EL ARTE Y LA REBELDÍA*

Fernando Pelloutier

Si esta conferencia hubiese tenido por tema el Arte puro, este sitio lo ocuparía un artista y el grupo de hombres que os ha invitado esta noche estaría a vuestro lado como oyente y no como organizador. Como vosotros, en efecto, a los miembros del Arte Social les merecen una mediocre consideración los diletantes que, a pesar de su desdén hacia el burgués, -al cual a veces le son inferiores- no dejan de apropiarse sus pasiones, como él van en busca de la fortuna, adulan voluntariamente los vicios sociales para beneficiarse, y son, en definitiva, los más firmes puntales de la oligarquía capitalista.

No. Este grupo de hombres en cuyo nombre os hablo, son del pueblo, y no sólo por el nacimiento -muchos de los que aludí antes olvidaron y renegaron este origen- sino por la comunidad de los sufrimientos y de los sentimientos, por una igual sed de rebelión contra las iniquidades, por una misma aspiración a un estado social en el que cada individuo, en plena posesión de sí mismo, pueda encontrar la satisfacción de sus necesidades en la satisfacción de las necesidades ajenas. No separan el arte del socialismo, y contrariamente a los que, creyendo que la multitud es incapaz de sensaciones intelectuales, se niegan a escribir para ella, quieren, al comunismo del pan, el comunismo de los goces artísticos. Para mejor afirmar estos sentimientos, la agrupación del Arte Social ha escogido para lugar de su primera manifestación un barrio revolucionario, ha confiado la exposición de sus principios a un militante del ejército sindicalista y ha elegido para dar principio a sus futuros trabajos el tema: el Arte y la Rebeldía.

¡Ah! No creáis que sean vuestros peores enemigos estos hombres de espíritu estrecho, de limitados deseos, que sólo piensan en la ganancia inmediata y que de la vida social no quieren saber nada más que los actos mercantiles. Si estuviesen solos entre vosotros y la sociedad capitalista, vuestra emancipación sería próxima, porque el vigor de vuestros músculos y el poderío de vuestra energía prontamente les arrollaría. Sus bajunos apetitos les ciegan, no ven la marcha siempre progresiva del pueblo, la evolución social escapa a su vista, y mucho les asombraría que les dijera: “mientras vosotros no pensáis más que en disfrutar, los cerebros se abren a la luz. Se acerca el día en que esta parte de los bienes que vuestro egoísmo ha robado a la multitud, la multitud os los arrebataría”. Y si por azar alguno de ellos reflexiona sobre el peligro que corre el orden social capitalista, pronto se encoge de hombros y desdeñosamente repite la vieja frase de: “¡Bah, esto durará tanto como yo!”.

Vuestros enemigos más peligrosos, son los que al propio tiempo que piensan en disfrutar maquinan quitaros hasta el deseo de disfrutar, son los que hace siglos os están persuadiendo -para vergüenza vuestra- que tiene que haber ricos para hacer trabajar y vivir a los pobres, son los que os han dicho que “los sufrimientos soportados en esta vida serán la medida de los goces que os esperan en la otra”; son los que, en una palabra, sabiendo cuánta sed de libertad (de libertad material tanto como de libertad moral) desarrolla en el hombre la cultura intelectual, hacen esfuerzos inauditos para manteneros en la ignorancia, interpretando en beneficio suyo y mentirosamente la palabra evangélica: ¡bienaventurados los pobres de espíritu! Por todos los medios a su alcance y en todas las circunstancias, han procurado, por una parte, inspirar al pueblo la idea que la desigualdad de condiciones es consecuencia de leyes naturales, y por la tanto inmutables, y, de otra parte, hacer que su suerte fuese cada día más miserable, de modo que a la resignación y a la debilidad moral determinada por la ignorancia, se agregue la depresión física, a fin de ahogar toda rebeldía antes de nacer. Y de este modo es como han podido disfrutar en paz, hasta conquistando la veneración de la multitud, por el honor que le hacían explotándola.

La ignorancia, pues, es lo que ha hecho los resignados. Corresponde al Arte la noble tarea de hacer rebeldes. A la percepción confusa aun de la desigualdad de derechos, el arte debe aportar su ayuda y destruir, descorriendo el velo que oculta lo ridículo y lo odioso, el respeto mezclado con el temor que la multitud siente todavía por las morales inventadas por la duplicidad humana.

Porque todo está ahí. Arrancar el velo a las mentiras sociales, decir cómo y por qué han sido creadas las religiones, cómo se creó el culto patriótico, cómo se construyo la familia sobre el modelo del gobierno, cómo se sugirió la necesidad de los amos. Este es el objetivo del Arte revolucionario. Porque mientras subsista en el espíritu de los hombres la sombra de un prejuicio, podremos hacer revolucionarios, modificar más o menos los inútiles rodajes políticos, hasta derribar los imperios, pero la Revolución social no habrá sonada aun.

