero también bajo su manto los tiranos y los opresores han deslizado su averiada mercancía y consolidado la tiranía y la esclavitud. De igual modo que hoy vemos a los gobiernos ultrajar vergonzosamente a la líbertad, invocando su nombre, hasta so pretexto de defenderla, los curas justificaron siempre la religión con la moral del amor que le sirve de barniz, reservándose a renglón seguido hacer la peor de las obras de odio que imaginarse pueda.

Así, cuando los ministros del cristianismo, degenerados de los primeros catecúmenos, comenzaron, como los curas de las demás religiones, a convertir el templo en un comercio; cuando de portavoces del sufrimiento de los míseros se convirtieron en protegidos y aliados de los emperadores, de los poderosos de la Tierra, y fueron ellos mismos poderosos y señores, los oropeles humanitarios sufrieron un revolcón y el vidente reconoció en seguida el feísimo semblante de la mentira y del engaño. La desilusión de algunos permitió a otros el estudio desapasionado de ros hechos y de las ideas, y la ciencia, esta gran sacrílega, comenzó a sacudir las mentes del sopor de la creencia ciega, y el gusano roedor del libre pensamiento hincó el diente de la crítica y de la investigación en las más recónditas fuentes del sentimiento religioso. Entonces la Biblia, este libro de los libros, presentó a los ojos de aquellos que deliberadamente no los habían cerrado, grietas irremediables y vacíos espantosos.

He nombrado antes a Galileo Galilei. Hombre de ciencia, simboliza magníficamente el libre pensamiento que critica enfrente de la fe que cree sin razonar. Después de la caliginosa noche medioeval, durante la cual iluminaron el espacio las llamas sanguinolentas de las hogueras y contra las crueldades sacerdotales se elevaron los desesperados gritos de los torturados y tostados, después de esta larga noche de infamia y de dolor, este hombre se irguió gigante a desmentir la tradición, a dar un mentís a la Biblia, escudriñando en los cielos, no !o invisible y lo incomprensible, sino la razón y la causa del movimiento armonioso de los mundos en el infinito espacio. E! fue -dice Bovio- quien escribió en el firmamento una palabra con letras de estrellas que nadie la borrará.

Entre la cristalización y el transformismo, entre el credo y la crítica, entre !a autoridad y la libertad, entre la religión y la ciencia, nosotros, y no por un motivo de convicción teórica, sino también de amor por la humanidad y por nosotros mismos, de egoísmo y de altruísmo juntos, somos partidiarios de la ciencia, o sea de la libertad, de la crítica y del transformismo.

Claro está que al decir esto no pretendemos a nuestra vez imponer un dogma de ateismo o de lo que fuere a los creyentes, a los religiosos. La convicción no se impone; se propaga únicamente con la fuerza de la lógica y del raciocinio. Si al combatir por la libertad integral quisiéramos triunfar de las convicciones de los demás con la violencia y la autoridad, resultaríamos otros tiranos. Unicamente debemos impedir por todos los medios una cosa: que los demás hagan aquello que nosotros nos negamos enérgícamente a hacer; impedir a los curas, lleven o no sotana, sean negros o rojos, que violenten las conciencias, que impongan con la sugestión cuando se trate de la infancia, o con la violencia o la amenaza de daños morales, materiales o económicos si se tratase de adultos, la propia fe política o religiosa. Debemos traer nuestros enemigos a nuestro propio terreno, en er terreno de la lógica y del raciocinio en los cuales nosotros esperamos.

Precisamente porque, a menos de confesar abiertamente la propia mala fe, ningún adversario osará contradecirnos en este terreno -y si su oposición fuese a base de brutalidad y de violencia, ya sabríamos lo que nos toca hacer precisamente por esto, repito, nos sentimos arrastrados con mayor fe a afirmar que en una sociedad redimida de toda explotación, de toda tiranía y violencia del hombre sobre el hombre, de toda indigencia material e intelectual, la ciencia será la llamada a substituir totalmente, o poquísimo menos, la religión, y de todos modos y sin el casi, todas las religiones reveladas y sobrecargadas de fanatismo y de peligros para la civilización que hoy tienen atado el mundo fuertemente a la esclavitud.

Cuanto más se ensanche el campo de los conocimientos positivos del hombre, tanto más se reducirá el de fa fe en lo invisible, en lo sobrenatural y en lo inverosímil. Y al lado del avance de la ciencia junto con el retroceso de la superstición religiosa, se elevará conjuntamente el nivel moral y material de la humanidad, ya más emancipada política y económicamente. Vemos ya en efecto, que los pueblos más religiosos son los pueblos más esclavos, más sometidos a la tiranía política, más pasivamente explotados económicamente.

Ni podría ser de otro modo. Fundando la religión, la moral en la existencia de una vida espiritual ultraterrena, y dando mayor importancia a esta hipotética existencia de ultratumba, debe enseñar el desprecio de la vida material, vida real cuya afirmación no tiene necesidad de ser demostrada, mientras nada, absolutamente nada nos prueba sea verdad todo lo que los curas nos dicen del más allá. El desprecio de la vida material significa la indiferencia o casi la indiferencia ante los problemas más urgentes de la humanidad, significa no ocuparse de aumentar el propio bienestar y la propia libertad, significa esperar pacientemente la muerte, resignándose a sufrir porque los curas han dicho que sufriendo se gana el paraíso. En una palabra, es la religión de la renunciación, la religión de la muerte.

Por fin llegó el momento de llamar a los hombres a la religión de la vida, a la verdadera misión de la existencia individual y social. Demasiado esperaron en el más allá, mientras la inmensa mayoría, absorta en la contemplación de la vida futura, quedaba desvalijada. Ingenuos que por la esperanza de lo incierto han perdido lo que de cierto y positivo podian haber obtenido: un poco de felicidad, ya que no toda, sobre la Tierra.

A los que predican a los trabajadores que en el paraíso se verán compensados de las miserías y de los dolores de este mundo, deberían responder sin más preámbulos los trabajadores:

Ya volveremos a hablar de! otro mundo cuando veamos ... como está hecho. Entretanto señores curas, ya que tanto empeño ponéis en no renunciar a vuestra parte de paraíso ... terrestre, que nosotros os hemos creado, comenzamos por reclamaros un sitio para nosotros en este festín social en que tan cómodamente estáis sentados, devorándolo todo y dejándonos los huesos demasiadamente bien condimentados con prédicas ... espirituales, y lo reclamamos porque también nos urge saber, si es verdad que este paraíso existe, como es que vosotros lo predicáis a los demás y les aconsejáis que para merecerlo precisan maceraciones y sufrimientos, mientras preferis gozar, de este modo renunciando, según vuestra teoría, a! eterno paraiso. Vuestra conducta nos da a creer que sois como los charlatanes que venden a buen precio los números que aseguran saldrán premiados de la lotería, pero que nunca los juegan. Jugad también vosotros, charlatanes de la religión, si queréis que os creamos, en este juego de la vida futura. Cansados estamos nosotros de jugar sin que nunca sepamos de cierto haber sido premiados. La vida querémosla vivir ahora, entera y completa.

En nombre de vuestro Dios, si creéis realmente en él, y si es, según decís, padre amoroso de todas las criaturas, pedimos para todos el bienestar y la felicidad a que todo el mundo tiene derecho. Cesad de hablar de penitencias y de maceraciones ... para los otros. Que sí vosotros renegando la palabra genuina de Jesucristo, francamente comunista, continuáis interpretándola a vuestro modo y nos disputáis con fraude y violencia lo que nos pertenece, nosotros los trabajadores, que tenemos el número y el buen derecho, ya sabremos hallar el modo de que finalmente triunfe la justicia.

Porque inútil es hacerse ilusiones y jugar con palabras: también actualmente la religión, a semejanza de lo que ha sido siempre en el pasado, es sobre todo un instrumento de defensa del privilegio capitalista, y con las exhortaciones a la mansedumbre y a la resignación mantiene al pueblo paciente y sometido a la prepotencia patronal tanto como a lo gubernamental. ¡Ay si el pueblo perdiese la certidumbre del paraíso para consolarse de cuanto ha sufrido en esta tierra! -decía una vez el fiscal de un proceso por delito de imprenta a que asistí-, el pueblo se rebelaría contra los patronos y el orden se habría acabado ... Claro que el orden, para aquel señor, consiste en todo el sistema actual, basado en la violencia, que un puñado de hombres ejerce sobre la inmensa mayoría.

¿Os acordáis de Francisco Crispi? Blasfemó un tiempo de todas las religiones, pero también más tarde de todos los idealismos cuando, en un momento de loco pánico de la burguesia europea ante el terrorismo anarquista y las sublevaciones proletarias, arrancó a la mayoría de sus alocados burgueses las leyes malvadas Ilamadas excepcionales contra el nuevo pensamiento social, y creyendo altamente necesario dar alas a los curas para reformar con la beatucheria la moderna barraca de injusticia y de vileza, puso en la. cabeza del Dios ... del cardenal Sanfelice, en la bella. ciudad de Nápoles, el Kepi de policía. ¡Magnífica demostración de que los hombres dominantes de la burguesía ven en la fe ciega de las masas el más valioso puntal de sus privilegios politicos y económicos! De ahí la necesidad de combatir esta tiranía que los sacerdotes ejercen sobre las almas y las conciencias.

La guerra a la religión, al clericansmo, interesa, por consiguiente, grandemente a la clase obrera, que todo puede y debe esperarlo del progresar de la ciencia y del libre pensamiento, en daño del secular antagonismo de la luz y de la verdad.

Tiene la palabra religión, para los hombres del libre pensamiento, un cierto sabor antipático; religión y libertad son términos contradictorios si nos atenemos al significado literal de la palabra. Religión deriva del verbo latino religo, que quiere decir yo ato, ciño, encadeno algo, en suma, que significa negación de la libertad, cepo puesto a la razón, persecución del pensamiento. La palabra religión trae en seguida a la mente al feroz Abraham que por mandato de Dios estuvo a punto de asesinar a su propio hijo, a Agamenon que para aplacar a su Dios inmola a su hija ante el altar, a Torquemada que siglos después sacrifica tantas victimas humanas en las inquisitoriales hogueras, a Domingo de Guzmán ordenando el asolamiento de enteros paises para salvarlos, según él, de la herejia ... Esta palabra religión nos hace pensar, además, en los augures y sacerdotes de la Roma pagana que se reian, cuando se encontraban, de su embustera profesión, y en el pontífice de la Roma cristiana que inter pocula riese también al pensar en los .tesoros que le permite amasar la fabulita del Cristo. Sí fuese posible con un acto de la voluntad humana destruir la relígión entendida en este sentido, ciertamente nosotros quisiéramos destruirla.

Pero, ¿se destruyen, acaso, así las religiones, de igual modo que se abate una tiranía poliaíca? No; o por lo menos no es destrucción en el sentido material e inmediato de la palabra. A la religión, que no es razón sino sentimiento, no basta una peroración, por científica que sea, para vencerla y destruirla; no basta con quemar una iglesia, una biblia y una imagen para hacerla desaparecer. Tiene su raíz en una secular educación del alma humana, en todas sus debilidades, en todas sus vilezas, en sus errores, y, sobre todo, en su ignorancia. Iluminemos, ante todo, las mentes instruyéndolas sobre los orígenes y las razones de la vida, ahuyentemos los fantasmas imaginados por los farsantes religiosos y habremos dado el primer paso ... que no es, ciertamente, el último.

No basta conquistar la razón, la mente, si al mismo tiempo no se conquista el sentimiento, el corazón. Más aún. Si no se persuade y se vence el sentimiento, la fría convicción enseñada al cerebro se olvida poco a poco, queda envuelta en nieblas, se entibia, desaparece para dar lugar a que renazca la fe ciega que tiene sus raíces profundas, como dejo dicho, en la educación y en la debilidad humana.

Por consiguiente, conquistemos, disputemos y arranquemos de manos de los sacerdotes de lo inverosímil, el corazón del hombre, este corazón inmenso que sabe sangrar por todos los sufrimientos, palpitar por todas las miserias y amar mucho más que odiar. Mientras demolamos el dogma, procuremos asimismo vencer fa debilidad del sentimiento y fortifiquemos el corazón substituyendo con la fe en la razón de la vida, la del misterio de la muerte. De igual modo que una buena esposa sabe atraer con mil atenciones delicadas al hombre que ama, por un momento extraviado por una insana pasión, al amor más profundo hacia la familia y la madre de los propios hijos, así nosotros, después de haber destruído en el alma de los hombres la creencIa irracional en la felicidad de ultratumba, guardémonos bien de dejar el desconfortante vacío alli donde pasó la piqueta de nuestra crítica, y para los corazones sedientos de esperanza, sepamos construir con el material que nos suministra la ciencia y nos aporta la filosofía de la historia, la promesa del bienestar y de la libertad, no para después de nuestra muerte, sino antes -y si no toda para nosotros, ciertamente para nuestros hijos, en los cuales continuará nuestra vida-, aquí sobre esta Tierra, que no debe ser por más tiempo el valle de lágrimas, según la blasfemia biblica, regado como hoy con sudores y sangre, sino la fértil alma parens diva tellus, la madre tierra que da ciento por uno al que en sus negros surcos sabe arrojar, con un gesto amplio y paciente, a manos llenas, la semilla del pan y de la justicia.

He aquí la verdadera fe, la religión verdadera, la nuestra: la redención del hombre, la redención vital sobre la Tierra, por la cuar nosotros, modesta pero tenazmente luchamos, acercando el día del juicio universal por cuanto será el de toda la humanidad, pero cuya alba apuntará, no sobre los sepulcros de los que hayan vivido sobre nuestro planeta, sino pronto, entre las casas de los hombres, entre las ciudades y las naciones de todo el mundo, que al fin habran comprendido que ha llegado la hora de convertirse en hermanos y de albergar la paz, el bienestar, la igualdad y la libertad.

Esta es la religión de la vida substituyendo a la religión de la muerte; la esperanza de un porvenir mejor sobre la Tierra substituyendo a la de un paraíso hiperbólico después de la tumba. Qua iI seme, qua la spiga, qua iI diritto! Di lá c'é frode. Chi tra iI diritto e il destino dell' uomo pone in mezzo la morte e un santo che ci inganna (¡Aquí está la semilla, aquí está la espiga, aquí está el derecho! Más allá hay fraude. Quien entre el derecho y el destino del hombre pone en medio la muerte, es un santo que nos engaña.). Son palabras de Juan Bovio.

Para emancipar económicamente y politicamente al pueblo, precisa libertarlo de las cadenas del prejuicio y de la superstición. Porque precisamente por la redención del hombre, por su verdadera redención sobre la Tierra, es que nosotros modestamente, pero tenazmente, combatimos.

