CARTA A Rayner Heppenstall

George Orwell

                        The Stores

                        Wallington.

                        Nr. Baldock, Herts.

                        31 de julio de 1937

Querido Rayner,

Muchísimas gracias por tu carta. Me alegro saber de ti. Espero que Margaret esté mejor. Suena muy mal, pero por lo que me dices supongo que aún está levantada y haciendo sus cosas.

Nuestra estancia en España fue interesante pero bastante tremenda. Por supuesto, no habría dejado que Eileen viniese conmigo ni habría ido yo mismo probablemente si hubiese previsto los acontecimientos políticos, sobre todo la supresión del POUM, el partido en cuya milicia serví. Fue un raro asunto. Empezamos como heroicos defensores de la democracia y terminamos saliendo a toda prisa por la frontera perseguidos por la policía jadeando a nuestros talones. Eileen estuvo maravillosa, incluso parecía disfrutar de aquello. Pero aunque nosotros nos libramos bastante bien, casi todos nuestros amigos y conocidos están en la cárcel y es probable que sigan allí indefinidamente, sin que se les acuse de nada más que de «trotskismo». Cuando me marché ocurrían allí las cosas más terribles, detenciones en masa, heridos sacados a rastras de los hospitales y encerrados en la cárcel, gente hacinada en asquerosos tugurios donde apenas tenían sitio para tumbarse, presos apaleados y casi muertos de hambre, etcétera. Pero es imposible lograr que se publique algo de eso en la prensa inglesa -como no sea en las publicaciones del ILP, afiliado al POUM.

Tuve una divertida experiencia sobre esto con el New Statesman. Tan pronto como salí de España, telegrafié de Francia pidiendo si querían un artículo y claro dijeron que si, pero cuando vieron que mi artículo trataba de la supresión del POUM dijeron que no lo podían publicar. Para endulzar la negativa me pidieron la critica para un libro muy bueno que había salido hacia poco, The Spanish Cockpit (La cabina española) que destapa muy efectivamente todo lo que ha pasado. Pero una vez más, cuando vieron mi critica no la podían publicar así «por ir contra la línea editorial», aunque me ofrecieron pagarme la critica de todas maneras -como si fuera un soborno para callarme. Tengo también que cambiar de editor, por lo menos para este libro. Gollancz forma desde luego parte del tinglado comunista y en cuanto se enteró de que yo había estado asociado al POUM y los anarquistas y que estuve en los motines de mayo en Barcelona, dijo que no podría publicar mi libro aunque aún no había yo escrito ni una palabra de éste. Creo que debió de prever muy astutamente que sucedería algo por el estilo pues cuando fui a España redactó un contrato en el que se comprometía a publicarme mis novelas pero no otros libros. No obstante tengo otros dos editores tras de mí y creo que mi agente, con mucha visión, ha conseguido que compitan en sus ofertas. Aunque he comenzado ya ese libro [Homenaje a Cataluña] tengo todavía los dedos agarrotados.

Mi herida no fue gran cosa pero es un milagro que no me costara la vida. La bala me cruzó limpiamente el cuello y falló lo que se proponía encontrar excepto una cuerda vocal, o más bien el nervio del que depende, que está paralizado. Al principio no me salía en absoluto la voz pero ahora la otra cuerda compensa y la estropeada puede o no curarse. Mi voz es ya prácticamente normal aunque no puedo gritar. Tampoco me es posible cantar pero la gente dice que eso no importa. Me alegro bastante de que una bala me haya herido pues creo que eso nos pasará a todos en un futuro próximo y celebro que no le cause a uno daño realmente. Lo que he visto en España no me ha hecho un cínico pero me hace pensar que el futuro es muy tétrico. Es evidente que la gente puede dejarse engañar por lo del antifascismo lo mismo que se dejó llevar por el asunto de la pobre y pequeña Bélgica y cuando llegue la guerra participarán en seguida en ella. No estoy de acuerdo, sin embargo, con la actitud pacifista como creo que lo estás tú. Aún creo que es necesario luchar a favor del socialismo y contra el fascismo, quiero decir luchar físicamente y con armas, aunque hay que saber quién es quién. Quiero hablar con Holdaway para saber qué piensa del problema español. Es el único comunista más o menos ortodoxo de los que conozco a quien respete. Me disgustará que me suelte la misma defensa de la democracia y condena de los «trotskofascistas» que lo demás.

Me gustaría mucho verte, pero no creo que esté en Londres próximamente, al menos que me vea obligado a ello por el trabajo. Estoy avanzando en mi libro que quiero tenerlo terminado para Navidad, también muy atareado arreglando el jardín después de tanto tiempo fuera. Mantente en contacto de todas maneras y déjame tu dirección. No puedo ponerme en contacto con Rees. Estaba en el frente de Madrid y no había prácticamente comunicación. Tuve noticias de Mutry que parecía en las últimas sobre algo. Au Revoir.

Tuyo, Eric.

LA UTOPÍA DE OSCAR WILDE*

George Orwell

La obra de Oscar Wilde está siendo recuperada intensamente en los escenarios y en la pantalla cinematográfica, y conviene recordar que ni Salomé ni Lady Windermere fueron sus únicas creaciones. Por ejemplo, el texto El alma del hombre en el socialismo, publicado por primera vez hace aproximadamente sesenta años, ha envejecido bien. Su autor no era socialista en el sentido activo de la palabra, pero era un simpatizante, y un observador inteligente. Aunque sus profecías no se hayan cumplido, el transcurso de los años no les ha quitado todo interés.

La visión de Wilde sobre el socialismo, que en su época debía ser compartida por muchas personas que no la expresaron tan bien como él, es utópica y anarquizante. En su opinión, la abolición de la propiedad privada posibilitará un pleno desarrollo del individuo, y nos liberará de "la mezquina necesidad de vivir para los otros". En el futuro socialista no solo no habrá pobreza ni inseguridad, tampoco existirá la esclavitud del trabajo, la enfermedad, la fealdad ni el desperdicio del espíritu humano en fútiles enemistades y rivalidades.

El sufrimiento dejará de ser importante: por primera vez en su historia el hombre podrá desarrollar su personalidad a través de la alegría y no mediante el padecimiento. Los delitos desaparecerán, pues no habrá razones económicas para cometerlos. El Estado dejará de gobernar y se mantendrá simplemente como un órgano para la distribución de los bienes necesarios. La totalidad de las actividades desagradables se realizarán por las máquinas, y todo el mundo será completamente libre para elegir su trabajo y su manera de vivir. El mundo se poblará de artistas, cada uno de los cuales buscará la perfección en la forma que le parezca mejor.