¿Acaso es muy difícil esta obra tan necesaria? No, ciertamente, porque a despecho de la resistencia de la clase privilegiada, hasta sin que ésta se dé cuenta de ello, los acontecimientos han efectuado la mejor parte de la disgregación social. Por de pronto tenemos que la necesidad de captarse el favor público para escalar el poder o mantenerse en él, ha obligado a las fracciones políticas competidoras a conceder al pueblo una parte, indudablemente mínima, pero apreciable, de esta instrucción que hasta hace poco era patrimonio exclusivo de los ricos. Ahora bien, como las necesidades determinadas por la conciencia de los derechos crecen en progresión geométrica, apenas provisto del rudimento científico el pueblo ha hecho en el camino de la emancipación moral un paso de gigante. La instrucción pública data de ayer. No ha sido, no es repartida a las clases obreras sino muy parsimoniosamente, y, no obstante, ha producido ya esta suma de reivindicaciones sintetizadas bajo el nombre de socialismo.

Después, el acrecentamiento rápido y desmesurado de los goces, determinado por el desarrollo de la industria mecánica, ha hecho que las clases directoras olvidaran el cuidado que antes ponían en disfrazar y disimular sus sentimientos egoístas, una vez desencadenados los instintos y el placer y la prisa por vivir habiendo hecho callar todos los escrúpulos, no se ha temido ya hacer cínica ostentación, al lado de la miseria de las multitudes, del lujo y la depravación de los privilegiados. En la caza al oro los hombres se han arrojado unos contra otros. Muchos han sucumbido extenuados, otros tropezaron y cayeron a dos dedos de la meta, los más fuertes continuaron el camino sin sentir compasión por los vencidos. Y una vez victoriosos, alocados por el éxito, ávidos de disfrutar tan incierta les pareció su buena suerte, se despojaron del barniz de elegancia con que la sociedad anterior recubrió sus vicios, presentando ya sin velos la repugnante desnudez de sus apetitos.

Esto hizo reflexionar al pueblo. Ilustrado nuevamente sobre sus derechos, comparó la parte que recibía de los bienes sociales con la que se apropiaban los ricos y formuló una queja pensando que es mala una sociedad en que la riqueza se adquiere en proporción inversa del trabajo.

Entonces comenzó este doble movimiento: el espíritu de rebeldía creciendo con la suma de iniquidades, y la suma de iniquidades creciendo -como sucede en toda sociedad moribunda- con las manifestaciones de rebeldía. Cuanto más aumentaban las quejas y las exigencias de la multitud, y con esto las amenazas de un cataclismo, tanto más aumentaba la fiebre de placeres de los ricos.

¿Y a que no se atreven cada día las clases privilegiadas? En todos los cuerpos del Estado se siente un igual desprecio hacia la justicia, la propiedad y el deber. ¡Tan ardiente es la vida que no se tiene tiempo de ser justo!

»Un acusado -escribe el Temps- fue llevado a los tribunales. Para mejor probar su culpabilidad, por lo demás bastante mediocre, en el asunto que se le imputaba, el fiscal juzgó conveniente alegar las malas costumbres de la madre del acusado, la cual nada tenía que ver en el proceso. El alegato, del todo inútil, era además radicalmente falso. El acusado, que es un buen hijo, protesta indignado, en términos tan enérgicos, que el presidente del tribunal se creyó en el caso de abrir un nuevo proceso por insultos a un magistrado en el ejercicio de sus funciones. La sala, no obstante, más severa, dejó el asunto para otra sesión. Resultado: tres meses de cárcel preventiva añadidos a los sufrimientos del inculpado.

»Tales son en toda su desnudez los hechos que acaban de producirse en el tribunal de Bóne. Varios periódicos se indignan, y no sin razón, y la opinión pública por entero comparte los sentimientos de esta prensa. En este incidente, muy parecido a otros, de naturaleza análoga, se revela un extraordinario estado del espíritu en el mundo judiciario.

»El mal es antiguo, hay que confesarlo, y lo más lamentable es que las repetidas protestas que se han formulado en diferentes ocasiones no han llevado una enmiendo a las deplorables tradiciones usuales en el palacio de la justicia. Que se trate de un proceso criminal o de una instancia civil, parece que para las gentes de toga las personas que comparecen a su presencia son una presa que pueden devorar o tratar sin escrúpulos.