Aquí, en la vida real, el hombre puede tener su infierno y su paraíso. El infierno es para él la humanidad lacerada, pisoteada, miserable; la humanidad de hoy en que el pobre sufre la indigencia y el rico sufre también, si no de remordimiento por la miseria de los demás, por tantos y tantos otros dolores y miserias morales que son la consecuencla del desorden homicida en que se debate la sociedad contemporánea. El paraíso, verdaderamente tal, comparado con las presentes alforjas sociales, estará en el futuro orden de armonías económicas, intelectuales y morales y en el que el hombre no se sentirá ya, como hoy, esclavo de otro o robado por otra clase; trabajando para otros mientras los otros trabajen para él, podrá vivir sano e inteligente, seguro del mañana para él y los suyos, asistiendo sereno al desarrollo de la civilización, que entonces será satisfacción y gloria de todos.

Sí, nosotros creemos en la inmortalidad de todo lo que es verdadero, que es justo, que es bello; en esta filosofia eterna del ideal humano que debe apoyarse, no en las nubes, sino en la realidad de la vida. Creemos, sí, en la inmortalidad del hombre -no como Individuo, sino como ente colectivo-; porque es un hecho real que la humanidad, renovándose a través de las generaciones, de nosotros conserva todo lo que de verdaderamente útil y grande hemos sabido hacer por ella.

Sentimos intestificada la vida de nuestro organismo y de nuestro individual pensamiento cuando sentimos que formamos parte de este gran todo, cuando sufriendo con el dolor de todos queremos luchar por la felicidad de todos, en la cual únicamente podremos sentirnos felices. ¡He aquí la religión ideal!

¡Y dicen que tenemos solamente la codicia de ros placeres materiales, que únicamente tenemos necesidades brutales! ... No; sabemos también nosotros que no sólo de pan vive el hombre, y mientras combatimos porque el pan, necesidad elemental indiscutible, esté asegurado a todos, nuestra mente, la mirada del alma, se vuelVe hacia algo sublime. Nosotros tenemos también una ideal madonna consoladora que llama con toda la sugestión posible a sus creyentes a la lucha: es la libertad. La libertad, coronamiento moral y político juntamente del bienestar material y económico, asegurado a la inmensa familia de los hombres entre los cuales hayan totalmente desaparecido las barreras de odio entre nación y nación, entre clase y clase.

Es la diosa luminosa que el Carducci de otros tiempos, desde los collados peruginos, vió sobre ocasos de oro y cantó como una profecía:

EII'e un'altra madonna, ell'e un'ídea

fulgente di gíustizía e di píeta;

ío benedíssí chi per leí cadea,

oí benedíco chí per leí vivra.

(Es otra Nuestra Señora, es una idea -refuljente de justicia y de piedad- yo bendije al que por ella caía - yo bendigo al que por ella vivirá.).

Notas

(1) Conferencia pronunciada en la ciudad norteamericana de Patterson, el 14 de julio de 1896.

Vuestro orden y nuestro desorden.

Después del largo y rudo viaje de siembra de ideas, a través de todo el Continente de esta virgen América del Norte, recorrida entre la benévola y siempre magnífica atención de los hombres de buena voluntad, en los cuales, más que con la modesta palabra, con los ojos he comprobado la amarga realidad de la palidez extrema de nuestro mundo, víctima de tantos males y azotado por tantas iniquidades, cuando aún podría ser el paraíso terrenal de la leyenda, ya que el sol continúa siempre madurando en abundancia, con su benéfico calor, espigas y vides; ahora que llegué, después de tantas etapas a lo largo del camino, de horas para mí dulces y de palabras dichas en servicio del ideal, de Nueva York, asentada en la orilla del inmenso Atlántico y desde donde la estatua de la Libertad promete con su simbólica luz la emancipación integral al mundo, a esta San Francisco vuestra, sobre la orilla del Pacífico, este otro extenso Océano, que de Pacífico sólo tiene el nombre, dejad que después de haber vuelto a ver con los ojos y con la palabra todas las miserias de la vida presente, lleve hoy la mirada hasta la visión, por lejana que esté del oasis del reposo, al oasis que la humanidad busca en este su fatigoso y secular víaje entre luchas y dolores, guiada por la esperanza.

Dejad que aquí, donde la maldita fiebre del oro aviva el incendio del desierto social, salvajemente civilizado, afirme la posibilidad científica demostrada de una armonía en la vida colectiva de las fuerzas con las necesidades; la armonía que todos invocan sin darse cuenta de que únicamente puede realizarse con el triunfo de nuestra idea tan vituperada, perseguida y no comprendida: la idea anarquista.

Y nuestra ciencia no es aquella que de las cátedras oficiales lanza algún doctorado en el arte de sostener ideas e instituciones demolidas o vacirantes, ciencia formada con débiles providencias y con eruditas meditaciones. Nosotros procuramos arrojar en los surcos toscos o alegres de la existencia colectiva -tal cual es hoy, tal cual se pr'esume será mañana- tantas mieses de realidad gris y de esplendorosas verdades, como hallará la hoz que quiere prepararnos el pan del venidero verano fructuoso y fraterno. Ciencia -en el sentido positivo y moderno de esta palabra- es la nuestra de la que estamos seguros; que tiene su fuerza en la sinceridad y fijos los profundos ojos en la justicia; ciencia que se hace arte, aunque no ese arte afortunadamente desaparecido con los dioses, sino aquella actividad viril del pensamiento que busca la belleza, que suscita en nuestras almas los tumultos sagrados en pro de la verdad y de la libertad.

Frágil y escarnecido es nuestro manípulo, ¿pero qué importa?; precisamente por esto levantamos con mayor entusiasmo contra las humanas iniquidades nuestros oriflamas de batalla, rojos como la aurora inevitable de la victoria y negros como el dolor social desmesurado que en torno nuestro vemos como rompe los cuerpos y las almas. Nosotros vemos ondear en las horas de melancolía estas banderas al viento, todas despregadas, y no nos importa que otros hagan como si no las vieran. Pocos ojos abiertos y penetrantes saben verlas, porque son mejor que girones de tela colorada las mismas verdades sociales detrás de las cuales estas pocas almas solitarias, pocas comparadas con el inmenso zumbido de la humana colmena, se han situado esperanzadas. Sin embargo, el vivac de los voluntarios de la libertad perdido en la landa, brilla al par de una etapa que nos parece buena y valerosa, mucho, mucho más allá del anatema y de la gloria ... El oriflama de nuestro pensamiento ondea en la hora vil y nos da valor en ra soledad, llena de espinas lacerantes y de crueldades amenazadoras que a veces nos rodea.

Y es que oímos cómo surgen de la noche profunda los suspiros de todos aquellos que sufrieron, que lucharon, y que no habrán esperado en vano si la vida, que es la nueva verdad de la ciencia y del arte, triunfa de la muerte y la luz de las tinieblas.

Para que la vida triunfe de la muerte, para que el trabajo triunfe del ocio, han levantado los anarquistas el grito de emancipación de todas las tiranias del cuerpo y del espíritu.

La doble afirmación antirreligiosa y antiautoritaria refulge mayormente como verdad demostrada por los hechos, y como necesidad hija de las necesidades de los nuevos tiempos. De hecho contra la libertad del pensamiento y contra la libertad de la acción, se han dado la mano los sacerdotes de la violencia y los violentos contra la razón.

Los hombres que viven del tremendo juego de la espada y del fusil, y que del matar, del matar en bloque, del destrozar a metrallazos las vidas juveniles y sanas, han hecho un arte sapiente -y los hombres que viven sobre las hipotecas de una vida futura, espantosamente eterna, de alucinar en las almas sedientas de felicidad terrena la visión exacta de la realidad-, unos y otros se han encontrado en los dinteles del viejo edificio social, lleno de grietas y retoques, y corren a repararlo.

-La salud está en la fe -salmodian los unos.

-En las armas está la gloria -truenan los otros.

Y el salmo de la renunciación, el cántico fúnebre de la maceración, la blasfemia a la vida -con la santificación de la muerte- surge de los templos con el estertor desesperado de las cosas que no quieren morir.

La guerra truena aún con sueños de exterminio coronado de laureles; responde con otra guerra a los cuerpos y a las almas: la guerra moderna de la que todos, hasta los mismos héroes, tienen miedo; guerra sorda y exterminadora aún en tiempos de paz.

Ahora bien: el sacerdote y el soldado, el que miente y el que mata, por boca de sus periodistas, a tanto la línea, acusan a los socialistas y a los anarquistas, a estos últimos especialmente, de ser factores del desorden.

Todos vosotros habréis sentido y leído mil veces esta calumnia, a menudo inconsciente, pero a menudo también concienzudamente lanzada, con la cual el ideal anarquista es agredido por sus enemigos y de cuantos temen por sus propios privilegios su acción igualadora, o de aquellos que son tan pequeños de corazón y de cerebro que no saben interpretar su íntimo sentído, tan simple, no obstante, que lo mismo puede comprenderlo el hombre de ciencia que el analfabeto, a condición de que en el primero la ciencia sea ávida de conocer y en el segundo la ignorancia sea como vestido de que anhela uno despojarse, y que en ambos el deseo de la verdad vaya acompañado de la sed insaciable de justicia, de amor, de bienestar, de paz y de libertad para todos.

Esta calumnia que los diccionarios han sancionado, sostiene que la Anarquía significa desorden. Desde los más remotos tiempos de la civilización helénica en que las libres ciudades de la Grecia fueron despojadas de sus derechos y los tiranos pusieron su pesada pranta sobre Esparta y Atenas, la palabra Anarquia fue empleada en sentido de escarnio y de vituperio, para indicar los momentos de interregno, entre la muerte de un déspota y el nombramiento y subida al trono de su sucesor, momentos que el hábito de la esclavitud hacía parecer confusión, como si tiranía fuese sinónimo de orden, como si el orden mantenido con el látigo fuese preferibre al desorden natural que en los primeros momentos suele seguir a la caída de una tiranía.

Factores de desorden se llama a cuantos hacen profesión de fe revolucionaria. Pero decidme, por favor, ¿es orden esto que no se mantendría sIquIera un día si no estuvIese sostenido por la violencIa; esto que los gobiernos defienden con tanta profusión de medios policíacos y belicosos? ¿Es acaso orden la sociedad en que vivimos, en la cual el bienestar, mejor la orgía de la existencia, se permite únicamente a pocos privilegiados que no trabajan y que, por consiguiente, nada producen, mientras la multitud de los trabajadores, condenados a la fatiga y a penas, poco o nada pueden gozar de tantas riquezas por ellos solamente creadas? Si esto es orden, ¿por qué, pues, la fuerza de las armas, de las esposas, en una palabra, de la prepotencia gubernativa para mantenerlo?

¿El orden admirable de la Naturaleza tIene acaso necesidad de otras leyes, fuera de las rígidas e inviolables de que depende toda la existencia de las cosas, el desarrollo de los hechos y de los fenómenos? No; porque este es el verdadero orden, y sus leyes son en todas partes obedecidas sin necesidad de guardias civiles, porque si alguno las desobedece, en su desobediencia halla el merecido castigo. Probad a rebelaros contra la ley de la gravedad y obrad como si no existiese; arrojaos en el vacio sin sostén ninguno, y la caída será inevitable. Precisamente por esto nadie piensa, fuera de los locos, en obrar en oposición con las leyes de la Naturaleza, las únicas que verdaderamente son tales y no las otras; claro está que se quiere sean gabeladas y no son otra cosa que la moral artificial de las supersticiones rengiosas.

¿Qué gobernante, por ejemplo, fuera o por encima de las evoluciones fatales de la fuerza y de la materia, osaría o podría mandar policías o dejar sentir autoridad extraña para regular la marcha de los mundos por el espacio o la irrevocable sucesión de las estaciones?

Lo real es, al contrario, que hoy los gobiernos existen con el pretexto de garantizar el orden, porque éste no es el verdadero orden. Si verdaderamente fuese orden, repito, no tendría ninguna necesidad de armas y de esposas, ni de la violencia autoritaria del hombre sobre el hombre para mantenerse. Al contrario de lo que hoy cree la mayoría, el orden defendido contra nosotros, iconoclastas impenitentes, con tanta profusión de leyes restrictivas de la libertad y tanta policía, es precisamente el caos legalizado, la confusión reglamentada, la iniquidad codificada, el desorden económico, político, intelectual y moral, erigido en sistema.

Se dice que las leyes y los gobernantes que las ejecutan son para mantener el orden en interés de los débiles contra los fuertes. ¿Pero hay alguien que aún crea esto en serio? ¿Quién no ve que en todas partes sucede todo lo contrario? ¿Decidme, por ejemplo, en qué huelga, en qué conflicto entre capital y trabajo, las fuerzas del gobierno han defendido seriamente a los obreros, que son los más débiles, contra sus patronos, que son los más fuertes? No tan sólo no lo han hecho nunca, sino que al decir de los mismos gobernantes, éstos permanecen neutrales, para vigilar que ni unos ni otros salgan violentamente de los limites de la contienda pacifica y civilizada; como si fuese buena y honrada neutralidad asistir a la lucha de un niño débil y desarmado, con un hombre robusto, e impedir que otros acudan en auxilio del primero o que el niño empliee otras armas que no sean sus pobres músculos infantiles. Y esto, en la hipótesis más favorabre y que menos corresponde a la verdad, ya que, a pesar de su tan cacareada neutralidad en las luchas entre capital y trabajo, siempre intervienen los gobernantes fraudulentamente o abiertamente en auxilio del primero contra el segundo, del fuerte contra el débil.

Y no puede ser de otro modo, porque el gobierno actualmente no es más que un instrumento de defensa del privilegio capitalístico, como en la Edad Media lo era del privilegio feudal, como en todos ros demás tiempos y en todas las civilizaciones que se han sucedido en el mundo, lo fue siempre de los ricos en daño de los pobres. Y siempre con el pretexto de mantener el orden.

Precisamente porque la cuestión económica es la base de la vida individual y social, los gobernantes, hasta los elegidos aparentemente por el pueblo, en realidad obran en interés de los patronos, cosa que vosotros mismos podéis comprobar en esta llamada libre América, en la que muy a menudo la prepotencia y la violencia gubernativa más feroz, pesa en la baranza de la contienda entre el capital y el trabajo, a favor del primero, como la espada de Benno, y lanza arrogantemente a los proletarios que osan protestar la inicua y burlona palabra: ¡Ay de los vencidos!

El Estado, el poder ejecutivo, el judicial, el administrativo y todas las ruedas grandes o chicas de este mastodóntico mecanismo autoritario que los espíritus débiles creen indispensable, no hacen más que comprimir, sofocar, aplastar cualquiera libre iniciativa, toda espontánea agrupación de fuerzas y de voluntad, impidiendo, en suma, el orden natural que resultaria del libre juego de ras energías sociales, para mantener el orden artificial -desorden en substancia- de la jerarquía autoritaria sujeta a su continua vigilancia. Magistralmente definió Juan Bovio el Estado: ... opresión dentro y guerra fuera. Con el pretexto de ser el órgano de la seguridad pública, es, por necesidad, expoliador y violento; y con el de custodiar la paz entre los ciudadanos y las partes, provoca guerras vecinas y lejanas. Llama bondad a la obediencia, orden al silencio, expansión a la destrucción, civilización al disimulo. Como la Iglesia, es hijo de la común ignorancia y de la debilidad de la mayoria. A los hombres adultos se manifiesta tal cual es: el mayor enemigo del hombre desde que nace hasta que muere. Cualquier daño que pueda derivar a los hombres de la Anarquía, será siempre menor que el peso que el Estado ejerce sobre ellos.