Leer actualmente estas optimistas previsiones provoca bastante tristeza. Por supuesto, Wilde sabía que en el movimiento socialista existían tendencias autoritarias, pero no creía que fuesen a imponerse. Con una especie de ironía profética, escribió: "No puedo creer que haya hoy ningún socialista que proponga que por las mañanas fuera un inspector de casa en cada casa para obligar a cada ciudadano a levantarse y a efectuar su trabajo manual durante ocho horas". Esto, lamentablemente, es exactamente lo que propondrían numerosos socialistas de hoy en día. Evidentemente algo ha fallado. El socialismo, en el sentido de colectivismo económico, está conquistando el mundo con una rapidez que apenas habría parecido posible hace sesenta años, pero la utopía, en todo caso la utopía de Wilde, no está más cercana de lo que estaba. ¿Dónde está el error?

Si analizamos la obra de Wilde, se observa que el autor hace dos suposiciones bastante comunes, las cuales carecen de fundamento. Una de ellas es que el mundo es inmensamente rico y que el problema estriba en la mala distribución de las riquezas. Wilde parece afirmar que cuando se igualen las cosas entre el millonario y el barrendero, habrá bastante para todos. Antes de la revolución rusa esta creencia estaba muy extendida -una frase muy repetida mencionaba la existencia de "hambrientos en medio de la abundancia"-, pero era totalmente injustificada, y pudo mantenerse tan solo porque los socialistas pensaban siempre en los países occidentales desarrollados y se olvidaban de la tremenda pobreza de Asia y África. En realidad, el problema del mundo en su conjunto no es cómo repartir la riqueza que existe sino cómo aumentar la producción pues sin ello la igualdad económica sólo significaría la miseria común.

En segundo lugar, Wilde supone que es sencillo hacer que todos los trabajos desagradables sean realizados por máquinas. Afirma que las máquinas son los nuevos esclavos, metáfora tentadora pero engañosa, pues existen numerosos trabajos -en general, cualquiera que requiera una gran flexibilidad- que no pueden ser realizados por ninguna máquina. En la práctica, incluso en los países más industrializados, una enorme cantidad de trabajos aburridos y agotadores son hechos de mala gana por medio de músculos humanos. Y esto implica necesariamente que haya alguien que dirija el trabajo, que se respeten unos horarios fijos, que se diferencien los salarios, y toda la reglamentación que horroriza a Wilde. El socialismo de Wilde solo podría realizarse en un mundo más rico que el actual, y mucho más avanzado en el aspecto técnico. La abolición de la propiedad privada, por sí sola, no daría de comer a todo el mundo. Significa únicamente el primer paso de un período de transición que inevitablemente será trabajoso, incómodo y largo.

Pero esto no quiere decir que Wilde estuviera totalmente equivocado. Lo malo de los períodos de transición es que la dura actitud que generan tiende a volverse permanente. Todo indica que es lo que ha ocurrido en la Rusia soviética. La dictadura supuestamente establecida para un objetivo limitado en el tiempo ha echado raíces y ha permanecido, y hemos llegado a un punto en que se piensa que el socialismo significa campos de concentración y policía secreta. Por lo tanto, el panfleto de Wilde y otros escritos similares -Noticias de ninguna parte, por ejemplo- tienen un valor. Podría ser que en ellos se pida lo imposible, y que a veces parezcan anticuados y ridículos -al fin y al cabo toda utopía refleja necesariamente las ideas estéticas de su propia época-, pero al menos miran más allá de la etapa de las colas para la comida y de las disputas de partido, y le recuerdan al movimiento socialista su objetivo original y medio olvidado de la fraternidad humana.

THE LAST DAYS OF MADRID*

(Los últimos días de Madrid, de S. Casado)

George Orwell

Aunque no muchas personas fuera de España habían oído hablar de él antes de principios de 1939, el nombre del coronel Casado siempre será recordado en conexión con la guerra civil española. Él fue quien desbancó al Gobierno Negrín y negoció la rendición de Madrid –y dada la situación militar real y el sufrimiento del pueblo español, es difícil no estar de acuerdo en que tenía razón. La cosa realmente vergonzosa, como dice con convicción Mr. Croft-Cooke en su prólogo, es que se dejase que la guerra durara tanto tiempo. El coronel Casado y sus colaboradores fueron denunciados en todo el mundo en la prensa de izquierdas, como traidores, cripto-fascistas, etc., etc., pero estas acusaciones causaron mala impresión proviniendo de gente que se habían puesto a salvo mucho antes de que Franco llegara a Madrid. Besteiro, que participó en la Administración Casado y luego se quedó para responder a los fascistas, también fue denunciado como «pro-Franco». Besteiro fue condenado a treinta años de prisión. Realmente los fascistas tienen una curiosa manera de tratar a sus amigos.

Quizás el interés principal del libro del coronel Casado es la clarificación de la intervención rusa en España y la reacción española a ella. Aunque personas bien intencionadas lo negaron entonces, hay poca duda de que desde mediados de 1937 hasta casi al final de la guerra el Gobierno español estaba directamente bajo el control de Moscú. Los motivos ulteriores de los rusos son poco claros, pero parece que querían instalar en España un Gobierno obediente a sus órdenes y en el Gobierno Negrín lo hallaron. Pero el intento de conseguir el apoyo de la clase media produjo consecuencias inesperadas. En los inicios de la guerra los adversarios principales de los comunistas en su lucha por el poder fueron los anarquistas y socialistas de izquierda, y por lo tanto el énfasis de la propaganda comunista fue hacia una política «moderada». El resultado de esto fue dar poder a oficiales y funcionarios «burgueses republicanos», de los cuales el coronel Casado se hizo el líder. Pero estas personas eran antes que nada españolas y se resentían de la interferencia rusa casi tanto como de la alemana o la italiana. En consecuencia la lucha comunista-anarquista fue seguida de otra lucha de comunistas contra republicanos, hasta que al fin el Gobierno Negrín fue derrocado y muchos comunistas perdieron la vida.