»Tan pronto para demostrar la culpabilidad de un individuo en un asesinato, por ejemplo, no pudiendo suministrar la prueba suficiente y directa, se desentierra que 15 ó 20 años atrás fue ya condenado por un pecadillo cualquiera, como, y es el caso que nos ocupa, se le aplasta con antecedentes verdaderos o falsos, sobre sus antepasados o colaterales, como, en fin, el abogado procura establecer la inocencia de su defendido lanzando contra su adversario un diluvio de difamaciones y de insinuaciones maliciosas que nada tienen de común con el litigio sometido a los jueces.

“Jurados y magistrados, todos parece como si se hubiesen dado el santo y seña de juzgar y condenar sin preocuparse lo más mínimo del enorme mal que causan a las partes y del daño que causan a la mismísima justicia…”.

Así habla el Temps, con una elocuencia que hace honor a los sentimientos del escritor. Pero veamos otros hecho, mucho más grave aún, porque parece consagrar, declarándola necesaria, la subordinación del esclavo al dueño. Ante el tribunal civil de Avesnes compareció un obrero vidriero, llamado Portal, que, despedido por no haber saludado a su patrono, hizo condenar a éste por la jurisdicción de los prud’hommes. ¿Qué dijo luego el tribunal civil? “Considerando… que el hecho de un obrero que no saluda a su patrono constituye no tan sólo una falta de respeto sino una actitud injuriosa y provocativa que atenta contra la disciplina del establecimiento y la autoridad del patrono, se revoca el fallo del consejo de los prud’hommes”.

»El mundo del Palacio de Justicia, dijo Clemenceau, es un mundo bien extraño. Cuando tengo que visitar sus augustas bóvedas, no dejo de encontrarme siempre, muy vestidos de negro y muy serios, a personas que he conocido años atrás muy alocadas en el barrio latino, y que ahora ejercen la profesión de jueces del los hombres.

»Sobre todo les condenan. Eternos distribuidores de castigos desconocen el placer de prodigar recompensas. La Academia francesa con sus premios a la virtud, el gobierno con sus condecoraciones, sus medallas y sus estancos, recompensan a los buenos, mientras los hombres negros y rojos de los tribunales hacen temblar a los males. Si alguna vez sucede que la recompensa recae sobre un individuo indigno de ella, en cambio, por justa compensación el castigo recae muy a menudo sobre cabezas inocentes, para que el conjunto nos de este término medio de justicia de que tan orgullosos estamos. Que tiemblen, pues, los malos… y los buenos también, por precaución. Todos estos cazapillos, acurrucados detrás de sus siniestra mesas, tienen las uñas afiladas y el colmillo duro. La Sociedad les fabricó así para el ajusticiable, como dios hizo el gato para las ratas. Cuidado donde os metáis, ratoncillos.

»A decir verdad, si supiéramos el sinnúmero de trampas que en nombre de la ley se tienden por todas partes, no pondríamos nunca el pie en el suelo. Abrid el Código y repasar la lista de las cosas que no se pueden hacer. Antes de llegar a la décima página, estaréis ya descorazonados…

“Y así anda el mundo, sin embargo. Uno juzgando y otro juzgado; uno y otro atados al extremo de una misma cadena, tirando fuerte sin poder jamás romper un solo eslabón. Además, la costumbre que todo lo apacigua. Uno embruteciéndose en su celda y el otro endureciéndose en su sillón…”.

Así se comporta la magistratura. Los que no han tenido ocasión de conocer el mundo judiciario se imaginan tal vez que antes de endosar la toga el magistrado se penetra de la gravedad de su función; que, confundido por el privilegio exorbitante de juzgar a sus semejantes, falible como es, se despoja en el dintel del Palacio, de sus pasiones, de sus prejuicios y de sus rencores; que, por lo menos, aparta de su espíritu las desmoralizadoras preocupaciones de su ascenso… ¡Qué error! Este funcionario, ha escrito León Daudet, “situado detrás del tribunal y que tan sólo una frágil barrera de educación ha impedido tal vez que se sentara delante”, no abdicanada de sus amistades, de sus opiniones, de sus intereses, y es juez sin dejar de ser hombre. ¿Cómo, pues la clase a que pertenece, los individuos de su medio, las cosas que ama, no iban a encontrar gracia ante su autoridad discrecional? Sordo a las quejas de la justicia lesionada, adula, alaba, felicita, absuelve, en virtud del principio de que ante todo hay que conservar intacta la jerarquía social, garantía suprema de la tranquilidad pública. Y así se explican los escandalosos veredictos de que se benefician tantas sociedades financieras conocidas, ¡demasiado conocidas! y tantos famosos individuos que han hecho quiebras fraudulentas.