Hacen creer los gobernantes, y el prejuicio es antiguo, que el gobierno es instrumento de civilización y de progreso para un pueblo. Pero sl bien se observa, se verá que, al contrario, todo el movimiento progresivo de la humanidad es debido al esfuerzo de individualidades, a la iniciativa anónima de las multitudes y a la acción directa del pueblo. El mundo ha marchado siempre hasta el presente, no con ayuda de los gobiernos, sino a pesar de éstos, y en éstos hallando siempre el continuo obstáculo directo e indirecto a su fatal andar. ¡Qué de veces los más gloriosos innovadores en ciencias, en arte, en política no hallaron su camino barrado, mucho más que por los prejuicios y por la ignorancia de las multitudes, por los andadores y por las persecuciones gubernativas!

Cuando el poder legisrativo y el gobierno aceptan y satisfacen en forma de ley o de decreto alguna nueva petición salida de la conciencia pública, es después de innumerables recIamaciones, de agitaciones extraordinarias, de sacrificios mil del pueblo. Y cuando los gobernantes se han decidido a decir sí, a reconocer a sus súbditos un derecho, y, mutilado y desconocido lo promulgan en los códigos, casi siempre aquel derecho se ha hecho anticuado, la idea es ya vieja, la necesidad pública de tal o cual cosa no se siente ya, y entonces la nueva ley sirve para reprimir otras necesidades más urgentes que se avanzan, que tienen que esperar a ser esterilizadas, hipertróficas, antes de que las reconozca una ley sucesiva.

Todo aquel que ha estudiado y observado con pasión los partos curiosos y extraños del genio legislativo, las leyes pasadas y las presentes, queda sorprendido al ver el sutil fraude que logra gabelar por derecho el privilegio, por orden el bandidaje colectivo, por heroísmo el fratricidio de la guerra, por razón de Estado la conculcación de los derechos y de los intereses populares, por protección de los honrados la venganza judiciaria contra los delincuentes, que, como dice Quetelet, no son más que instrumentos y víctimas, al mismo tiempo, de las monstruosidades sociales.

Y cuando nosotros queremos combatir estos males, causa y efecto juntamente de tanta infamia y de tantos dolores, para derribar todo lo que dificulta el triunfo de la justicia, se nos llama factores del desorden.

Cierto; propiedad, Estado, familia, religión, son instituciones que algunas merecen la piqueta demoledora y otras esperan el soplo purificador que las haga revivir bajo otra forma más lógica y humana. ¿Pero querrá esto decir seriamente que se pasaría del orden al desorden? ¿Quién no desearía entonces, si se diese voz, tan contrarío significado a las palabras, el triunfo del desorden?

Pero si las palabras conservan su significado, no pueden los anarquistas ser llamados amigos del desorden, ni aun considerado esto desde el punto de vista único de revolucIonarios. En este histórico período de destrucción y de transición entre una sociedad que muere y otra que nace, los actuales revolucionarios son verdaderos elementos de orden. Tienen éstos en sus fosforescentes ojos la visión de la sublime idealidad que hace palpitar el corazón de la humanidad, que la empuja hacia el infinito ascendente camino de la Historia.

Después del estampido del trueno, brilla sobre la cabeza de los hombres el bello cielo luminoso y sereno; después de la vasta tempestad que purifique el aire pestilente, estos militantes del porvenir señalan la primavera florida de la familia humana, satisfecha en la igualdad y embellecida con la solidaridad y la paz de los corazones.

Sería tarea interminable repetir en extenso toda la crítica, todas las razones revolucionarias contra las viejas instituciones de la sociedad capitalista y autoritaria. Pero bueno será insistir sobre la importancia máxima del problema económico en relación a toda la vasta cuestión social, problema económico que no será resuelto sino por la socialización de la propiedad.

Como decía Elleró, la propiedad individual es funesta generadora de todos los delItos; pero si hoy, siendo privado privilegio de pocos, es causa de explotación y de innúmeras miserias morales y materiares, mañana, cuando la posea en común (no fraccionada y dividida) la entera sociedad, se transformará naturalmente en base económica de la solidaridad universal. En pocas palabras, si la propiedad privada es la base del orden actual (o sea un verdadero desorden), la propiedad social, común, será la base del orden nuevo, del verdadero orden.

Caerán entonces los privilegios de clase y de casta, y las clases se fundirán en una sola famina de iguales. Teniendo todos los hombres los mismos intereses y los mismos deberes en las relaciones recíprocas, ningún trabajo será más despreciado que otro, puesto que todos, hasta los ahora considerados como más abyectos, son nobles, porque son útiles al hombre, y todos más o menos necesarios para la convivencia social. El trabajo estará dividido según las aptitudes, la capacidad y el ingenio de cada uno, tan noble y respetado el trabajo intelectual del médico, del ingeniero y del maestro, como el del obrero de los talleres. Cada uno prestará el concurso de su labor en la corporación de artes y oficios a que pertenezca, según sus propias fuerzas, y la producción de los diversos géneros de trabajo, las cosechas de los campos, los productos de la industria y del arte, estarán a disposición de todos para que satisfagan íntegramente sus necesidades.

Convertido el trabajo en obligación para todos, la producción quedará con ello acrecentada hasta el punto de ser más que suficiente a las necesidades de cada uno, mientras que en la división del trabajo entre un número de personas bastante mayor del que hoy produce para todos (sin contar las máquinas y la aplicación de energías útiles, en vez de las inútiles aplicadas actuarmente, como, por ejemplo, en las guerras y oficinas del Estado), ahorrará a cada trabajador muchas horas de fatiga. Y las horas ganadas a la fatiga podrán ser destinadas, y sin duda alguna lo serán, a cultivar la inteligencia y el corazón con la ciencia y las artes. Los padres y las madres del porvenir, sobre todo, tendrán tiempo suficiente para poder ser los primeros educadores y maestros de sus hijos, los cuales, en su Infancia, no se verán, como hoy, costreñidos a un trabajo opresivo. En cambio, habrá para ellos las escuelas, en que, con un régimen de libertad y de ternura, se les ayudará a dar los primeros pasos por el camino de la vida, y su mente podrá abrirse a todas las cosas bellas y buenas.

Cada hombre es hijo de la educación y de la instrucción aue recibió cuando niño. La educación del corazón hará a los hombres buenos y honrados: la de su cerebro, les iluminará contra las tinieblas de la ignorancia, primera enemiga de la libertad. De este modo, podrá desarrollarse más en los espíritus de los hombres futuros el sentimiento de la fraternidad y del amor que unirá a todos los trabajadores en una farnilia feliz v tranquila, y el brutal egoísmo cederá el puesto a la solidaridad para el bienestar de todos.

Tal es nuestro ideal de desorden, por lo que concierne a la cuestión económica, y vosotros podéis ahora juzgar y compararlo con el delicioso orden actual, mantenido con las bayonetas, los cañones y las cárceles; un orden de cosas en el cual casi todos los que trabajan se fatigan y producen. Obreros, artesanos, campesinos so pobres y se empobrecen más cada día que transcurre a beneficio de un puñado de ociosos, para los cuales crearon el bienestar, quedando ellos en el fondo del infierno social, debatiéndose entre los tormentos del hambre crónica y las tinieblas de la ignorancia, verdaderos condenados de la vida, galeotos de la sociedad civilizada.

¡En verdad que es un extraordinario orden ... como extraordinarios nos parecen los que de buena fe lo defienden!

A menudo nos acusan asimismo de que queremos subvertir el orden de las familias. ¡Bellisimo orden éste, por cierto! Pero ¿de qué orden nos hablan nuestros señores adversarios y de qué familias? ¿Tal vez de las familias obreras, que los sistemas del industrialismo moderno tienden cada dia más a destruirlas, arrebatando horas y más horas a los padres y quitándoles la posibilidad de educar a sus hijos, muchisimos relegados desde su más tierna edad a estos presidios de la explotación que vemos en las grandes ciudades? ¿O acaso se quiere hablar de la familia tal como se forma en la mayoría de los casos en las clases ricas? En esta clase, el matrimonio -y muy a menudo también en ras otras- no pasa de ser un simple y vulgar contrato de intereses. El buen partido: he aquí lo que se busca en la jerga del mercantilismo matrimonial cuando se quiere crear familia, y, como suele decirse, se es práctico. Y el buen partido no es siempre una persona amada; al contrario. En los contratos matrimoniales, el objetivo principal es una mejora de condiciones para los dos contrayentes, en cuya unión el amor no entra para nada, como en cualquier compraventa de mercaderes.

Si éste es el orden de la familia, ciertamente nosotros queremos lo opuesto, y ciertamente nosotros queremos su desaparición. Pero querer la desaparición de este mercantilismo vulgar y egoísta, que es el matrimonio, no significa querer la destrucción de la familia, considerada como unión espontánea de afectos y de simpatias, ya que la mentira convencional del matrimonio nada añade al amor, y sí mucho le arrebata, si verdaderamente existe amor en los dos que se unen con el alma más que con el cuerpo. Queremos la purificación de estos tíernos afectos del ánimo humano, quitándo!es todos los elementos hererogéneos que los adulteran y corrompen. Y esto lograremos cuando el cambio de las condíciones económicas de la sociedad permita a la mujer elevarse socialmente al mismo nivel de! hombre. Unícamente entonces será sagrado el amor, con la convivencia fraternal del porvenir y sobre las bases del amor, que es libre y rebelde a toda ley que no sea natural, deberán formarse las uniones sexuales, abrazos luminosos y puros a los cua!es el interés vulgar de nuestra época ya no llevará su aliento corruptor.

Y ésta es obra de orden, no de desorden.

Lo he dicho hace poco. No hay, no; no puede haber orden verdadero donde exista, sea en las relaciones económicas, sea en las morales, sea en las políticas, dominación, opresión, violencia del hombre sobre el hombre. He aquí por qué los anarquistas llevan la demoledora y revolucionaria piqueta de la crítica al orden capitalístico y familiar de la presente sociedad. He aquí por qué critican en su esencia el principio de autoridad personalizado en el Estado o Gobierno; no éste o aquel Gobierno, sino el Gobierno en sí mismo, como institución.

Efectivamente, una vez desembarazado el camino de viejas tiranias, ¿a qué serviría crear otras nuevas? ¿Para qué nuevos Gobiernos, representativos o electos? Queremos gobernarnos nosotros mismos, porque nadie mejor que nosotros puede conocer nuestros intereses y nuestras necesidades, y no nos gusta abdicar nuestra. soberanía en manos de nadie. La libertad de cada uno halla su límite en la libertad de los demás, y, como decía el gran Concord, el hombre libre no quiere imponer ni recibir leyes.

En una sociedad verdaderamente bien organizada, toda la vida del individuo, en sus relaciones con la colectividad, se desarrollará espontáneamente, sin coacciones exteriores, por la misma armonía de los intereses ya solidarios, como en una familia afectuosa, bajo la base de pactos libres sugeridos por la regla del verdadero buen sentido humano: todos para uno y uno para todos. Garantizado el bienestar a todos, la segurídad de la existencia sin miseria hará que los hombres sean buenos y tolerantes. La ciencia nos conducirá a la verdad y la verdad enseñará el concepto de libertad integral. La ciencia y la verdad dirán a los hombres del porvenir que no hay motivo para que los pueblos, grupos e individuos se odien cuando no existe antagonismo de intereses, ni la tirania del fuerte sobre el débil, ni la maldita fiebre de dominación. Enseñarán que el mejor interés está en cooperar en interés de todos los semejantes, de cuya gran familia formaremos parte viva cuando los goces del género humano sean goces nuestros, y nuestros sus dolores y desventuras.

Entonces, la Anarquía, cuya palabra tan poco afortunada, encierra, sin embargo, la más espléndida concepción filosófica y cientifica de nuestros tiempos; la Anarquía, que a los devotos de la autoridad aparece como el espectro del apocalipsis, extenderá sus cándidas alas sobre esta segurísima realidad de amor y de derechos triunfantes, que hoy parece utopía a los hombres de poca fe. Sí; hombres de poca fe son los que, creyendo tal vez en un paraíso invisible, no creen puede advenir sobre la Tierra este nuevo orden de cosas, en que el patronato y la autoridad vIolenta del hombre sobre el hombre se habrán convertIdo en un desagradable recuerdo de tIempos que pasaron para no volver.

Los hombres libres sentIrán horror a ser dominados, pues si bien los niños tienen necesidad de tutela y de protección, los adultos han de estar en grado de gobernarse por sí mismos, y lo serán cuando el socialismo haya hecho posible la formación de conciencias adultas, como precedentemente hemos demostrado. De hecho, el socialismo, si es verdaderamente igualdad, tiene por consecuencia lógica la Anarquía, la cual podría asimismo llamarse el socialismo Integral. Por medio del socialismo y de la Anarquía, el pueblo saldrá, finalmente, de tutela, cesará de ser niño; será restituído a sí mismo, a su dignidad. Y cuando la dignidad humana no sea ya una palabra vana; cuando el pueblo haya cesado de ser un rebaño de matadero, que se deja tranquilamente conducir al mercado o al corral del pastor, entonces la humanidad, abandonados los prejuicios de su infancia, será adulta. Entonces la Anarquía será un hecho.

Este es nuestro ideal; y en la obscuridad social, en las vanguardias, hacia esta alba que se avecina y que oirá el fragor de la tenaz lucha, nosotros trabajamos para que suene pronto la diana libertadora, cada uno como puede y sabe, llevando, según sus fuerzas, su grano de arena a la construcción del nuevo edificio social.

Modesto peregrino de la palabra, como otros fueron esforzados rebeldes en la obra, amo con pasión esta vagabunda siembra de ideas; amo arrojar en medio de las actuales desarmonias la nota vibrante de la verdad, aunque hiera los débiles oidos acostumbrados a los minúes de la politica empolvada, y arrojarla me place en las medias tintas de la economia litúrgica.

¿Puesto de peligro? Tal vez. De responsabilidad enorme, ciertamente, aun en la esfera modesta de nuestra acción. Lo que falta no es una filosofia de la libertad; desde Rabelais a Spencer, es todo un siglo de sistemas, de reglas llenas de sabiduria, más que de realidad.

Pero lo que faltan son hombres libres.

Y libres se puede ser hasta aprisionados por los cepos, cuando la regla no está fuera, sino dentro del individuo; cuando la ley de gravitación moral y social -cuya esencia ha de investigar aún la esencia de la vida- haya encontrado su sanción, no en las retortas de un código, por docto y elaborado que sea, sino en el resorte íntimo del hombre.