Una pregunta muy importante que esto sugiere es si un país occidental puede de hecho ser controlado por comunistas a las órdenes de Moscú. Será una pregunta que volverá a surgir si hubiera una revolución de izquierda en Alemania. La inferencia del libro del coronel Casado parece ser que un pueblo occidental u occidentalizado no se dejará gobernar por Moscú por un período largo de tiempo. Dando todo el margen al prejuicio que sin duda siente contra los rusos y sus agentes comunistas locales, su explicación no deja muchas dudas de que el dominio ruso fue resentido de una manera generalizada y profunda en España. También sugiere que fue el conocimiento de la intervención rusa que hizo decidir a Inglaterra y Francia abandonar a su suerte al Gobierno español. Esto parece más dudoso. Si los Gobiernos británico y francés hubieran realmente querido contrarrestar la influencia rusa, el modo realmente más eficaz sería equipar con armas al Gobierno español, pues había quedado claro desde el inicio que cualquier país que ofreciera armas podía controlar la política española. Se debe concluir que los Gobiernos británico y francés no sólo querían que ganara Franco, sino que hubieran preferido un Gobierno controlado por los rusos a una combinación socialista-anarquista bajo un líder como Largo Caballero.

El libro del coronel Casado da cuenta detallada de los acontecimientos que condujeron a la capitulación y es uno de los documentos que siempre tendrán que estudiar los futuros historiadores de la guerra española. [La reseña incluye a continuación algunos comentarios sobre otra obra, que se han suprimido].

POR QUÉ ESCRIBO*

George Orwell

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una "historia" continúa de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños v adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos y las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento v evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta. Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.

Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc. Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: 'Voy a hacer un libro de arte." Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.

De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente v con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida. Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.

Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.

UNA BUENA TAZA DE TÉ*

George Orwell

Si buscas 'té' en el primer libro de cocina que cae en tus manos, seguramente no lo encontrarás.; o a lo máximo hallarás un par de líneas con unas escuetas instrucciones que no contienen los puntos más importantes.

Hecho curioso, no sólo porque el té es uno de los productos más importantes de la civilización de este país, de Irlanda, Australia y Nueva Zelanda, sino porque su método de preparación es motivo de las más violentas disputas.

Cuando leo mis propias instrucciones para la taza perfecta de té, encuentro un mínimo de once puntos importantes. Dos de ellos son ampliamente aceptados, pero al menos cuatro son altamente controvertidos. He aquí mis propios once puntos, considerados por mí como reglas de oro:

Primero: Uno debería utilizar té de la India o de Ceilán. El té chino tiene sus virtudes que hoy en día no deben ser despreciadas -es barato, y se puede beber sin leche- pero no es muy estimulante. Uno no se siente más sabio, más bueno u optimista después de beberlo. Cualquiera que utiliza la frase "una buena taza de té" siempre se refiere al té de la India.

Segundo: El té debe prepararse en pequeñas cantidades, es decir, en una tetera. Un té preparado fuera de una urna siempre es insípido, que como el té del ejército, que se prepara en grandes cacerolas, sabe a grasa y detergente. La tetera debería estar hecha de porcelana china o barro cocido. Las teteras de plata o de porcelana británica producen un té de inferior calidad y otras teteras aún son peor. Sin embargo, las teteras de estaño no están tan mal.

Tercero: La tetera debe calentarse previamente. Es mejor hacerlo sobre una estufa de leña que llenándola de agua caliente.

Cuarto: El té debería ser fuerte. Para una tetera de un cuarto y si quieres llenarla hasta el borde, seis cucharadas de té deberían ser suficientes. En tiempos de racionamiento, esto no se puede hacer cada día de la semana, pero yo mantengo que una taza de té fuerte vale más que veinte tazas de té débil. Todos los amantes del té no sólo lo quieren fuerte, sino que cada año lo preparan más potente –un hecho que se reconoce con una ración extra para los pensionistas.

Quinto: El té debe colocarse directamente en la tetera. No utilices tamices, bolsas de tela u otros artefactos que aprisionan el té. En algunos países, el té se coloca en unas cestas colgantes para retener las hojas del té, que se supone son venenosas. En realidad, uno se puede tragar una considerable cantidad de hojas de té sin efectos secundarios. Si el té no está suelto dentro de la tetera, la infusión nunca es suficiente.

Sexto: Uno debe ir con la taza hasta la tetera, y no al revés. El agua debe hervir en el momento del impacto, lo cual significa que debe estar sobre el fuego un segundo antes de verterla en la tetera. Hay gente que afirma que sólo debería utilizarse agua recién hervida, pero yo personalmente no he notado diferencia alguna.

Séptimo: Hecho el té, uno debería removerlo o mejor mover la tetera y seguidamente dejar que las hojas se depositen en el fondo.

Octavo: Uno debería beberlo en una buena taza de desayuno –es decir, la típica taza cilíndrica alta y no la plana y poco honda. En la taza cilíndrica cabe más y el té no se enfría antes de llevarla a los labios, como ocurre con la taza ancha y baja.

Noveno: Uno debería retirar la crema de la leche antes de añadirla al té. La leche demasiado cremosa modifica el sabor del té.

Décimo: Uno debe verter primero el té en la taza. Este es el punto mas controvertido; de hecho, en todas las familias británicas hay dos escuelas sobre el tema. La escuela de "la leche primero" puede tener algunos argumentos de peso, pero yo sigo opinando que mi argumento es irrefutable: al poner primero el té y removiéndolo mientras se vierte la leche, uno puede ajustar exactamente la cantidad de leche. En el caso inverso, uno podría haber puesto demasiada leche.

Y por último: El té -excepto si se bebe al estilo ruso- debería beberse sin azúcar. Se muy bien que en este punto formo parte de la minoría. Pero ¿cómo puede un amante del té destruir su sabor metiendo azúcar? También se podría meter sal o pimienta... El té debe ser amargo, como la cerveza. Si lo endulzas, ya no sientes su sabor. Podrías crear un brebaje similar simplemente añadiendo azúcar a una taza de agua caliente...

Alguna gente te dirá que no les gusta el té en sí, que lo beben para calentarse o estimularse y que necesitan ponerle azúcar para eliminar el sabor del té. A esta gente equivocada, yo le digo: "intenta beber té sin azúcar durante un par de días y es muy improbable que vuelvas nunca a estropearlo añadiendo azúcar".

Estos no son los únicos puntos de la controversia sobre cómo beber té, pero son suficientes para mostrar lo sofisticado que se ha vuelto este tema. También existe todo esta misteriosa etiqueta social que envuelve la taza de té (por ejemplo ¿por qué se considera una vulgaridad beber el té del platito de la taza?) y existe mucho escrito sobre el uso secundario de las hojas de té, como por ejemplo leer el futuro, la predicción de una eminente visita inesperada, alimento para los conejos, curar quemaduras y limpiar la alfombra. Lo importante es poner atención a detalles como calentar la tetera y utilizar agua que está hirviendo para conseguir estas veinte tazas de buen y fuerte té a partir de una ración de onzas...