Pero asi como para que un hombre sea fuerte físicamente es indispensable la gimnasia del músculo, para que sea libre es necesaria la gimnasia del pensamiento. La abolición de la tirania externa sobre el cuerpo y sobre la conciencia, no es más que la primicia revolucionaria, uno de los ejercicios de esta gimnasia de la libertad. Pero arrebatado a los ociosos el privilegio de explotar a los laboriosos y a los prepotentes la facultad de oprimir a los administrados, queda aún por hacer una gigantesca revolución, que sustraiga las consecuencias del yugo de cuantas tiranías intelectuales y morales pesan sobre ellas.

Ahora bien; esta R'evolución contra la tiranía del individuo sobre sí mismo, contra el despotismo de sus pasiones más ciegas y de sus hábitos mentales más absurdos y más extratificado en él por el tiempo y por la herencia psicológica, este combate cuerpo a cuerpo con los prejuicios y las supersticiones, aunque sean impuestas como augustas y sagradas por el uso secular, nos hallará militantes testarudos en sus últimas trincheras.

La libertad que nosotros anhelamos para los cuerpos y para los espíritus, no es de aquellas que descienden de lo alto por violencia de leyes o de grilletes, sino que irradia de abajo, donde haya penetrado la luz, y asciende, con fulgores de Sol, desde el individuo a la especie, desde el hombre a la Humanidad.

En la irradiación de este ideal nuestro, que llama a las puertas del porvenir, yo os saludo, amigos y adversarios, fraternalmente, y así como al venir os traje el saludo de los trabajadores italianos de Norteamérica, creo interpretar vuestro sentimiento reportando el saludo de soIidaridad de los trabajadores conscientes de San Francisco a los demás que encontraré en mi peregrinaje de propaganda hacia el Sur.

Si mi pobre palabra halló el camino de vuestras mentes y de vuestros corazones, hallará también entre los esforzados que veo a mi alrededor continuadores fuertes y serenos, militantes de la idea de justicia y de verdad más grande que a los hombres haya sonreído en el transcurso de los siglos.

Notas

(1) Conferencia pronunciada en el Bersaglieri Hall en la ciudad norteamericana de San Francisco, California el 15 de marzo de 1896.

La anarquía ante los tribunales.

Los anarquistas y el artículo 248 del Código Penal Italiano.-Defensa ante el Tribunal de Génova.

Proceso incoado contra Luis Galleani y otros 35 individuos, entre estudiantes, artistas y obreros, acusados de asociación para delinquir (artículo 248 del Código Penal Italiano), en virtud de profesar principios anarquistas comunistas.

En el banco de los defensores asisten varios abogados de entre los más ilustres del foro italiano.

Pedro Gori defiende colectivamente a todos los acusados, y por encargo de confianza especial a los compañeros Galleani, Pellaco, Nomellini y Barabino.

Sesión de la tarde 2 de Junio de 1894.

Una multitud inmensa llena el local. Rodean la jaula que encierra á los 35 acusados muchos gendarmes y una multitud de bayonetas forma un doble cordón de guardias.

En las tribunas reservadas se agromeran abogados, magistrados, estudiantes, oficiales y muchísimas señoras. Cuando la presidencia concede la palabra a la defensa, se produce un religioso silencio.

Defensa de Pedro Gori.

Señores del Tribunal:

Después de raudo vuelo al cielo de la ciencia y del sentimiento de esa águila del pensamiento jurídico italiano, que tiene por nombre Antonio Pellegríni, mi amigo y maestro, doy comienzo a mi tarea vivamente conmovido y casi desesperanzado, hablando desde el punto de vista social de estos hombres y de estas ideas que la engañada multitud inconsciente tan poco conoce y entiende. Pero mis pobres palabras, aunque lleven la temblorosa impresión de la solemnidad del momento, brotarán, sin embargo, del corazón, y tendrán ante vosotros el mérito, el único acaso, de la sencillez y de la lealtad.

Y por deber de lealtad, permitidme antes de continuar que haga constar una cosa y haga una declaración.

El señor Siro Sironi, ex jefe de policía de Génova y jefe actuarmente en la capital de Italia, se complació en denunciarme a mí tambíén como asociado a estos acusados para delinquír contra las personas, la propiedad, el orden público, y para cometer en su compañía todas las pillerías de que habla el artículo 248 del Código Penal.

La Cámara del Consejo del Tribunal de Génova, con un acto de relativa justicia, me absolvió de la acusación. Ahora bien, señores, yo tengo vivísimo empeño en declarar lo siguiente: Que si el profesar las nobles ideas anarquistas es delito, si denunciar las iniquidades sociales, si analizar las mentiras de una mal llamada civilización, si combatir toda forma de tiranía y explotación, de tener los ojos fijos hacia la aurora del porvenir incorruptible y llevar entre las multitudes de míseros y oprimidos la buena nueva de la libertad y la justicia, si todo eso es delito, yo también de todas esas cosas soy culpabla, y mal hicísteis en absolverme. Y si vuestras leyes os lo consienten, yo os ruego me abráis las rejas de aquella jaula, honrada en estos momentos, y permitidme me siente al lado de estos honradísimos malhechores, para responder como acusador a las extrañas acusaciones que hoy la sociedad, démosle este nombre, lanza a estos hombres.

Ha dicho la acusación fiscal que este no es el proceso de las ideas; y yo sostengo que sí, que es el proceso de las ideas, y algo peor aún, es el proceso de las intenciones.

Ha intentado el fiscal sostener que todo individuo es libre de pensar como quiera. Esto se dice, es verdad; pero también es ésta una de tantas mentiras convencionales sobre las cuales se basa la caduca y bamboleante organización social.

¿Libre de pensar, según se pretende, entre las impenetrables paredes del cráneo? ... Pues en este caso, ilustre acusador público, un millón de gracias por vuestra liberalidad y por vuestras leyes. El pensamiento humano no tiene necesidad de esta concesión. Este ejercita en el secreto de todo organismo pensante de los derechos imprescrlptibles de un soberano que no tiene la prepotencia de sospechosos inquisidores o torpes policías.

Es la libertad de propagar y defender este pensamiento lo que las leyes sabias y libres (si leyes sabias y libres puede haber) deben, no solamente consentir, sino garantizar.

Pero mi egregio adversario no lo entiende de este modo y llega hasta a afirmar que este proceso no es proceso politico. ¿Por qué? ... ¿Acaso por politica debe entenderse solamente el arte mezquino de hacer y deshacer ministerios? ¿Y no oís, en todas las señales del tiempo, que toda cuestión política es actualmente cuestión esencialmente social? ¿No os dais cuenta que los intelectos agudos y los espíritus sedíentos de idealidad elevada y humana, mirando a la substancia de las cosas tanto como a la árida forma, tíenden a la gran obra de renovación, a través de las modestas y perennes comprobaciones de la injustícia económica que hiere a los trabajadores, los cuales son (tanto si gusta como no al señor Fiscal) los únicos productores de toda la riqueza social?

Pero el actuar sostenedor de las leyes quiere que esta obra de critica y de reconstrucción ideal sea solamente privilegío y monopolio de los filósofos ... según el Fiscal dice. Y le pone nervioso que estos obreros, estos trabajadores, que son los más interesados en esta elevada cuestíón, que al fin y al cabo es problema eterno de la vida social (y que es hoy problema esencíalmente obrero), se preocupen y se ocupen con amor de estas ideas, de estos debates, de estas aspíraciones. El obrero ideal del señor Fiscal debería ser el pacífico rumiante, sin sensaciones y sín pensamíentos, que se deja tranquilamente, y sin protesta, trasquilar por el que tuvo la astucia de proveerse de un persuasivo bastón y de un par de tijeras.

Pero estos trabajadores, que están siempre en ruda y perpetua lucha con la fatiga y con la miseria diarias (una y otra herencia dolorosa del pueblo), levantan la frente y protestan contra esta clase que extrae de sus músculos las mejores fuerzas sin contracambiarlas con adecuada compensación; estos seres aspiran a días mejores para su clase aplastada; aspiran a un porvenir de libertad y bienestar para todos; proclaman que los obreros -estos desconocidos creadores del bienestar y de la sociedad tienen el derecho de sentarse en el gran banquete social, al cual sus esfuerzos mancomunados aportaron tantos tesoros de vaj1llas y tantas exquisiteces de manjares; demuestran que todo cuanto existe de bello y útil sobre la Tierra fue producido por su esfuerzo; afirman que el único vínculo que envuelve la exterminada falange de los nuevos catecúmenos es el trabajo, que hoy se convierte para ellos en un estigma de inferioridad social, como mañana será para todos el único blasón de nobleza; y mientras brama en torno la marea de las pasiones egoístas y viles, despliegan valerosamente al viento una bandera y serenamente arrostran las persecuciones más microcéfalas y los escarnios más amargos.

Y, sin embargo, en esta bandera está escrita una palabra de esperanza y de amor para todos los desheredados, para todos los oprimidos, para todos los hambrientos de la Tierra, o sea para las multitudes infinitas y beneméritas sobre las cuales se dirige, riendo a carcajadas, una pequeña minoría de satisfechos.

¡Ah! ¿Acaso estos seres no tienen derecho a pensar porque no son filósofos? ¿No tienen el derecho de emitir a voces y alta la frente sus pensamientos? ¿Se les prohibirá profesar públicamente una fe en un porvenir más equitativo y más humano? ... ¡Como si el trágico y vergonzoso presente fuera ra última etapa de la humanidad en su incesante peregrinación hacia la conquista de los ideales! ... Si; este es un delito, un atroz delito de grande amor a los hombres, libremente profesado en una sociedad en la cual el antagonismo de los intereses determina el odio entre los individuos, entre las clases, entre las naciones; un odio inmenso que hace sangrar los corazones sensibles, una injusticia sin confines que permite al parásito reventar de indigest1ón al lado del productor que muere de hambre. He aquí toda la síntesis del problema.

El análisis lo hace cotidianamente er campesino, el cual se pregunta cómo es posible que él, fatigándose día y noche cavando la tierra, curtido por los invernaIes vientos y tostado por los rayos del sol del estío, permanece siempre pobre y económicamente sujeto a un amo que ni una gota de sudor derramó sobre aquellos campos, que ningún esfuerzo muscular dedicó a aquellos despreciados trabajos de los cuales la humanidad saca el diario pan.

El análisis lo continúa el obrero de la industria, el cual ve salir de su trabajo, asociado al de sus compañeros, torrentes de riqueza, que, en lugar de proporcionar el bienestar de la familia de los verdaderamente productores, como son los obreros, van a aumentar la gaveta del capital, que sln la virtud fecunda del trabajo sería una cosa perfectamente ínútil en el mundo.

El análisis lo completan todos los trabajadores, desde el del mar que desafía los peligros de mil tempestades para traernos los artísticos objetos japoneses y las perlas preciosas para las lánguidas damas, preocupadas todo el día de cómo realizarán más fácilmente los festines proporcionados por las rentas ... de los demás, hasta el escuálido maestro elemental al cual la patria no da siquiera la milésima parte de lo que paga a los galoneados indagadores del modo más breve para exterminar al propio semejante en guerra abierta y leal, y si la ocasión llega, convencer a los plebeyos con el plomo de que no es cuestión de que alcen demasiado la voz cuando tengan hambre.

Pero estos análisis, estas comprobaciones pueden hacerse ... in péctore; ¡ay del que las denuncie! ... La verdad (especialmente cuando es verdad amarga y desnuda) debe decirse sotto voce. Mejor es aún no habrar de ella; de este modo no se tienen quebraderos de cabeza ni molestias. En caso contrario un Sironi cualquiera, aunque sea comendatore, os hace encarcelar (por lo menos) en menos tiempo que canta un gallo, trama leyendas románticas que luego transmite a la autoridad judiciaria; habla campanudamente de ciertos indicios proporcionados por el espionaje ... (respetabilísimo), y después de haber asociado durante varios meses estos honrados hombres en la común desgracia de una encarcelación preventiva, encuentra al fin un Tribunal que los asocia para responder (in sólidum) del art. 248 del Código Penal, hasta que el Fiscal, atándolos en la misma cruz, los asocia de nuevo en el placer colectivo de disfrutar medio siglo de penas, entre reclusiones y vigilancias. Y muchos de éstos, como se probó ya, ni siquiera se conocían, ni una sola vez se habían tropezado en el camino del trabajo y de la miseria que les son comunes.

Debían encontrarse y asociarse en el banco de la desgracia; porque hoy, menos que nunca, puede llamarse a este banco, banco del deshonor.

Ciertamente que una cadena invisible e ideal unía, aunque se desconocieran, sus espíritus soñadores de una era luminosa de paz y de justicia; y despertaron de su bellísimo sueño con las esposas en las muñecas y amontonados como fieras peligrosas entre los hierros de esta jaula que los encierra.

¡Ah, nobles malhechores! Yo os renuevo el saludo y os envidio el honor de poder reinvidicar, desde esta alta y solemne tribuna, las ideas que me unen a mí, libre, con vosotros, encadenados. Y renuevo la petición a la pública acusación. Si estas ideas son un delito, encarceladme a mí tambien y asociadme con estos hombres.

Entre estos malhechores, sí, entre ellos me sentiría orgulloso; no entre aquellos otros que a Roma en estos mismos días vense conducidos en coche y sin esposas al Tribunal Supremo porque tuvieron la fortuna de hacer millones.

Pero perdonadme; me olvidaba de que aquellos aludidos señores de la capital, aunque celosos guardianes de la propiedad en teoría, se deleitaban aboliendo prácticamente la propiedad de los demás ... en beneficio propio, y que vosotros, amigos acusados, aunque demoledores teóricos de la propiedad, como privilegio de clase, y reinvindicadores de ra entera riqueza para la entera sociedad, no habéis nunca alargado la rapaz mano sobre lo superfluo de los demás (aún sabiendo que todo este superfluo era fruto de vuestros sudores y de vuestras privaciones), y os conservasteis puros para tener el derecho de gritar en plena cara de aquellos otros: ¡sois unos ladrones! Y sin embargo, la miseria os ha atormentado varias veces, la necesidad varias veces os ha estimulado y habéis sabido resistirla; y mientras los demás robaban para satisfacer sus orgias, vosotros no habéis quitado a los demás siquiera cinco centavos para alimentaros, ni para nutrir a vuestros hijos que os pedían pan; vosotros permanecisteis firmes, pobres, honrados hasta la escrupulosidad, hasta el ridículo; y el representante de la ley pide, sin embargo, vuestra condena como si hubierais sido malhechores.

Los demás, los prevaricadores, los devoradores de millones, obtendrán acaso la libertad ... para robar otros tantos.

Son éstos, ¡oh señores del tribunal, los hombres que debéis juzgar! Y es monstruoso el razonamiento que hace el Fiscal. Conviene en que todos los actuales acusados son incapaces de delinquir; más aún: está acorde en reconocer que son capaces de hacer toda clase de obras buenas y generosas, trabajadores infatigables, ciudadanos sin mancha. Reconoce, y conviene conmigo, aún sin que yo lo haya dicho, que a estos hombres para los cuales quiere una condena, él se sentirá siempre orgulroso y se considerará honrado, antes y después de la condena, sea ésta cualquiera que sea, en estrechar la mano.