UNA EJECUCIÓN

George Orwell

Ocurrió en Birmania, una mojada mañana durante la estación de las lluvias. Una luz enfermiza, como de papel de aluminio amarillento, se colaba sobre los altos muros y llegaba hasta el patio de la cárcel. Estábamos esperando cerca de las celdas de los condenados, que eran unos cobertizos semejantes a pequeñas jaulas para animales cerrados frontalmente por barrotes dobles. Cada celda medía alrededor de diez pies5 cuadrados y se hallaban completamente vacías a excepción de un tablón para dormir y un jarro con agua. En algunas de ellas se agazapaban, agarrados a los barrotes interiores, unos hombres morenos y silenciosos, envueltos en sus mantas. Eran los condenados, que serían ahorcados entre la próxima semana y la siguiente.

Sacaron de su celda a un prisionero. Era un hindú, un hombre delgado e insignificante con la cabeza afeitada y unos ojos vagos y acuosos. Tenía un bigote espeso y saliente, absurdamente grande para su pequeño cuerpo; parecía más bien un bigote como los de los actores cómicos de las películas. Seis altos carceleros hindúes lo custodiaban y lo preparaban para la horca. Dos de ellos se mantenían firmes con rifle y bayoneta calada, mientras que los otros le ponían unas esposas y pasaban una cadena a través de las esposas para sujetarlo a sus cinturones, además con una soga le ataban los brazos apretadamente contra su costado. Luego se apiñaron alrededor suyo, posando sus manos sobre él de forma cuidadosa, como acariciándolo. Parecía como si quieran asegurarse de que se encontraba allí. Eran como hombres que sostienen en las manos un pescado todavía vivo y que puede saltar de regreso al agua. Pero el hombre no oponía resistencia; sometía sus brazos a la soga como si apenas se diese cuenta de lo que ocurría.

Dieron las ocho, y un toque de corneta desoladoramente débil en el aire húmedo, llegó flotando desde los distantes cuarteles. El superintendente de la cárcel, que se hallaba apartado del resto de nosotros, con aire pensativo, pasando su bastón por la arena, levantó la cabeza al oír el sonido. Era un médico militar, con un bigote gris que parecía un cepillo y de voz áspera.

• ¡Por Dios, apúrese usted, Francis! -dijo irritado- Ese hombre ya tendría que estar muerto a esta hora. ¿No está listo todavía?

Francis, el jefe de carceleros, un grueso dravída6 que llevaba uniforme de dril y anteojos dorados, agitó su negra mano.

• Sí señor, sí señor -balbuceó-. Todo está satisfactoriamente preparado. El verdugo está esperando. Procedemos enseguida.

• Bueno, a toda marcha entonces. Los presos no pueden desayunar hasta que terminemos esto.

Nos encaminamos al patíbulo. Dos guardias marchaban uno a cada lado del condenado, con los rifles al hombro; otros dos marchaban junto a él, sujetándolo por brazos y hombros, como empujándolo y sosteniéndolo al mismo tiempo. Los demás, los magistrados y los otros, los seguíamos. De pronto, cuando habíamos recorrido diez yardas7, la procesión se detuvo en seco sin que mediara ninguna orden o advertencia previa. Había ocurrido una cosa horrible: un perro, venido quién sabe de dónde, había aparecido en el patio. El animal se acercó hasta nosotros brincando y ladrando fuertemente. Saltaba a nuestro alrededor sacudiendo todo su cuerpo, loco de alegría al encontrar tanta gente. Era un perro muy lanudo, medio Airedale, medio callejero. Correteó durante un momento a nuestro alrededor y luego, antes de que nadie pudiera detenerlo, se fue derecho sobre el prisionero, tratando de lamerle la cara. Todos nos quedamos estupefactos, demasiado sorprendidos para intentar apartar al perro.

• ¿Quién dejó entrar a ese maldito animal? -dijo enojado el superintendente- ¡Que alguien se lo lleve!

De la escolta salió un guardián que intentó, con bastante torpeza, sujetar el perro, pero éste saltó y se puso fuera de su alcance, tomando todo como parte del juego. Un joven carcelero euroasiático cogió un puñado de piedrecillas y trató de alejar al animal arrojándoselas, pero el perro las esquivó y vino de nuevo hacia nosotros. Sus ladridos resonaban contra los muros de la cárcel. El prisionero, sujeto por guardianes, miraba sin curiosidad, como si ésta fuese otra formalidad de la ejecución. Pasaron varios minutos antes de que alguien se las arregló para agarrar al perro. Entonces le sujetamos pasando mi pañuelo a través de su collar, y proseguimos nuestra marcha mientras el perro intentaba soltarse y se quejaba.

Faltaban unas cuarenta yardas para llegar a la horca. Miré la espalda desnuda y morena del prisionero, que marchaba delante de mí. Caminaba desgarbadamente al llevar los brazos atados, pero muy decididamente, con ese balanceo de los hindúes, que nunca enderezan las rodillas. A cada paso se movían sus músculos, los cabellos de su cabeza se movían arriba y abajo, y sus pies dejaban huellas impresas en la tierra húmeda. Y en un momento, a pesar de los hombres que le sujetaban los hombros, se hizo levemente a un lado para evitar un pequeño charco del camino.

Es curioso, pero hasta ese instante yo nunca me había dado cuenta de lo que significa matar a un hombre que tiene salud y es consciente. Cuando vi al prisionero hacerse a un lado para evitar el charquito comprendí el misterio, el indescriptible error de arrancar una vida humana cuando se halla en todo su vigor. Aquel hombre no se estaba muriendo, estaba tan vivo como nosotros. Todos los órganos de su cuerpo funcionaban: los intestinos digiriendo los alimentos, la piel renovándose, las uñas creciendo, los tejidos formándose. Todo ello trabajando sin sentido. Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara sobre la plataforma, cuando estuviera cayendo por el aire con una décima de segundo de vida por delante. Él seguía viendo la grava amarillenta y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba..., sí, razonaba incluso acerca de los charcos. Él y nosotros formábamos un grupo de hombres que caminaban juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el mismo mundo. Y en dos minutos, tras un brusco chasquido, uno de nosotros no estaría más... una mente menos, un mundo menos.