¡Pero cómo! ... Después de todas estas declaraciones ¿no os quemaban los labios cuando para estos hombres que vos mismo reconocéis honrados a carta cabal, habéis pedido tantas gratificaciones de cárcel y vigilancia? O mi grande amor a la causa me apasiona, o habéis olvidado la norma más elemental de toda legislación penal. ¿Qué ley, y cuál Magistrado que sea, aún superficialmente, consciente y sereno, puede condenar a individuos que no han delinquido y que son incapaces de delinquir?

Y yo os pregunto: ¿qué delito han cometido estos hombres?

Y me respondéis: Ninguno. Pero (añadís) dados los principios que dicen profesar, para alcanzar sus fines políticos sociales, deberán cometer esto, aquello y lo de más allá, que la ley prevé como delíto. Lo decía: este es, pues, un proceso a la íntención, y de hecho, durante los debates, se os ha escapado varias veces la peregrina palabra delito intencional. Más diré: es algo más aun que un proceso a la intención. Es un proceso a la probabilídad que estos acusados tengan, dentro de algún tiempo, la intención de realízar un determinado hecho previsto y castigado por el Código Penal. Esto es ya el colmo, no de la represión jurídica, sino de la represión polícíaca.

De dónde vienen y quiénes son, todos lo vemos. ¿A dónde tienden estos indivíduos?

La cuestión social, que es tan antigua como el antagonismo entre dominados y dominadores, atraviesa hoy el período agudo, y una, solución (que algunos desean pacífica, otros creen será inevitablemente violenta) se impone al viejo mundo en bancarrota. Y hasta el más ciego (menos el señor Fiscal) ve los relámpagos sangrientos que rasgan las nubes cargadas de electricidad.

En estas obscuras épocas de transición, la parte de los que escoltan el porvenir es peligrosa. La palabra amonestador se cambia con el grito de la rebeldía; el libre pacto de fraternidad entre los que sueñan y entreven un nuevo mundo, se interpreta como un contrato de ladrones que preestablecen el modo de repartirse los despojos del prójimo; la crítica formada con elevados argumentos de transformación a beneficio de todos, interprétase como ataque maligno de espíritus rebeldes a decrépitas órdenes que los ortodoxos creen santas e inderrocables.

¿Pero qué es lo que hay de inderrocable en este mundo, qué hay de ínmutable en las multiformes leyes de los hombres?

Sin embargo, en esta secular lucha de las nuevas contra las viejas ideas; en este agudo período entre una época que muere como un viejo cargado de achaques y otra época que apunta en el oriente, radiante como una aurora, hay una extraña semejanza de episodios sintomáticos. Así que no es nuevo el careo entre la actual época histórica de innegable decadencia, mejor dicho, de derrumbamiento del paganismo burgués, sin más misión civil y sin más ideales, y el derrumbamiento apocalíptico del antiguo paganismo arrastrado por la gallarda corriente del joven cristianismo.

Entonces, como ahora, de entre la turba pisoteada se levantaron hombres, pobres de ciencia, pero ricos de sentimientos, los cuales combatían el desenfreno de los poderosos y de los parásitos.

En aquella revuelta de la multitud, encendida por la propaganda cristiana, precisamente Emilio de Laveleye ya vió el génesis del socialismo.

Socialismo todo sentimental, disparidad impulsiva; mejor irrupción pasional de almas generosas contra las flagrantes monstruosidades sociales de comprobación serenamente científica del antagonismo entre los derechos del pueblo, siempre pobre y explotado, y los privilegios de los ricos, de los amos, siempre refractarios a la libertad y bienestar de los míseros.

¡Ah! Si yo os leyera, representantes de la ley, las vehementes invectivas que aquellas almas rebeldes que fueron los santos padres de la iglesia, lanzaron contra los ricos, acaso os sentiríais impulsados a imitar a vuestro colega y superior, el Fiscal de Milán, que en un periódico a vosotros adicto, se complació en recriminar las opiniones de los santos sobre la riqueza y la propiedad privada, opiniones en dicho periódico reproducidas der libro de Laveleye, que a la visba tengo, El socialismo contemporáneo, y que principia con una insolente definición de San Basilio: El rico es un ladrón, y termina, después de formular los más terribres improperios contra los privilegiados de la Tierra, con esta comunística consideración de San Clemente: En buena justicia todo debería pertenecer a todos. Es la iniquidad la que hizo la propiedad privada.

Y Lavereye, que fue un ferviente socialista cristiano, saca como conclusión que: es imposible leer atentamente las profecías del Antiguo Testamento, y echar al propio tiempo una mirada sobre las condiciones económicas actuales, sin verse impulsado a condenar este estado de cosas en nombre del ideal evangélico.

Pero los santos padres de la iglesia, hombres simples y rústicos, recriminaban personalmente a los ricos porque ignoraban (cosa que la ciencia ha venido a enseñar más tarde) la rigidez de las leyes históricas, que no permiten se atribuya a la maldad de los individuos lo que es producto de la injusticia de los sistemas económicos y políticos que hasta el presente han perjudicado al género humano.

Por esto los socialistas anarquistas modernos, cuando hablan de explotadores, cuando se alzan desdeñosos a apostrofar a los burgueses y a combatirlos, no es que atribuyan a éstos, como maldad, la culpa de las miserias sociales. Saben muy bien que la pobreza fisiológica intelectual y moral de la plebe engañada, debe atribuirse a todo un sistema de cosas que inevitablemente convierte a unos en esclavos y en tiranos a otros.

Pero, como decía poco hace, lo que más asemeja en su fisonomía complicada la época en la cual surgió el primer apostolado batallador del cristianismo con el actual momento histórico que surge, bello como un joven gladiador, el nuevo concepto del humanitarismo, es la nueva de la dominación frente a la manifestación de las ideas renovadoras.

Caifás (sea dicho sin maliciosa intención) era un fiscal de sus tiempos. y pidió la condena del justo, como seductor e instigador de las plebes contra las leyes del Estado y contra el uti possidetis de los ricos, de los escribas y de los fariseos.

Y yo pienso que si nuevo nos parece el art. 248 del Código Penal italiano, vieja es, sin embargo, la acusación, viejos los métodos y los objetivos que la aconsejan.

Es la guerra no confesada y disimulada; la guerra sorda, implacable al pensamiento, un día religioso, ayer político, hoy social.

Pero antigua y gloriosa es la falange de los malhechores, inmortales en la historia. Y sobre nuestra cabeza, ¡oh, jueces! habla aún, con ra muda elocuencia del sacrificio, esta luminosa figura de Cristo, el anárquico de la roja camisa de hace diez y ocho siglos, como dijo Renán, crucificado como malhechor entre dos malhechores.

La historia incorruptible dió la razón al rebelde de Gamea y condenó a sus jueces. Desde el más vil de los patíbulos, él, el primero que aportó la buena nueva a los pobres y a los afligidos, el inexorable acusador de los ricos y de los hipócritas fariseos, el rebelde fustigador de los mercaderes del templo, habla aún, a través de los siglos, el lenguaje humano que a muchos, después de la santificación de su martirio, pareció y parece aún palabra divina.

Y aquella otra camisa roja, que en este día revive en nuestra memoria con su aniversario de muerte, de Garibaldi, el proscrito, el malhechor, el condenado a la horca por aquella misma dinastía que de su mano recibió dos reinos ¿no os acordáis?

¡Ah! Entre esas dos camisas rojas, flameando al principio y al fin de esos diez y ocho siglos, cuántas nobles vidas extinguidas o condenadas por la tiranía.

Suerte común es esta a todos los precursores. Se ha creído a menudo (y a veces con relativa buena fe) encarcelar y condenar a malhechores, a malvados, y estos hombres no han sido sino las vanguardias de generaciones nuevas.

Es, por consiguiente, historia vieja la de estos procesos de malhechores ... honradísimos. Y con corta diferencia son siempre las mismas las imputacíones. Los perseguidos de ayer, convertidos en dominadores, persiguen al día siguiente las vanguardias, con idénticos motivos de acusación. Sin embargo, el pasado debería ser enseñanza que nos demostrara que ninguna persecución es bastante para detener una idea, si ésta es verdadera y justa.

Un ilustre sacerdote, Lamennais, escribia hace un siglo en sus Palabras de un creyente, estas santas exhortaciones a los cristianos de su tiempo. Pueden repetirse dirigidas a los mal llamados cristianos de nuestra época:

Acordaos de las catacumbas.

En aquellos tiempos os conducían al patíbulo, os abandonaban a las bestias feroces en los anfiteatros para diversión de la plebe, os arrojaban a millares en el fondo de las ruinas y de las cárceles, os pisoteaban cual si fuérais el barro de las plazas públicas, os confiscaban vuestros bienes y no poseíaís, para celebrar vuestros proscritos misterios, más que las vísceras de la Tierra.

¿Qué decían vuestros perseguidores?

Decían, que vosotros predicábais doctrinas peligrosas, que vuestra secta (así la llamaban) turbaba el orden y la paz pública; que, violadores de las leyes y enemigos del género humano, amenazábais al mundo.

Y en tanta desventura, bajo esta opresión ¿qué pediais vosotros? La libertad. Reclamábais el derecho de no obedecer sino a vuestro Dios, de servirle y adorarle según vuestra conciencia.

Y cuando, aun engañándose en su fe, otros os reclamaran este sagrado derecho, respetádselo tal como para vosotros pedisteis un dia a los paganos que os lo respetaran.

Sí, respetad lo para no renegar la memoria de vuestros antecesores, para no pisotear las cenizas de vuestros mártires. Si ya no os acordáis de las enseñanzas de Cristo, acordaos siquiera de las catacumbas.

Yo quisiera que algún liberalote y volteriano hombre de gobierno de nuestros tiempos, leyese de nuevo y meditase el librito de este ferviente sacerdote. Algo podría aprender en él sobre esto que mucho se predica y poco se practica: el culto de la libertad.

Y ahora volvamos a la causa.

¿Quiénes son estos socialistas anarquistas? Vosotros ya lo sabéis, señores. Aní, en aquella jaula, estáis viendo una numerosa y escogida representación de ellos.

Son trabajadores íntegros y alegres, estudiosos de corazón e inteligentes, como Luis Galleani; artistas innovadores, como Plinio Nomellini, burgueses que, habiendo renunciado a los privilegios y los prejuicios de su clase, son fraternalmente acogidos por la gran familia del puebro que espera los inevitables destinos suyos.

Son obreros, como el bravo Faina y el pequeño Barabino, que tienen corazón y mente para sentir y pensar, y que creen tener el derecho de pensar en alta voz.

Estos, como todos los hombres que observan desapasionadamente las cosas del mundo, hánse dirigido a sí mismo las siguientes simples preguntas:

¿Por qué la mayoría de los hombres, aunque trabaje y produzca, vése constreñida a ser pobre y a mantener con sus sudores a una ociosa minoría, cuya única ocupación consiste en consumir los productos del ajeno trabajo?

¿Por qué la Tierra, que la naturaleza dió por común herencia a todos los hombres, fue por afgunos fraccionada fraudulenta y vlolentamente y dividida en su exclusivo beneficio? ¿Qué se diría si lo mismo se hubiese hecho con el aire y el agua, elementos necesarios a la vida? ¿Se diría que es un sacrílego robo?

Pero el aire y el agua -un fluido y líquido rebeldes, anárquicos- se han substraído en gran parte al monopolío de los privilegiados.

¿Pero acaso la Tierra no es también un elemento esencial a la vida colectiva? ¿Acaso no debería ser, por naturaleza y destino propio, herencia común del género humano?

Y las máquinas, los instrumentos de trabajo, las casas, los medios de cambio y de producción (si debieran ser privilegio de algunos) ¿acaso no deberían serIo mejor de los trabajadores, que todo esto con su sudor han convertido en productivo y fecundo, que no de los que nada hicieron, que jamás produjeron?

Pero no, dicen los socialistas anárquicos; tampoco esto sería justo. Todo, desde los instrumentos del trabajo hasta los productos, desde la tierra hasta la maquinaria, desde las minas hasta los medios de cambio y de producción, todo, siendo fruto de la cooperación social, debe ser declarado patrimonio de la sociedad entera.

Y es en esta afirmación cuando el luminoso ideal de la fraternidad surge como un florecimiento espontáneo de esta armonia de intereses entre el individuo y la sociedad, de este admirable entrelazamiento de los derechos de cada hombre con los derechos de la especie entera.

Con un ejempro simple y claro, Lamennais, siempre en el librito de que os hablaba hace poco, sintetiza la necesidad juridica y natural del comunismo. Oidle otra vez:

Si en una colmena algunas abejas avariciosas dijeran: toda la miel que hay aquí es nuestra; y se pusieran a disponer a su arbitrio de los frutos del trabajo de las demás, ¿qué seria de las otras abejas?

La Tierra es como una grande colmena, y los hombres son las abejas.

Cada abeja tiene derecho a la porción de miel necesaria a su subsistencia, y si entre los hombres hay a quien le falte lo necesario, significa que otros tienen algo más de lo superfluo. Y entonces la justicia y la caridad han desaparecido de la Tierra.

¿Quién puede dejar de dudar de que la justicia y la caridad se alberguen aún sobre esta Tierra desolada por la injusticia, cuando tantos y tantos carecen de lo necesario?

De las humanas abejas muchas están condenadas a fabricar la miel, y otras pocas se reservan la fatiga de ... devorarla. Y las laboriosas hasta han perdido el aguijón.

Es, pues, a la socialización de la colmena y de la miel, o, dejando el lenguaje figurado, a la socialización de todas las riquezas, a lo que los socialistas anarquistas tienden.

Y proclaman, como primera necesidad, la abolición de la propiedad privada, causa directa del privilegio económico, e indirecta del monopolio político de algunas clases sobre las demás de la sociedad.

Los anarquistas están en la vanguardia del socialísmo, pero no son, al fin y al cabo, sino la legión más batalladora del grande ejército socialísta.

El Fiscal ha querido rozonar diciendo lo siguiente: A los socialístas les entiendo y les admiro. Estos son razonables; tienden a la conquista del poder público, y, por consiguiente, se mueven dentro de la órbita de nuestras leyes. Pero los anarquistas están fuera de la ley; predican la revolución como único medio que puede realízar su ideal.

Dejo a los colegas socialístas (permítanme que les llame colegas, por mucho que les sea antipática la palabra) legalítarios de la defensa el demostrar que éstos también quieren la abolíción de la propiedad privada, necesidad fundamental de toda transformación en sentido francamente socialísta, y protestar contra esta implícita patente de inocuidad que el Fiscal regala a su partido.

Se comprende perfectamente que esto es solamente una astucia de acusación; porque si los imputados fuesen simplemente socialístas, entonces el razonamiento del Fiscal sería muy diferente.

Porque, en fin, científicamente hablando, los anarquistas no son sino los socialistas más radicales, y tienen fija la vista contemporáneamente a la abonción de toda clase de explotación del hombre por el hombre, y a la abolición de la propiedad, y aspiran a la abolición de toda autoridad del hombre sobre el hombre, con la abolición del Estado o Gobierno, o sea cual fuere el órgano centralizador, el cual pretenda imponer la voluntad de unos pocos o de muchos, a la autonomía y al libre acuerdo.