La horca se levantaba en un pequeño patio separado del cuerpo principal de la prisión y cubierto de una maleza alta y espinosa. Era una instalación de ladrillo, como tres paredes de un cobertizo, cubierta con tablas y por encima de éste dos vigas y un travesaño del cual colgaba la soga. El verdugo, un convicto de cabellos canos vestido con el uniforme blanco de la prisión, esperaba debajo. Cuando entramos nos saludó inclinándose servilmente. A una orden de Francis los dos guardianes, que sujetaban al prisionero más fuertemente que nunca, en parte le condujeron y en parte le empujaron hacia la horca, ayudándole torpemente a subir la escalera. Entonces subió el verdugo y colocó la soga alrededor del cuello del condenado.

Nos quedamos esperando, a cinco yardas de distancia. Los guardianes habían formado un tosco círculo alrededor del patíbulo. Y entonces, cuando el lazo corredizo estaba colocado, el prisionero comenzó a llamar a gritos a su dios. Era un grito fuerte y reiterado, "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!", no urgente y temeroso como un rezo o una llamada de auxilio, sino continuo y rítmico, casi como el tañido de una campana. El perro contestó con unos lamentos. El verdugo, de pie sobre el tablado, tapó el rostro del condenado con un saquito de algodón parecido a los de harina. Pero seguía oyéndose, a través de la tela, el grito que persistía, una y otra vez: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!".

El verdugo bajó y sujetó la palanca, listo para actuar. Parecieron transcurrir minutos. El constante y apagado grito proseguía sin cesar: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!". El superintendente, con la barbilla inclinada sobre el pecho, removía lentamente la tierra con su bastón; tal vez estuviera contando los gritos, concediendo al prisionero un número determinado de estos, cincuenta quizás, o cien. Todos habían cambiado de color. Los hindúes se habían puesto grises como un café malo, y una o dos de las bayonetas temblaban. Mirábamos al hombre amarrado y encapuchado sobre la plataforma, y escuchábamos sus gritos... Cada uno de ellos representaba otro segundo de vida. Todos teníamos el mismo pensamiento: "¡Por favor, mátenlo pronto, acaben de una vez, terminen con ese ruido abominable"!

De pronto el superintendente se decidió. Levantó la cabeza e hizo un rápido ademán con el bastón.

• ¡Chalo! -exclamó casi ferozmente.

Se produjo un ruido estridente, y luego un silencio mortal. El prisionero había desaparecido por la trampa y la soga se enroscaba sobre sí misma por el peso que tenía más abajo. Solté al perro y éste se encaminó enseguida hacia la parte posterior de la horca, pero cuando llegó allí se detuvo bruscamente y luego se retiró a un rincón del patio, donde se quedó entre los arbustos, mirándonos con temor. Dimos la vuelta a la parte descubierta de la horca para inspeccionar el cuerpo. Éste se balanceaba con los dedos de los pies apuntando al suelo; giraba muy lentamente, inerte como una piedra.

El superintendente alargó el bastón hasta tocar el cadáver desnudo y moreno, que osciló levemente.

• Perfecto -dijo.

Se alejó de la horca y exhaló un profundo suspiro. La expresión de enfado había desaparecido de pronto de su rostro. Echó una mirada a su reloj de pulsera.

• Las ocho y ocho minutos. Bueno, eso es todo por esta mañana, a Dios gracias.

Los guardianes retiraron las bayonetas de los fusiles y se alejaron. El perro, tranquilo y consciente de haberse portado mal, se marchó tras ellos. Salimos del patio donde se levantaba la horca, pasamos después ante las celdas de los condenados con los prisioneros que esperaban, y entramos en el gran patio central de la prisión. Los convictos, custodiados por carceleros armados con lathis, ya estaban recibiendo el desayuno. Se hallaban sentados en cuclillas, formando largas filas; cada hombre tenía un cazo de estaño, mientras que dos guardianes con baldes les servían arroz con cucharones. Después de la ejecución, aquella parecía una escena doméstica y alegre. Experimentábamos un enorme alivio ahora que la tarea estaba terminada. Un impulso de cantar, de echar a correr, de bromear. A un mismo tiempo todo el mundo empezó a charlar alegremente.

El muchacho euroasiático que caminaba a mi lado volvió la cabeza hacia el camino por donde habíamos venido, sonriendo como persona entendida.

• ¿Sabe usted, señor? Nuestro amigo, -dijo refiriéndose al ahorcado- cuando supo que se había desechado su apelación, se orinó sobre el piso de su celda. De miedo que tenía. Por favor, señor, sírvase uno de mi cigarrillos. ¿No le resulta estupenda mi nueva pitillera de plata, señor? De un vendedor ambulante, dos rupias y ocho annas. De clásico estilo europeo.

Algunos se rieron, aunque nadie pareció estar seguro del motivo.

Francis caminaba junto al superintendente, parloteando sin cesar.

• Y bien, señor, todo ha transcurrido muy satisfactoriamente. Terminó así... ¡flik! No siempre ess8 así, ¡oh! ¡no! He conocido casos en que el doctor tuvo que ir hasta la horca y tirar de las piernas del prisionero para estar seguro de la muerte. ¡Sumamente desagradable!

• ¿A tirones, eh? ¡Qué feo! -dijo el superintendente.

• ¡Oh! Ess peor cuando se ponen tercos, señor. Un hombre, recuerdo, se agarró a los barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. No podrá creerlo, señor, pero se necesitaron seis carceleros para sacarlo, tres tirando de cada pierna. Nosotros razonábamos con él. "Buen hombre", le dijimos, "piensa en todas las molestias y retrasos que nos estáss causando". Pero, ¡Nada! ¡No hacía caso! Fue de lo más fastidioso.

Descubrí que me estaba riendo a carcajadas. Todos se reían. Hasta el superintendente sonreía indulgentemente.

• Será mejor que salgamos todos a tomar un trago -dijo muy animado-. En el coche tengo una botella de whisky; nos vendrá bien.

Traspasamos las grandes verjas dobles de la prisión y salimos al camino.

• ¡Conque tirándole de las piernas! -exclamó de pronto un magistrado birmano, estallando en una carcajada.

Todos volvimos de nuevo a reírnos. En ese momento la anécdota de Francis parecía extraordinariamente cómica. Nativos y europeos bebimos juntos, amigablemente. El cadáver se hallaba a cien yardas de nosotros.