¿Es éste un ídeal irrealizable? ... Vosotros, señores, sois incompetentes para juzgarlo. Verdad es que la historia marcha irresistiblemente de la tiranía a la libertad. Los días, los años, los siglos, son los pasos, las mirillas, las etapas de este inmenso, pero incesante viaje de la humanidad.

¡Cuán mezquinas son estas academias jurídicas con su cortejo de humanos dolores, ante el rodar infinito de las cosas en el inmenso ciclo del tiempo y del espacio! Que si la fatalidad histórica arrastra la humana sociedad hacía aquella meta ideal, a la cual miran estos calumniados apóstoles de la plebe, ninguna condena, por feroz que sea, podrá impedír o detener un segundo la írresistible marcha. Es una ley de gravitación social, rígida e inviolable, como la ley de la gravitación física.

No impidáis, pues, al pensamiento de los hombres fílósofos u obreros que sean, índagar las finalidades de esta ley suprema de la vida social y permitid que el más difícil problema (el de la vida colectiva) halle al fin su Newton.

Y ya que al Fiscal, a propósito de la anarquía, ha dicho tantas cosas estupendas, por lo inexactas, ya que ha incurrido en tantas inverosimilitudes, escuchad un momlento lo que sobre el particular ha dicho un filósofo auténtico, Juan Bovio, al cual, en nombre del colegio de defensores, del cual formo parte nominalmente, envío un reverente saludo. En su magistral libro La doctrina de los partidos en Europa, escribe:

Ya que la revolución, para cumplir la misión que su ciclo la destina, se presenta como social, el partido revolucionario por excelencia debe ser anárquico; debe presentarse no como adversario de esta o aquella forma de Estado, sino de todo el Estado, porque allí donde ve al Estado, ve privilegios y miserias, ve dominadores y súbditos, clases directoras y clases desheredadas, ve política y no justicía, ve códigos y no derechos, ve cultos dominantes y no religiones, ejércitos y no defensas, escuelas y no educación, ve el extremo lujo y la extrema carencia; y todo Pontífice, rey, presidente, directorio, dictador, tal es siempre el Estado; divide, en dos partes la comunidad, y allí donde más divide, con uno u otro nombre, más domina.

Orgulloso y altanero con los súbditos, envidioo con el vecino, el Estado es la opresión dentro y la guerra al exterior. Bajo el pretexto de ser el órgano de la seguridad pública, es, por necesidad, despojador y violento; con el pretexto de custodiar la paz entre los ciudadanos y las partes, es el provocador de guerras vecinas y lejanas. Llama bondad a la obediencia, orden al silencio, expansión a la destrucción, civ1lización al disimulo. Es, como la íglesia, hijo de la común ignorancia y de la debilidad de los más. A los hombres adultos se manifiesta tal cual es: el mayor enemigo del hombre, desde el nacimiento a la muerte.

... Anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía va la historia. El pensamiento de cada individuo es autónomo, y todos los pensamientos de los hombres forman un pensamiento colectivo que mueve la Historia, agotando la vitalidad del Estado y poniendo de manifiesto cada día más la autonomía insuperable entre el ser del poder central y la libertad del hombre.

Justificad el Estado como queráis, consagradlo, transportando a él el Dios substraído a la iglesia, hacedlo güelfo, gibelino, burgués, monárquico, republicano, y siempre tendréis que daros cuenta de que tenéis al cuello un tirano, contra el cual protestaréis de continuo en nombre del pensamiento y de la naturaleza.

El más feroz anarquista no habría pronunciado contra el Estado, el Gobierno, o cualquier otro órgano centralizador, una acusación tan terrible.

Los anarquistas militantes, que son esencialmente socialistas, entienden la anarquía como fin político del socialísmo; y filósofos y economistas insignes, entre los cuales pueden citarse a Spencer, en Inglaterra, y al profesor Loria, en Italia, dan implícitamente la razón a los anarquistas cuando consideran el Estado y el Gobierno como superestructura del régimen económico.

De hecho, en la antigüedad, siendo los patricios los poseedores de las riquezas, eran éstos los que creaban el gobierno, celoso defensor de sus intereses, como conculcador de los derechos de las plebes. Y las agitaciones por las leyes agrarias con los Gracos y las rebeldías de los esclavos con Espartaco y Tito Vezio fueron la gran protesta de aquellos tiempos contra la explotación económica y la consiguiente tirania politica del patriciado.

En la Edad Media, habiéndose los señores feudales apoderado por medio del bandidaje en las guerras de aventuras, de las tierras, pueblos y ciudades, extendieron el doble señorio económico y politico entre los siervos de la gleba y sobre el ejército multicolor de los vasallos.

Pero aún aqui la base del privilegio politico era el privilegio económico; alli donde el clero poseía una extensa superficie de terrenos y vastas comunidades religiosas, su poder, basado en los intereses materiales, se convertia en político y asumía la más feroz de las tiranias, la de las almas y sobre las conciencias.

El año 89 surgió saludado como una aurora después de la obscura noche de la Edad Media.

La burguesía se levantó reinvidicadora, y, entre torrentes de sangre, proclamó los derechos del hombre. Pero la declaración de los derechos quedó solamente escrita sobre el papel y nada más. Y la. igualdad civil apareció, tal cual es realmente, una mentira ante la desigualdad económica.

Los trabajadores, que se habían despertado al son de la Marsellesa y habían ayudado a la burguesía para derribar la Bastilla y rechazar la Europa reaccionaria que murmuraba en las fronteras de Francia, diéronse cuenta más tarde que se había efectuado un cambio de señores, pero nada más.

Y estos trabajadores, obligados a fatigarse eternamente sobre las tierras de los otros, sobre las máquinas de los otros, en el fondo de las minas de los otros, pasaron de la condición de siervos a la de asalariados. Los amos tuvieron en su mano la vida fisiológica de estos esclavos modernos: los asalariados. ¿Podrá a éstos quedarles una vida intelectual, una vida moral?

Y como la libertad fisiológica mantiene la plebe de las ciudades y de los campos en una aún más triste miseria de la inteligencia y del corazón, de este modo la riqueza capitalística aseguró a la burguesia triunfante el monopolio del poder político.

Por esto los anarquistas, acordes con las demás escuelas socialistas en la crítica del capital y de la riqueza y en la abolición de la propiedad privada, sacan como conclusión que la supresión del privilegio económico conduce a la supresión del Estado y a la libre asociación de las soberanías individuales, hermanadas por los intereses, y armónicos, en la comunidad del trabajo y del bienestar.

Ya que los anarquistas, habiendo aprendido en la historia y en la experiencia que el Estado y el Gobierno no fueron ni son otra cosa sino los instrumentos de defensa del privilegio económico de algunas clases, piensan que cuando el privilegio de clases desaparezca con el triunfo del socialismo, tampoco el Estado y el Gobiemo tendrán razón de existir.

A ese álto problema, señores -ya lo sabéis, -se sacrifica todo aquel que tiene inteligencia y corazón.

La Vida Moderna, un periódico literario de Milán que mucho circula, acaba de terminar una informasión sobre el socialismo.

Esta información resultó un verdadero plebiscito de simpatía por el gran ideal de renovación, por parte de los más ilustres hombres de ciencia y artistas italianos.

Ahora bien, de todas estas respuestas más o menos heterodoxas, permitidme leer la de un anarquista militante cuyo sólo y único mérito consiste en no ocultar siquiera la más mínima vibración de su pensamiento. Y si éste es íntimo de quien os dirige la palabra, tanto que forman una misma persona, no me acuséis de inmodestia. Leo una parte de esta respuesta sólo porque reepíloga brevemente todo cuanto ya he expuesto de modo truncado y desunido.

El socialismo, que en su aplicación integral conduce al comunismo científico, será un ordenamiento económico, en el cual la armonía del interés de cada uno con el interés de todos resolverá el sangriento antagonismo entre los derechos del individuo y los de la especie. Pero en el socialismo, que es la base económica de la futura sociedad, deben estar prácticamente conciliados los dos grandes principios de la igualdad y de la libertad. De ahí el atrevido y mal comprendido concepto de la anarqnía: libertad de las libertades. Esta será mañana el coronamiento político necesario del socialismo, como hoy es la corriente francamente libertaría. La anarquía no es el socialismo autoritario, la humanidad que ahoga al hombre. No es, como el desorden burgués, el hombre que pisotea la humanidad. Pero resume el ideal de un espontáneo acuerdo de las voluntades y de las soberanías individuales en el disfrute del bienestar creado por el trabajo de todos sin explotación: he aquí la idealidad económica; sin coacción: he aquí la idealidad politica del socialismo verdadero.

He aquí los hombres que debéis juzgar, señores. He aquí las ideas que estos hombres profesan.

Pero los hechos, por los cuales los declaráis culpables, los hechos por los cuales los retenéis asocíados para delinquir como dice el art. 248 del Código Penal, contra la administración de la justicia, o la fe pública, o la incolumidad pública, o las buenas costumbres y el orden de las familias, o contra la persona o la propiedad, los hechos, los hechos, ¡oh, acusador público! ¿cuáles, cuántos, dónde están? ...

¿Cuándo, dónde, y cómo Luis Galleani y sus compañeros atentaron a la llamada justicia, cuándo sustrajeron documentos a favor de potentados (como impunemente otros hicieron), cuándo vendieron o compraron, o coartaron sentencias de jueces?

¿Cuándo atentaron a la fe pública? ... ¿Acaso hicieron moneda falsa, o duplicaron cheques de banco, o vaciaron las arcas, o corrompieron diputados y ministros, o se dejaron corromper mediante alguna cruz de comendador o con un título de senador?

¿Dónde, cuándo atentaron ala incolumidad pública? ¿Dónde están las bombas, los explosivos, las máquinas infernales por ellos fabricadas?

El señor Fiscal se ha quebrado la cabeza fabricando una bomba en el inocentísimo tubo secuestrado a uno de los acusados. Ha hecho esfuerzos sobrehumanos para cargarlo con palabras ... explosivas. Pero el tubo ha continuado siendo inofensivo, elocuente prueba de la inocencia de estos individuos; y ha permanecido vacío, vacio como este proceso, hinchado únicamente con la fantasía morbosa de una policia romántica. ¿En qué otra forma pusieron estos individuos en peligro la pública incolumidad?

¿Acaso son comerciantes que falsifican el vino, o industriales avaros que para ahorrarse precauciones pondrán mañana en peligro en las minas o en las fábricas la vida de millares de obreros productores? ¿Son por ventura algunos Mouravieff de fin de siglo, que restablece el orden entre las plebes hambrientas a fuerza de plomo en los estómagos atrasados?

¿Cómo y cuándo atentaron a las buenas costumbres y al orden de las familias? ... No son éstos, señores, los que compran con el hambre el amor de las jóvenes desesperadas, no estupraron las virgenes del pueblo valiéndose del dinero o de la autoridad patronal, no son éstos los brillantes Don Juanes que pervierten las esposas pobres. Soñaron, es verdad, una familia que fuese el resultado espontáneo del amor, y no el producto artificioso de un nudo legal, muchisimas veces a base de interés. Sobre el cepo antiguo de la familia del código soñaron injertar vírgulos jóvenes de un sentimíento que no tiene hipocresía de bajos cálculos, ni convencionalismos de leyes: el amor libre. El amor que acepta el vínculo de la única ley, que en sí mismo encierra el premio y la sanción: la ley de la naturaleza. Estos individuos no quieren destruir la familia. Quieren regenerarla, purificarla, he aqui todo.

Preguntadlo a los viejos, preguntádselo a sus esposas, preguntádlo a sus madres, a aquellas pobres hijas del pueblo que habréis visto a las puertas de este edificio con los ojos enrojecidos por el llanto, mudos interrogadores de vuestros semblantes, ¡oh, jueces! para leer en ellos la suerte de sus amados seres, preguntadlo a estos viejos y estas mujeres.

De seguro que os responderán que los treinta y cinco hombres que la pública acusación califica de malhechores, son hijos, maridos y padres amorosísimos. Os responderán que su condena equivale al derrumbamiento económico u moral de estas angustiadas familias. Y la cruel petición de la pública acusación ha inferido ya terrible puñalada en los corazones de estas gentes que, llorosas, esperan, y la pena que para estos hombres se pide, esto si que es un verdadero atentado a la paz, a la tranquilidad de estas laboriosas familias inocentes.

¿Dónde, cuándo, por fin atentaron a las personas o a la propiedad? Ellos quieren la desaparición de la burguesía, como clase privilegiada, pero no la muerte de los burgueses. Como los anarquistas consideran que quien nace hijo de millonario no tiene mérito alguno, ni siquiera derecho a gozar a aquellas riquezas, porque no las produjo, del mismo modo no pueden atribuir al rico la culpa de ser tal rico. Verdad es que a la excesiva riqueza de los unos deriva la excesiva miseria de los otros, ya que es obvio decir que, si hay quien tenga demasiado, habrá por consiguiente, quien tenga poco. Pero no es para matar a todos los burgueses que los socilaistas anarquistas declaran la guerra a la burguesía, sino para suprimir las causas de la explotación y de la miseria de los trabajadores. Es una guerra al sistema económico y político, pero guerra de principios y de argumentos. Y esta lucha no nació en virtud de las predicaciones de los socialistas o de los anarquistas, sino por fatalidad histórica. Es el antagonismo de clases quien la crea, Será la desaparición de las clases en la gran familia socialista de los trabajadores hermanados, solidarios y libres, la que la hará cesar. Esta lucha, inevitable será tanto más áspera y feroz cuanto más despiadada sea la reacción. La violencia de los de arriba determina inevitablemente la violencia de los de abajo. La libertad verdadera, grande, completa: he aquí la más eficaz medida preventiva contra el llamado delito político. Ya que el delito político o social no es, al fin y al cabo, para el que bien lo observa, sino la protesta sangrienta del pensamiento conculcado.

Hablando de delito político ante la anarquía ciertamente que vuestra mente, señores, recurre a los estallidos terribles que la venganza de almas exageradas escogita contra la cínica sociedad de los potentados y de los hombres de gobierno que confían a la politica la cura de las enfermedades sociales.

Y os preguntaréis: ¿no se confesaron anarquistas los dinamiteros parisienses? ¿No declararon querer transformar el mundo destruyéndolo con la dinamita? ...

¡Ah, señores! ... Antes de juzgar a estos hombres, que entreven la era feliz de la humanidad rejuvenecida, fuera del negro sueño de una purificación inmensa por medio de los incendios y los explosivos, es necesario descender antes en el infierno de dolores y de miserias, en el cual sus almas convirtiéronse en cenizas.

Es necesario antes comprender por qué lento proceso psicológico estas mentes, estos corazones llegan a su colmo rebosando odios. Ni la propaganda de estos seductores, en cuyas filas me honro al formar parte, ya que fue siempre obra de mentes inquietas y rebeldes el renovamiento de la civilización, ni los violentos artículos del períódico influyeron de modo alguno en las determinaciones impulsivas de estos caballeros de la muerte y del ideal.

No simples vanas palabras pueden sembrar tanto odio, rebeldía tanta. Es la comprobación diaria y perenne de las iniquidades sociales que arrastra a estos voluntarios del patíbulo a efectuar la protesta tremenda y ruidosa. Sólo el vértigo de un profundo espasmo moral es capaz de levantar desde los abismos del océano humano, agotado por tan negras tempestades, estos ignotos átomos, hasta la sensualidad espantosa de hacer temblar el mundo olvidadizo, en medio de sus orgías, de los derechos y hasta de la existencia de los míseros, y sacudir los sueños voluptuosos con fragores gigantescos! ...

Ciertamente las generacíones venideras, redimidas por un gran amor civil, se maravillarán de estas trágicas rabias de un siglo agonizante. Pero entonces la extrañeza será legítima, porque la razón y el espíritu de fraternidad y de solidaridad habrán domado cuanto hay aún de herencia y de atavismo bestial en el organismo de la casta humana.

¿Pero, acaso tienen hoy el derecho de extrañarse de cuanto sucede por obra de los dinamiteros y apuñaladores, las actuales dominaciones, casi todas encastilladas en el militarismo, que es, como escribe León Tolstoi, la escuela de la violencia?

¿Tienen el derecho de maravillarse estos regidores de pueblos que hacen consistir toda la lógica del gobierno en la boca de los fusiles y en la punta de las bayonetas, y que creen poder legalizar la violencia de los poderes constituídos con el eterno pretexto de la razón de Estado?

Yo os dígo, señores, que anárquico fervíente como soy, y me enorgullezco de serIo -y acordaos que el anarquismo militante procede en Italia de dos nombres gloriosos: Mario Pagano y Carlos Pisacane.- Yo os digo, repito, que aborrezco la violencia y la sangre, y la vida de un semejante mío me es sagrada, como es sagrada (y os lo atestiguo ante el banco doloroso de estos 35 hombres honrados) para todos los anarquistas, que son corazones nobles que sangran ante el dolor ajeno mucho más que con el propio dolor.

Pero cuando después de tanta condensación de miserias y de injusticias sobre los débiles, los pobres y los indefensos, veamos alguna de esas almas torturadas levantarse terribles, como la tempestad, contra los satisfechos y los poderosos de la Tierra, no seremos seguramente nosotros los que nos unamos a los que nos juzgan y condenan, porque materialistas en filosofía, y deterministas en sociología, creemos sería ridiculo hacer el proceso al estallido del fulgor, por terror y ruina que pueda haber ocasionado.

Esto digolo para sostener que es locura querer inferir de los actos individuales e impulsivos de algunos individuos una cualquiera corresponsabilidad moral para todos aquellos que profesan las mismas ideas politicas y sociales. Ferozmente absurdo sería pronunciar sobre los actuales acusados un juicio que se dejara en algún modo influir por el miedo a explosiones, en otras partes acaecidas, y contra cuyos autores la sociedad se haya en un modo asaz despiadado, vengado.

No a la persona, no a la propiedad atentan pues los anarquistas, que ante todo quieren formar una sociedad en la cual el robo y el asesinato sean imposibles. La expropiación que ellos quieren, será hecha por el pueblo, a beneficio de todos, o, como llamaríase en lenguaje administrativo, por razones de pública utilidad. ¿Fulano roba un reloj a Zutano para convertirlo en provecho propio? He aquí el robo.

¿Los campesinos de una región ponen en común los campos por ellos cultivados y por otros explotados, y los declaran propiedad social, invitando a sus antiguos dueños a trabajarlos juntos o a largarse, substituyendo, en una palabra, la propiedad de todos a la propiedad de unos pocos? He aquí la expropiación legítima, por razón de pública utilidad; he aquí lo que nosotros los socialistas anárquicos llamamos reinvidicación de las riquezas a la entera sociedad.

Imaginaos que a esta socialización de la tierra se efectúe luego, por obra de otros trabajadores, la socialización de las máquinas, de las minas, y de todas las fuentes de riqueza y de producción, y tendréis una nueva economía pública, que substituirá el interés privado, destruyendo el antagonismo de las clases. Tendréis, en una palabra, el socialismo. Coronadlo con la libertad verdadera, íntegra, y tendréis la anarquía.

¿Qué relación puede tener ese luminoso ideal con el art. 248 del Código Penal italiano?

Decía bien Barabino, no obstante los aspavientos del señor Fiscal. Hacer la apología del robo sería hacer la apología de la sociedad burguesa. De hecho, se puede comprender que en una sociedad en la cual, como demuestra Carlos Marx, los honrados beneficios del capital se sacan de aquella parte del trabajo que no se paga al obrero, y por consiguiente resultan verdaderos y propios robos legales, se puede comprender, decía, tanto la despiadada fatalidad social que arrastra a Carlos Moretti, el protagonista de los Disonesti, de Rovetta, a robar el dinero de la caja, lo mismo que la imperiosa necesidad fisiológica que obliga a Juan Valjeán, en Los Miserables, de Víctor Hugo, a arrebatar con violencia, un pan, de allí donde tantos había, para aplacar el hambre de los suyos, que morían de inercia.

Pero ante símiles hechos, aun cometidos por razones privadas, no hay necesidad de ser socialistas o anárquicos para encontrarles una justificación.

Basta simplemente ser un hombre de buen sentido y de buen corazón para concluir, precisamente de acuerdo con un personaje de la bella y verdadera comedia de Rovetta, que para tener el derecho de juzgar y condenar un hombre, es necesario haber pasado, sin culpa, a través de las mismas circunstancias, en virtud de las cuales, el otro cedió y cayó.

Y hasta la ciencia del Derecho Penal enseña que la necesidad no conoce ley, y Francisco Carrara, como corolario jurídico del derecho a la vida, concluye que el robo cometido por necesidad no es delito, ya que fatalmente en el conflicto entre el supremo e inviolable derecho a la existencia y el menor y transitorío derecho de la propiedad prívada, no hay duda alguna que la superioridad y el triunfo deben de estar del lado del derecho a la vida, que es soberano entre los derechos humanos.

Este, ni más ni menos, es el razonamiento de los anarquistas al juzgar los ataques privados a la privada propiedad. Y es, como todos pueden ver, el razonamiento del buen sentido y del buen corazón que asocia la alta fantasía del poeta francés a la conclusión jurídica del criminalista italiano.

De todo cuanto a corre prisa y buenamente os he expuesto, señores del Tribunal, habréis podido formaros un criterio sintético, exacto y objetivo de las teorías socialistas anárquicas; y querréis concluir (confío en ello) que éstas no constituyen sino un ideal de igualdad y de libertad, tan audaz como queráis, pero muy contrario de ser criminal, y mucho menos en relación con el art. 248 del Código Penal.

Pero estos individuos, añade la acusación, no son sólo anarquistas teóricos como Enrique Ibsen o Elíseo Reclus; se profesan anarquistas revolucionarios, y podrán pasar fácilmente del derecho a la acción.

¡La revolución! ... ¿Es ésta la palabra que tanto miedo os produce? ¿Y no habéis aprendido en la historia que todo gran progreso humano está trazado por un surco sangriento, y que tanto en el campo político como en el científico fueron siempre minorías rebeldes las que alzaron la bandera de la verdad y en tomo de la cual cayeron combatiendo o triunfaron, arrastrando tras ellas las mayorias inconscientes?

¿No os acordáis que a los grandes facciosos del renacimiento italiano hoy se les llama precursores, mártires; que los revolucionarios por la patria hánse convertido actualmente punto menos que en monumentales? ¿No pensáis, por fin, que las mismas leyes, en nombre de las cuales pedís, ¡oh acusador público! la condena de mis amigos, que la misma forma sacramental con la cual vosotros ¡oh jueces! comenzaréis vuestra sentencia nacieron de la sangre de una gran revolución? ... Espartaco, Guillermo Tell, Dantón, Kossuth, Garibaldi: he aquí la revolución. Cristo, Confucio, Lutero, Giordano Bruno, Galileo, Darwin: he aquí aun la revolución.

He aquí aun el presente que se revela al pasado madurando el porvenir. Lacerad la historia si queréis hacer trozos la gloriosa leyenda de la revolución. Arrebatad de las manos de los niños que van a la escuela los libros que hablando de Bruto, apuñalador por amor a la libertad, y de Rienzí, propagandista por amor al pueblo, enseñan que la revolución es un deber sagrado contra la tiranía. Y prohibid las peregrinaciones de vuestro fuerte pueblo marino, que lleva coronas de homenaje a la estatua de Balilla, el pequeño hondero, cuyo nombre es caro a los oprimidos, porque de su mano partió la primera piedra contra los prepotentes opresores.

Ser revolucionario, señores, no quiere decir ser violento. ¡Cuántas veces en la historia la violencia estuvo de parte de las leyes y sus defensores, y el orden, al contrario, de parte de la insurrección y de sus mllltantes! Ser revolucionario por la gran idea de la justicia social, quiere decir poner la fuerza consciente al servicio de los derechos de los trabajadores; es conspirar con el pensamiento y con la acción para restablecer el orden verdadero en el mundo, con la pacificación de los ánimos en la armonía de los intereses y de las libertades individuales. En este sentido son revolucionarios mis imputados amigos. Estos dicen al pueblo: Tú eres la mayoría; tú eres el derecho y la fuerza. Basta que tú quieras, y el día de la redención será realidad para ti. Y a los trabajadores: Vosotros sois los más, vosotros sois los creadores del bienestar de los demás. Basta que lo queráis, y el bienestar estará garantizado para vosotros y a las demás criaturas humanas.

Imaginaos, señores, que este razonamiento se convierta, como inevitablemente se convertirá, en la conciencia motriz del proletariado, y la revolución se habrá hecho.

Ni toda la fuerza del ejército y de la policía serán suficientes para detener este humano entusiasmo, y esta fe y esta juventud. Hay algo más alto y más fuerte que el miedo y el capricho de los gobernantes y de las clases dominadoras: es la irresistible ley de la historia. Y ésta nos pronuncia la inevitable victoria del proletariado.

Figuraos, pues, señores del Tribunal, qué seriedad pueden tener estos procesos, construídos sobre la delación de confidentes comprados, ante la serena fatalidad de la historia.

No quiero, no puedo, no debo entrar en las vísceras, débiles, muy débiles a decir verdad, de este proceso. Los valientes colegas, a los cuales fue encomendada la parte específica, anatematizarán las íntimas obseuridades de este poco envidiable parto de la fantasía poética del señor Sironi.

Pero apresurándome a la conclusión de mi larga defensa, debo manifestaros, aunque no sea nuevo ni ingenuo en estas cosas, la impresión de disgusto que me ha causado todo el sistema acusatorio del señor Sironi.

Con gran aria melodramática de salvador de la sociedad, este egregio comendador os ha hablado de la organización anárquica de Génova y de Sampierdarena, os ha asegurado la existencia de círculos y de grupos de propaganda y de acción. Y a las preguntas del Presidente y nuestras, respecto quien le hubiese informado de ambas cosas, el señor jefe de policía respondía invariablemente: por medio de confidentes cuyos nombres no puedo revelar.

¡Ah! ¿Es pues el sistema de acusación anónima lo que se quiere inaugurar en Italia en los procesos políticos?

Si la voz de la acusación permaneciera en la sombra y encontrara el menor eco en vuestra conciencia, magistrados del Tribunal, sería mil veces mejor que os quitarais la toga y ahorrárais palabras.

Os haría destornillar de risa si os contara alguna treta inicua, una de estas tretas jugadas a estos degradados de la sociedad humana, que el pueblo llama con el más breve y despreciativo de los vocablos, espías, y os persuadiría en seguida de su perfecta imbecilidad intelectual y moral. Permitidme que os de una sola muestra.

En el Círculo de Estudios Sociales de Milán, venían dos años hace, dos siniestras figuras que habíanme despertado a mí y a varios, sospechas de espionaje. Nos imaginamos una comedia. Un amigo empleado en el comercio, y sin color político, tenía una extraña semejanza con el abogado Saverio Merlino. Le encargamos sostuviera el papel de éste, como si hubiese venido a Milán de incógnito, ya que el verdadero Merlino se veía persistentemente buscado por la policía.

Los dos sospechosos sujetos, oyendo hablar de Merlino en Milán, me propusieron invitarle a comer a casa suya. El fingido Merlino aceptó con entusiasmo aquel convite pagado con los fondos secretos de la policía. Pero a una señal convenida de uno de los apreciables sujetos, mientras atravesaba la galería V. E., fue arrestado por una nube de policías que creyeron en serio, vista la formal delación, haber logrado echar el guante al verdadero Merlino. Bastó que la prensa contara el solemne chasco, para que luego pusiéranle en libertad.

Este hecho puede ser termómetro, señores del Tribunal, para graduar, como merecen, las delaciones de los confidentes respetables del señor Sironi.

Y si éste no bastara, permitid que os lea, mucho más elocuente que mi pobre palabra, una página del programa del derecho criminal de mi venerable maestro, el profesor Francisco Carrara a propósito de la fe que los magistrados concienzudos pueden prestar a los confidentes anónimos.

(A este punto el defensor se hace leer, en medio de la mayor atención, algunas contundentes páginas del profesor Carrara contra la acusación secreta y contra el espionaje político, con la exhortación a los jueces de gritar el procul esto, profanis a estos métodos dignos de la antigua inquisición. Luego reanuda su defensa).

Después de estas páginas de noble y justo desprecio del más ilustre campeón de la escuela penal clásica, contra estos sistemas acusadores, dignos de otros tiempos, ¿qué otra cosa podría yo añadir, para derrocar el edificio de la acusación, el cual se derrumba y cae por su propio peso?

A Luis Galleani tócale, es verdad, una grande culpa. Encuéntrase registrada en la orden de no ha lugar de la Cámara del Consejo. ¡Oh, amigo Galleani! Tú habías hablado alguna vez, mientras el tren veloz cruzaba por la estación de Sampierdarena, con el terrible agitador milanés Pedro Gori, ¿sabes? con aquel que la policía sigue sus pasos incesantemente como a ti.

Perdónale, amigo mío. ¿Quién hubiera podido imaginarse que aquellos fraternales abrazos debieran pesar un día, a daño tuyo, en la balanza de la justicia? ¿Quién podrá pensar que después de tanta sangre derramada por la libertad, después de tantos ríos de tinta y tantos torrentes de retórica consagrados a celebrar los fastos de una nueva Italia, una chuleta devorada en común en el buffet de una estación, entre el arribo y la partida del tren, pudiera constituir el elemento de un complot dinamitero, y que un apretón de manos dado sin misterio al amigo que pasa, pudiera suministrar la prueba de una asociación de malhechores?

Fuera de estos tremendos coloquios con el amigo de pasaje, bajo la cubierta de una estación ¿qué otros hechos concretos podéis exponer a cargo de Galleani? ... Y si son estos íntimos coloquios con el espantoso agitador milanés los que mayormente pesan y gravan a Galleani, ¿por qué el odíado coco de la policía fue absuelto, y puede en estos momentos, cubriéndose con la inviolavilidad de la toga, vengarse con este discurso del honor que le han negado no dejándole formar parte de estos temerarios malhechores? ...