[Adelphi, 1931, Versión castellana de Carlos Artola]

YO HE SIDO TESTIGO EN BARCELONA*

George Orwell

BREVE INTRODUCCIÓN

Extraído de un artículo aparecido en la revista inglesa “Controversy”, en agosto de 1937 y también incluido en el número 255 de “La Révolution Prolétarienne”, 25 de septiembre de 1937, como así mismo en la página web de la “Fundación Andreu Nin”. El presente texto no fue incluido en la recopilación “Mi guerra de España” (Editorial Destino, 1978). George Orwell, que ya había iniciado la redacción de su “Homenaje a Cataluña”, efectúa en este texto una valoración personal de las Jornadas de Mayo de 1937 en Barcelona, de las que fue testigo presencial. Este texto ha sido rescatado en España por Agustín Guillamón.

“YO HE SIDO TESTIGO EN BARCELONA”

Ya se ha escrito mucho sobre las revueltas de mayo en Barcelona, y un cuadro sinóptico de los principales acontecimientos ha sido minuciosamente trazado por Fenner Brockway en el panfleto La verdad sobre las jornadas de Barcelona; cuadro que, en mi opinión, es totalmente exacto. Creo, pues, que lo más útil que puedo hacer es añadir simplemente, en mi calidad de testigo ocular algunas notas marginales referentes a algunos puntos particularmente discutidos.

Consideremos, ante todo, la cuestión de la meta perseguida, suponiendo que exista alguna, por la pretendida insurrección.

La prensa comunista ha afirmado que todo había sido una tentativa cuidadosamente preparada para derribar al Gobierno, e incluso para entregar Cataluña a los fascistas, provocando la intervención extranjera en Barcelona. Esta última insinuación es demasiado ridícula para precisar una refutación. ¿Si fuera cierto que el POUM y el ala izquierda de los anarquistas se hubieran aliado a los fascistas, cómo explicar que los milicianos en primera línea no hayan desertado, dejando una brecha abierta en el frente? ¿Cómo explicar que los transportistas, miembros de la CNT, hayan continuado, a pesar de la huelga, el abastecimiento de víveres al frente? Sin embargo, no puedo afirmar con plena certidumbre que un proyecto revolucionario preciso no haya existido en el ánimo de un pequeño número de extremistas, los bolchevique-leninistas en particular (que se tiene la costumbre de llamar trotsquistas), que distribuyeron octavillas en las barricadas. Lo que puedo afirmar es que los hombres de las barricadas no han considerado en ningún momento que tomaron parte en una revolución. Todos teníamos la sensación de estar defendiéndonos de una tentativa de golpe de Estado por parte de los guardias civiles que se habían apoderado por la fuerza de la Central Telefónica, y que aún podían apoderarse de otros locales si no nos mostrábamos determinados a luchar. Mi interpretación de la situación se basa en lo que los hombres hacían y decían realmente en aquel momento, y es la siguiente: los trabajadores bajaron a la calle espontáneamente para defenderse, y sólo había dos cosas que conscientemente querían, la restitución de la Central Telefónica y el desarme de los odiados guardias civiles. Hay que tener en cuenta también el resentimiento causado por la creciente miseria en Barcelona y el lujoso tren de vida de la burguesía. Ahora bien, es probable que existiera la posibilidad de derribar el Gobierno si se hubiera encontrado un jefe capaz de sacar partido. Parece plenamente admitido que el tercer día los obreros estaban en condiciones de tomar el poder en la ciudad; no puede negarse que los guardias civiles estaban profundamente desmoralizados y se rendían en masa. El Gobierno de Valencia podía, ciertamente, enviar tropas frescas para aplastar a los trabajadores (envió seis mil guardias de asalto cuando la lucha había acabado); pero no podía mantener esas tropas en Barcelona si los transportistas decidían no abastecerlos. Sin embargo, de hecho, no se encontró un jefe revolucionario decidido. Los líderes anarquistas desaprobaron toda la acción y dijeron: Volved al trabajo. Los líderes del POUM permanecieron dudosos. Las órdenes que recibimos en las barricadas defendidas por hombres del POUM, órdenes que emanaban directamente de la dirección del POUM, nos conminaban a sostener a la CNT, pero sin disparar, a menos que nos disparasen primero o que nuestros locales fueran atacados. (Personalmente, he sufrido en varias ocasiones el tiroteo, sin disparar como respuesta). Luego, como los víveres iban disminuyendo, los trabajadores, poco a poco, unos tras otros, volvieron al trabajo; y naturalmente, una vez que se les dejó dispersarse sin dificultad, empezaron las represalias.

Saber si se debió sacar partido de la situación revolucionaria es otra cuestión. Si he de dar mi opinión, yo respondería no. En primer lugar, es dudoso que los trabajadores hubiesen podido conservar el poder más de algunas semanas; y, en segundo lugar, ello hubiera significado la pérdida de la guerra contra Franco. Por otra parte, la actitud esencialmente defensiva de los obreros era a todas luces legítima: estuviesen o no en guerra, tenían el derecho de defender lo que habían conquistado en julio del 36. Quizá sea obvio decir que la revolución ha sido definitivamente perdida en esos días de mayo. Pero creo, sin embargo, que es un mal menor, aunque, a decir verdad, muy poco menor, el de perder la revolución que el de perder la guerra.

El segundo punto discutido concierne a los participantes. La táctica de la prensa comunista, casi desde el principio, fue la de pretender que la insurrección era únicamente, o casi únicamente, obra del POUM (secundado por algunos malhechores irresponsables, si hemos de creer el Daily Worker de Nueva York). Cualquiera que estuviese en Barcelona en esa época sabe que es una afirmación absurda. La enorme mayoría de los que defendían las barricadas pertenecían generalmente a la CNT. Y es este un punto importante, pues el POUM ha sido recientemente suprimido como chivo expiatorio de la revuelta de mayo; los cuatrocientos, o más, miembros del POUM, que pueblan en estos momentos las celdas inmundas e infestadas de chinches de Barcelona, lo están, oficialmente, por su participación en los disturbios de mayo. Es, pues, esencial demostrar que por dos buenas razones el POUM no ha sido, ni podía ser el motor. Primera razón: el POUM era un partido minoritario. Si se suma al número de miembros del partido los milicianos en permiso, y los apoyos y simpatizantes de todo tipo, el número de miembros del POUM en la calle no se acercaba ni con mucho a los diez mil (y probablemente no eran más de cinco mil); ahora bien, el número de participantes en la revuelta se cifraba en decenas de millares. Segunda razón: hubo una huelga general, o casi general, que duró varios días. Sin embargo, el POUM no tenía por sí solo poder alguno para desencadenar una huelga, y la huelga no hubiera tenido lugar si los militantes de la CNT no hubiesen querido. En cuanto a los comprometidos en el otro lado de la barricada, el Daily Workerde Londres, en una de sus ediciones, tuvo la desvergüenza de pretender que la insurrección había sido reprimida por el Ejército Popular. Todos saben en Barcelona, y el Daily Workerno puede ignorarlo, que el Ejército Popular ha permanecido neutral y sus tropas no han salido de sus acuartelamientos durante todo el período de disturbios. Algunos soldados, sin embargo, tomaron parte, pero a título individual. Yo he visto dos, uno en las barricadas del POUM.

El tercer punto concierne a la pretendida acumulación de armas del POUM en Barcelona.

Se ha difundido de tal modo este cuento que incluso un observador como H. N. Brailsford, por lo general con gran sentido crítico, lo acepta sin verificarlo, llegando a hablar de tanques y piezas de artillería que el POUM habría robado en los arsenales del Gobierno (New Statesman, 22 de mayo). En realidad, el POUM poseía desgraciadamente pocas armas, tanto en el frente como en la retaguardia. Durante los combates callejeros, estuve en las tres principales fortalezas del POUM, la sede de su Comité Ejecutivo, la del Comité Local y el Hotel Falcón.

Vale la pena enumerar detalladamente el armamento almacenado en estos edificios. Había en total unos ochenta fusiles, algunos de ellos defectuosos, además de algunas viejas armas de distintos modelos, todas fuera de uso por carencia de proyectiles adecuados. En cuanto a las municiones: unos cincuenta cartuchos por fusil, ninguna ametralladora, ni pistolas, ni balas de pistola, algunas cajas de granadas de mano, que además nos habían sido enviadas por la CNT tras el inicio del combate. Un eminente oficial de milicias que me habló sobre el tema pensaba que en Barcelona el POUM poseía en total unos 150 fusiles y una sola ametralladora. Era, pues, como se ve, el armamento justo para los guardias que en esta época, todos los partidos sin excepción, PSUC, CNT-FAI, situaban en sus locales más importantes. ¿Quizá se argumentará que, incluso durante las jornadas de mayo, el POUM continuaba escondiendo sus armas? ¿Pero entonces en qué queda la teoría de la revuelta de mayo, insurrección dirigida por el POUM para derrocar al Gobierno? En realidad, el mayor culpable, y con mucho, en cuanto al tema de las armas retenidas lejos del frente es el propio Gobierno. La infantería en el frente de Aragón estaba mucho peor armada que en Inglaterra un colegio de OTC. Por el contrario, las tropas de la retaguardia, guardias civiles, guardias de asalto, carabineros, que no habían sido destinados al frente, sino a mantener el orden (en realidad: intimidar a los trabajadores) en la retaguardia, estaban armadas hasta los dientes. Las tropas del frente de Aragón tenían fusiles Mauser deteriorados que se encasquillaban generalmente al cabo de cinco disparos, una ametralladora por cada cincuenta hombres, y una pistola o revólver por cada treinta hombres. Y esas armas, tan necesarias en las trincheras de la línea de fuego, no eran distribuidas por el Gobierno, sino que habían de ser compradas ilegalmente y con grandes dificultades. Los guardias de asalto poseían fusiles rusos, flamantemente nuevos, además cada grupo de doce hombres tenía su ametralladora. Estos datos hablan por sí solos. Un Gobierno que envía muchachos de quince años al frente con fusiles viejos con más de cuarenta años, y guarda sus hombres más fuertes y sus armas más modernas en la retaguardia, está manifiestamente más asustado por la revolución que por los fascistas. Ahí está la explicación de la debilidad de la política de guerra de los últimos seis meses, y del compromiso mediante el cual seguramente se terminará la guerra.

Cuando el POUM, la oposición de izquierda (pretendidamente trotsquista) heredera del comunismo español, fue suprimida el 16 y 17 de junio, el hecho en sí mismo no sorprendió a nadie. Ya desde mayo, e incluso desde febrero, era evidente que el POUM sería liquidado si los comunistas conseguían sus propósitos. Sin embargo, lo repentino de la supresión y la mezcla de perfidia y brutalidad con la que fue llevada la acción, cogió a todos, incluso a los líderes, desprevenidos.

Oficialmente, el partido fue suprimido haciendo recaer sobre los jefes del POUM la acusación, repetida durante meses en la prensa comunista sin que fuera tomada en serio por nadie en España, de estar a sueldo de los fascistas.

El 16 de junio, Andrés Nin, el líder del partido, fue arrestado en su despacho. La misma noche, sin previo aviso, la policía irrumpió en el hotel Falcón, una especie de pensión familiar organizada por el POUM y frecuentada principalmente por los milicianos con permiso, deteniendo a todos los que allí se encontraban, sin acusarles de nada en particular. Al día siguiente por la mañana, el POUM fue declarado ilegal, y todos sus locales, no solamente las oficinas, bibliotecas, etc., sino también las librerías y sanatorios para los heridos fueron embargados por la policía. En pocos días casi la totalidad de los cuarenta miembros del Comité Ejecutivo fueron detenidos. Uno o dos de ellos, habiendo conseguido esconderse, fueron obligados a entregarse cuando, con medios sacados de los fascistas, se tomó a sus mujeres como rehenes. Nin fue transferido a Valencia, y de allí, a Madrid, acusado de haber vendido informaciones militares al enemigo. Es inútil decir que las habituales confesiones, las misteriosas cartas escritas con tinta invisible, y otras pruebas, estaban ya listas para salir con tal abundancia que, razonablemente, no se podía considerarlas sino como preparadas con antelación. Hacia el 19 de junio, desde Valencia llegó a Barcelona la noticia de que Nin había sido fusilado. Esperábamos que el rumor fuera falso, pero apenas es necesario subrayar la obligación para el Gobierno de Valencia de fusilar algunos, una docena, quizá líderes del POUM si quiere que sus acusaciones sean tomadas en serio. Durante este tiempo, la base del partido, no solamente los miembros, sino también los soldados pertenecientes a las milicias del POUM, y los simpatizantes o apoyos de cualquier tipo eran arrojados a prisión en cuanto la policía podía capturarlos. Quizá sea imposible realizar una estadística exacta, pero todo indica que, durante la primera semana, hubo más de cuatrocientas detenciones, solamente en Barcelona. Se sabe, sin lugar a dudas, que las prisiones estaban tan llenas que un elevado número de prisioneros hubo de ser encerrado en tiendas y otros depósitos provisionales. Según todas mis investigaciones ninguna distinción se ha hecho en estas detenciones entre los que tomaron parte o no en los disturbios de mayo. En cambio, la prohibición del POUM tuvo validez retroactiva. Dado que el POUM acababa de ser ilegalizado, todos los que, en alguna ocasión, habían pertenecido al POUM fueron considerados infractores de la ley. La policía arrestó incluso a los heridos de los sanatorios. Entre los detenidos en una de las prisiones he visto, por ejemplo, dos hombres conocidos por mí, amputados de una pierna; y también un niño que no tenía más de doce años.