Señores del Tribunal:

Mi deber de amigo de los imputados, solidario con las ideas por ellos profesadas, mi piadoso oficio de defensor de estos hombres y de estos principios, lo he cumplido, no ciertamente con habilidad, pero sí con sincera fe.

A vuestra bella y gloriosa Génova llegaba yo esta mañana de mi Milán, fuerte y laboriosa, con la memoria llena de impresiones imborrables que me recordaban aquella Maestra de las Bellas Artes.

Si es verdad que el arte refleja el espíritu del tiempo, allí, en aquella palestra del genio itaiano, palpita hoy, señores, una acentuada nota rebelde, contra la cual todos los Sironi y los grillos de este mundo nada pueden. Es la ola de las humanas miserias que se desbordó con un grito de dolor y de protesta de los pinceles y cinceles de los artistas.

Desde el Último Espartaco, del escultor Ripamonti, a las Reflexiones de un hambriento, de Longoni, todo el problema de nuestra época serpentea gigantesco, y grita y amenaza, entre aquellos yesos y aquellas telas.

¿Por qué el señor Sironi no trama un proceso al arte moderno, como instigador del odio de clases y apología de crímenes? ¿Por qué no denuncia a todos aquellos artistas, fina flor del joven genio italiano, como una asociación de malhechores? ...

Pero tú, Plinio Nomellini, se las pagas por todos. A ti, pintor nato del azul y de la luz, el nombre de anarquía no te hizo miedo. Seguiste con ojos de enamorado las fúlgidas constelaciones del firmamento y comprendiste que un código inédito, pero inviolable, lo regula: la ley de natura. Contemplaste el floreciente anárquico de los prados y en ellos leíste también la misma ley natural, que ningún legislador humano puede encerrar en un libro, a no ser que lo adultere.

Y en la espontánea armonía de los colores, de las formas y de las fuerzas de la vida, adivinaste una espontánea armonía de derechos y de intereses en la redimida humanidad. Adorador de la verdad, desnuda y bella, la acariciaste en tus telas. Y el señor Sironi ve en ellas el símbolo: El odia los símbolos. También los emperadores que torturaban a los primeros cristianos odiaban la cruz. Los subalternos del comendador, más tarde, en tus telas, vieron claramente planos ... de fortificaciones.

Hoy la brutal realidad ha hecho presa en tí, te ha robado el mundo ideal de tus luminosos ensueños, y te ha arrojado sobre este banco del sacrificio, entre Galleani, caballeroso y leal, y Barabine, en cuyas venas de Gavroche marinero, corre ciertamente la hirviente sangre del genovés Balilla. Era necesario que el arte, precursor de los tiempos, tuviera su representante aquí, entre el ingenio y el trabajo.

Pero vosotros ¡oh 35 acusados! alzad la frente ante vuestros jueces, sin miedo ni temblores. El pueblo, este juez soberano, este pueblo audaz y tenaz de esta nobilísima ciudad, os ha ya absuelto. Lo dicen y repiten los mil estremecimientos de afecto y simpatía que os acompañan diariamente hasta la puerta de la cárcel.

Y ahora, señores del Tribunal, juzgadlos ya vosotros.

Decid si es delito reclamar para los desheredados su parte de felicidad, si es criminosa su misión de libertad, de igualdad, de paz, para la cansada raza humana.

Vosotros no querréis, no osaréis condenar a esos serenos combatientes de una idea, por culpas que no han cometido.

A fines de este siglo, nacido de una revolución, la cual escribió con sangre y promulgó con el fuego de sus cañones la declaración de los derechos del hombre: en esta Génova, augusta por la memoria de dos grandes revolucionarios: Cristóbal Colón, soñando ante vuestro golfo encantador con un nuevo mundo para regalarlo a la vieja Europa, y José Mazzini, deseando una Italia maestra de verdades y de justicia entre las gentes; dos grandes solitarios, dos grandes perseguidos y escarnecidos por el vulgo compuesto de almas tontas y necias; en esta Génova, repito, y ante este pueblo fiel a sus tradiciones de libertad, una condena al pensamiento, como seria aceptar en todo o parte las conclusiones del Fiscal, significaría un ultraje a estas solemnes memorias.

Y vosotros, Magistrados, absolveréis. Tengo fe en ello.

Que si creyerais poder detener el camino de las ideas de redención social con los años de reclusión y de vigilancia; si os declaráseis competentes para juzgar las imprescriptibles manifestaciones del humano pensamiento que trabaja para la paz y la felicidad de los hombres; si os determinárais a señalar las frentes serenas de aquellos íntegros trabajadores con el estigma de una creída infamia, que al fin y al cabo no sería para ellos más que el bautismo del sacrificio, ¡oh! entonces, aun cuando yo esté lejos al pronunciar vuestra sentencia, acordáos ¡oh jueces! de estas mis últimas y honradas palabras: Por encima de vuestra sentencia está la sentencia de la Historia; por encima de vuestros tribunales está el tribunal incorruptible del porvenir.

(Ruidosos y prolongados aplausos -en vano reprimidos por el Presidente. La calurosa demostración se renueva en la calle por la multitud entusiasmada al grito de ¡Vivan los malhechores amados!).

Lo que queremos.

Nosotros luchamos, pueblo, por la igualdad ante todo, por la verdadera y propia igualdad, no por aquella mentira escrita en las cárceles de las monarquías o en los muros de la Francia republicana.

Nosotros queremos que todo pertenezca a todos; queremos que las máquinas sean propiedad de los obreros que las hacen producir, y que sean expropiadas a los actuales patronos, que se enriquecen a costa de las fatigas de los trabajadores.

Queremos que la tierra, hoy en poder de los viciosos propietarios, que viven en la ciudad en medio del lujo y en plena orgía, sea entregada al campesino que la cultiva y la hace fructificar.

Queremos, en una palabra, que todos los instrumentos del trabajo sean poseídos por los trabajadores libremente asociados y que todos los productos naturales y artificiales de la riqueza sean declarados propiedad de todos. Por esto nosotros nos declaramos comunistas. Y desengañamos a todos los guiados por el egoísmo a que nos demuestren cómo la verdadera igualdad es posible sin el comunismo, que sintetiza el deber y el haber entre el individuo y la sociedad con la vieja e insuperable fórmula: de cada uno según sus fuerzas y a cada uno según sus necesidades.

Pero sin completa libertad no es posible la igualdad completa, como sin verdadera igualdad no es concebible la verdadera y propia libertad. El que no posee es esclavo del que posee, como aquellos que dominan políticamente, hasta económicamente tienden a transformarse en los señores de los gobernantes. Y como no es posible efectuar la igualdad sin suprimir a los patronos, desposeyéndoles de todo lo que injustamente detentan, esto es, del privilegio económico que se llama propiedad, tampoco es posible reivindicar la libertad sin eliminar a los gobernantes, aboliendo todo gobierno, que es el privilegio político donde descansa la explotación del hombre por el hombre. Ni amos ni asalariados; ni gobernantes ni gobernados. Todos iguales en la libertad; todos libres en la igualdad.

Sin propiedad privada, que equivale a decir sin amos y, por consecuencia, sin la explotación económica, todos los individuos serán económicamente iguales, y esto es el comunismo o propiedad común de todas las cosas.

Sin gobierno, sin autoridad del hombre sobre el hombre, sin la violencia moral de las leyes antinaturales, sin policías y sin burocracia, todos los hombres serán políticamente libres; esto es, cada individuo tendrá la plena y exclusiva soberanía sobre sí mismo y no encontrara quien le impida cooperar al bien colectivo y podrá obrar espontáneamente según lo reclamen sus intereses individuales: existiendo completa armonía en los intereses de todos. Esta libertad es la Anarquía, libertad de la libertad. Somos por todo esto, comunistas anarquistas, porque queremos ser verdaderamente libres y completamente iguales.

Nosotros que queremos la liberación de todos los oprimidos; nosotros, que amamos vivamente a nuestras madres, a nuestros hijos, a nuestras hermanas, a las compañeras de nuestra vida y de nuestros dolores, llamamos a la mujer doblemente esclava, del patrono y del macho. ¡Venid a nosotros, oh desventuradas!, y peleemos juntos por la redención de todas las miserias, para que entre vosotras no impere la infelicidad!

Os dicen continuamente que nosotros queremos destruir los más santos afectos de la familia. Pero, ¿existe la familia para vosotros, pobres mártires del trabajo del campo, del taller y de la mina? ¿Existe familia para vosotras, jóvenes vendidas sin amor y por una baja especulación de intereses materiales a la prostitución legal del matrimonio? ¿Existe familia para vosotras, hermanas mías, niñas desfloradas en plena juventud por la libidinosidad de un patrón libertino y echadas al medio del arroyo para que os compre las caricias el primer viandante? ¿Existe la familia para vosatras, irresponsables infanticidas, consagradas para el recreo de los elegantes ladrones de vuestra virginidad? ¿Para vosotras, desconsoladas y viejas solteronas, obligadas a una eterna castidad por el estúpido convencionalismo social que llama inmoralidad a los estímulos imperiosos del corazón y de la carne que no estén controlados en el Registro Civil? Y, en fin, ¿existe la familia para vosotras, prostitutas, instrumentos del placer burgués, que os tuvisteis que vender porque el hambre trituraba vuestros organismos, en el mercado de las esclavas blancas, para transformaros en entes donde el venéreo y la sifilis habían de surgir para corroerlo todo?

¿Dónde está, mujer dulce y dolorosa, mitad del género humano, vuestra dignidad frente a la bárbara prepotencia del macho?

Esta sociedad inmoral, que se lucra de vuestro producto de trabajadores y de vuestra belleza; este conglomerado de gentes y de leyes, pudibundas, llenas de sífilis moral hasta los huesos, se atreve a llamarnos renegadores de los más gentiles afectos, porque queremos abolir el matrimonio-contrato de interés oponiendo el pacto libre de los afectos sentidos; porque queremos reivindicar el amor dándole toda su libertad, haciendo desaparecer toda esa engañifa a la que se da el nombre de código, y porque queremos abolir la especulación interesada y la mentira de la moralidad convencional.

¡Oh, mujer! No hagas caso de la negra calumnia que sobre nosotros lanzan todos los mercantilistas del corazón y de la conciencia. Ellos viven del engaño y tienen interés en que la verdad que nosotros propagamos no ilumine al mundo como un sol del mediodía.

Nosotros queremos purificar la unión sexual y nada más. Hacerla desinteresada, con la abolición de la propiedad, causa principal de todos los bajos cálculos de interés; hacerla libre, haciendo desaparecer todas las cadenas, morales o materiales, que se opongan al espontáneo y natural desarrollo de todas las manifestaciones.

Proclamar el amor libre no es otra cosa que declarar legítíma y santa la uníón de dos seres para la sublime y moral función de la procreación, que es suprema necesidad para la vida de la especie. Abolir el vínculo civil del matrimonio para sustituirlo por la elección espontánea de dos almas y de dos cuerpos tendentes a unirse por afinidad y por tiempo ilimitado, no es otra cosa que implantar la familia del amor en sustitucíón de la actual familia de los intereses. Es, en una palabra, promulgar la ley universal de la Naturaleza en sustitución de las varias leyes artificiales manipuladas por los hombres en beneficio de los intereses de una clase dominante o de un sexo privilegiado.

He aquí por qué los comunistas anarquistas proponemos el amor libre como la forma natural del goce sexual en una sociedad de hombres sinceramente iguales y completamente libres.

Los religiosos dicen continuamente que los anarquistas quieren destruir la religión. ¿Pero tienen los religiosos otra religión que no sea aquella de la propia panza y del propio bienestar material?

Los anarquistas no quieren otra cosa que la completa libertad para todos; quieren destruir todos los prejuicios y supersticiones y proclamar la ciencia maestra y reguladora de la vida. La ciencia, que es positiva y antirreligiosa, emancipará al género humano.

Pero los anarquistas odian la patria, dice la gente tímida; reniegan de ella, debiendo serles querida. Veamos un poco: ¿dónde está la patria para los obreros patrióticamente explotados por los patronos hasta el día que quedan inútiles para el trabajo y les dan con la puerta de la fábrica en las propias narices, quedando sin trabajo y sin alimento para nutrir su organismo? ¿Dónde está la patria para el miserable campesino, lanzado por el hambre, obligado a abandonar la tierra que lo vió nacer para ir a vivir al otro lado del Océano, creyendo encontrar amos más humanos que sus queridos (?) compatriotas? Estos compatriotas generosos. ¡No hay deberes donde no existen derechos! ¿Qué derechos tiene el proretariado en su patria si no es el honor de defender la tierra que él sólo cultivó e hizo producir y que sólo los ricos consumen? Entre Vanderbild, multimillonario, y su compatriota Lázaro, mlendicante, existe tanto de común y fraternal como entre el campesino que se muere de hambre en el bello jardín de la patría y el celestial emperador de la China. Pero sí existe mucho de común entre el campesino español y el pobre proletario de Irlanda, como entre el obrero oprimido en la monarquía itálica y el asarariado de la Francia republicana que hace los experimentos de la pólvora sin humo sobre los pechos de los trabajadores. Existe la comunidad en la miseria, en la ignorancia, en el embrutecimiento y en la inconsciencia de los propios derechos.

Y los gobiernos y los negreros capitalistas, para mejor dominar, se afanan en suscitar odios fratricidas entre los pueblos, por la llamada dignidad de la bandera, o por fútiles cuestiones de nacionalidad. Y el pueblo nunca comprende este juego insidioso que con su sangre hacen todos los potentados y patrioteros. Los trabajadores empiezan ya a comprender que sus enemigos no están más allá de esta o de aquella frontera, sino que están en todos los paises, en todas las patrias; gobernantes y patronos, prepotentes y parásitos, que extienden de un lado al otro del mundo la camorra policíaca-capitalista, que explota, desangra y opríme la mayor y mejor parte del género humano.

Esta alianza internacional de los explotados y de los oprimidos de todas las patrias en abierta rebeldía contra la coaligación de los gobiernos y del capitalismo, derrocará todo el viejo orden social a base de opresiones, privilegios y tiranías, instaurando en toda la Tierra una nueva era de amor y bienestar para todos los hombres iguales y libres.

Y por estas razones, los comunistas anarquistas se declaran internacionalistas.

Pero toda esta renovación sustancial y profunda de la sociedad humana, sólo es posible merced a una violenta insurrección del pueblo contra la violencia legal de los actuales privilegiados económicos y políticos. Aquí parte la necesidad de una revolución social.

Y por esto nosotros somos anti-legalitarios y revolucionarios.

Y tú, viejo pueblo trabajador, confórtanos en nuestra humilde y solitaria obra, con el rugido del león que afila las garras para entrar en pelea; que aún en el furor de la batalla sangrienta oirás cómo, hiriendo el espacio, surge de los pechos de los luchadores este grito, que es un signo de fraternidad y de amor: ¡Viva la humanidad libre!