Y hay que pensar en lo que significa prácticamente el encarcelamiento en España en este momento. Sin hablar de la superpoblación de las cárceles provisionales, de las condiciones insalubres, de la falta de luz y aire y de la alimentación inmunda, se da la ausencia total de algo que pudiera parecerse a la legalidad. Nada más legítimo, por ejemplo, que el habeas corpus; pues bien, según la ley actualmente vigente en España, o, en todo caso, según su aplicación actual, cualquiera podía ser encarcelado indefinidamente, no sólo sin juicio, sino incluso sin acusación. Y en tanto no existe acusación, las autoridades pueden, si quieren, incomunicarle (es decir, uno no tiene el derecho de comunicarse ni siquiera con un abogado ni cualquier otra persona ajena a la prisión). Es fácil entender qué valor cabe dar a las confesiones obtenidas en tales condiciones. La situación es peor aún para los más pobres, dada la supresión del Socorro Rojo del POUM, que facilitaba un abogado a los encarcelados, y que ahora ha sido suprimido como otras organizaciones del POUM.

Pero el aspecto más odioso, quizá, de todo sea el haber impedido deliberadamente que toda información sobre estos hechos llegase a las tropas del frente de Aragón, por lo menos durante cinco días o más. Precisamente yo estaba en el frente del 15 al 20 de junio. Me trasladaron en ambulancia a pueblos de segunda línea, Siétamo, Barbastro, Monzón, etcétera. En todos estos lugares, los cuarteles generales de milicias del POUM, sus Comités del Socorro Rojo y demás organizaciones funcionaban normalmente; incluso tan lejos como en Lérida (a 100 kilómetros de Barcelona) y hasta el 20 de junio, absolutamente nadie sabía que el POUM había sido suprimido; no se decía una palabra en los diarios de Barcelona, mientras en el mismo momento en los de Valencia (que no llegaban al frente de Aragón) resplandecía el relato de la traición de Nin.

Como tantos otros camaradas he conocido la amarga experiencia del regreso a Barcelona para encontrarme con la supresión del POUM durante mi ausencia. Por suerte, fui prevenido justo a tiempo para poder escaparme, pero otros no tuvieron ocasión. Todo miliciano del POUM que viniese del frente en esta época podía elegir entre esconderse inmediatamente o ser metido instantáneamente en prisión. ¡Una recepción verdaderamente agradable tras tres o cuatro meses en primera línea del frente! La razón de esto era evidente: la ofensiva de Huesca acababa de empezar, y el Gobierno temía probablemente que si los milicianos del POUM se enteraban de lo que sucedía, estos abandonasen el frente. Personalmente no creo que la fidelidad de los milicianos se hubiera debilitado. Pero, en todo caso, tenían derecho a conocer la verdad. Hay algo indeciblemente odioso en el hecho de enviar hombres al combate (cuando yo abandonaba Siétamo, la lucha ya se había iniciado y los primeros heridos, metidos en las ambulancias, eran zarandeados en las abominables carreteras) ocultándoles que en ese mismo momento, a sus espaldas, su partido era suprimido, sus jefes denunciados como traidores, y sus amigos y parientes metidos en prisión.

El POUM era sin duda el más débil en número de todos los partidos revolucionarios, y su supresión no atañe, sino relativamente, a pocas personas. Según todos los indicios, no habrá en total más que una veintena, de fusilados o condenados a largas penas de prisión, centenares de existencias destrozadas, y algunos millares de perseguidos pasajeramente. Sin embargo, su supresión es, como síntoma, muy importante. En primer lugar, muestra claramente al extranjero lo que ya era evidente a ojos de algunos observadores en España: que el actual Gobierno tiene más puntos de semejanza que de diferencia con el fascismo (Lo que no significa en modo alguno que no valga la pena luchar contra el fascismo más abierto de Franco y Hitler. En cuanto a mí, ya había comprendido desde mayo la tendencia fascista del Gobierno, pero no por eso dejé de ir de nuevo voluntario al frente, como hice).

En segundo lugar, la eliminación del POUM es un signo descorazonador del inminente ataque contra los anarquistas. Ellos son los enemigos que los comunistas realmente temen, mucho más de lo que nunca han temido al POUM, numéricamente insignificante. Los líderes anarquistas han tenido ahora una demostración de los métodos que se emplearán también con ellos: la única esperanza que resta en lo que atañe a la revolución, y probablemente también a la victoria en la guerra, es que la lección les sea útil y se decidan y se preparen para defenderse antes de que sea tarde.

George Orwell, 1937.


* Esta reseña de El alma del hombre en el socialismo, de Oscar Wilde, fue publicada en Observer, el 9 de mayo de 1948. El título no es del autor. Versión de Carlos Artola.

* Reseña crítica aparecida en Time and Tide, 20 de enero de 1940.

* Texto publicado originariamente en la revista Gangrel nº 4, verano de 1946. Traducción de Rafael Vázquez Zamora en A mi manera, Ed. Destino 1976.

* Publicado en el Evening Standard el 12 de enero de 1946. (The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, Volumen 3, 1943-45, Penguin. Traducido por Manel Franquesa, subsubdirector de La Veritat, diario renacentista de Castelldefels.

5 El pie es una unidad de longitud utilizada en el sistema anglosajón de medida. Equivale a 30, 48 centímetros.

6 El término drávida hace referencia a los individuos de un conjunto de pueblos originariamente agricultores que se extienden desde la India hasta Birmania, hablando de un grupo de lenguas entroncadas entre sí, y que son característicamente de tez oscura.

7 La yarda es una unidad de longitud utilizada en el sistema anglosajón de medida. Equivale a tres pies, es decir aproximadamente a 0,9144 metros.

8 Francis tiene un acento peculiar que le hace arrastrar algunas veces la “s”.

* Preparado y “reproducido” para Internet por: (I. E. A.): “Instituto de Estudios Anarquistas” (Santiago, Chile, mayo de 2005).