Otra cosa es para los miserables. A estos se les pueden infligir las penas más rigurosas sin que se bambolee, tal se cree, el edificio capitalista. No son nobles, ni curas, ni ricos. No dispensan favores, no son columnas del Templo. Se puede, pues, y es necesario ser con ellos tanto más severo cuanto más indulgente se es con los otros. Y es por esto que los magistrados llamados a juzgar a los miserables hieren sin discernir, convencidos de que hacen una piadosa ofrenda a la Justicia y al Orden. Así eran en tiempos de Rabelais, así son aún en todas partes, y la legislación, mala por esencia, resulta aun peor al pasar por el tamiz de su interpretación. “Las leyes son telas de araña que aprisionan moscas y mariposas, pero que las aves de rapiña rompen sin esfuerzo”.

En literatura y en arte, igual desprecio de la justicia y del derecho, igual cooperación en la obra opresiva de la clase burguesa. Nada diríamos, sin embargo, de la inconmensurable vanidad que ostenta tal o cual escritor, Enrique Beranger, por ejemplo, cuando da por objetivo al socialismo la creación de una aristocracia de artistas y literatos. Son pretensiones tan cándidas que mueven a risa. Nada diríamos, tampoco, del ruido que mete tal o cual escritor anunciando sus famosas conferencias con temas palpitantes como éste: los príncipes y las princesas escritores, como si no se supiera que las manos reales jamás empuñaron la pluma que firmó sus obras. Poco diríamos, también, de este bajo nivel intelectual que hace que el pensamiento y el estudio hayan tenido que ceder el paso al “estiércol del espíritu” secretado por los que un hombre de valor apodó un día “rigolos”. Todo esto es pequeño.

Lo más grave, y contra lo cual deben reaccionar sin demora los pensadores y los artistas revolucionarios, es la perversión de escritores, desgraciadamente con talento, que se consagran a sembrar y siembran en efecto, en los cerebros. Atentados al sentido común, charlatanismo, locura, erotismo… he aquí armas más seguras y penetrantes que el acero con las que hieren constantemente (defensores despreciables de una sociedad que desprecian) a las víctimas del minotauro burgués. ¡Y cuántos destrozos no han cometido estas armas!

He aquí, por de pronto, al lado de los consejos de probidad prodigados a los pobres, los estímulos a la improbidad (ya demasiado fácil) de los poderosos.

Todos recordaréis, sin duda, (por más que en estos tiempos los escándalos se suceden rápidos y a menudo) la quiebra del Banco de Descuentos. Un señor llamado Emilio Clerc, depositó indebidamente, en nombre de la Sociedad de Inmuebles, sumas considerables en dicho Banco, lo que originó un proceso. A este propósito, el Fígaro procuró apaciguar los ánimos indignados con las siguientes palabras:

“¿Cómo ha consentido el señor Emilio Clerc comprometer treinta y cuatro millones en las operaciones del Banco de Descuentos? Los magistrados que ayer le interrogaron no tardaron mucho en comprender que su situación era singularmente difícil… El señor Clerc, nombrado por el señor de Soubeyron, administrador de los Inmuebles era, en efecto, en el Banco de Descuentos, el empleado del señor de Sonbayrosa, como director de este segundo establecimiento no podía, pues, (escuchad bien esto), oponerse a ninguna de las decisiones del que presidía estos dos establecimientos”.

En términos más claros, el Fígaro quería decir que un depositario es disculpable de distraer todo o parte del depósito confiado a su custodia, si es solicitado por alguien de quien dependa su posición, es decir, que el interés puede, en ciertos casos, hacer vacilar el deber. Otro cualquiera habría sacrificado su fortuna a su honradez y dejado que el tal Soubeyron robara por sí mismo la caja de los Inmuebles, su “caja del juego”, como se le llamó. Pero esta solución ha pasado de moda, y para la burguesía es muy mezquina. El señor Clerc, que sin duda tenía confianza en la buena estrella de su jefe y esperaba la recompensa de sus servicios, prefirió lo otro, más moderno, más aristocrático y que en otras circunstancias podía haber sido más ventajoso.

Pero he aquí algo mejor. El señor de Soubeyron (hablamos por la boca del Fígaro, que conoce muy bien a los grandes jefes de la banca) se vio antes obligado a dejar el cargo que desempeñaba en el Crédit Foncier debido a ciertas especulaciones que podían comprometer al mayor de nuestros establecimientos de crédito… Pero de esta brusca y forzada dimisión guardó siempre un resentimiento contra esta institución, de la que quería continuar siendo jefe, y el desastre de hoy proviene ciertamente, en parte, de la campaña de jugadas a la baja que emprendió con otros sujetos contra el Foncier pocos días antes en que las acciones de éste iban a recuperar su antiguo curso…

Tenemos, por lo tanto, que la sociedad actual está hecha de tal modo, que un mercachifle sin escrúpulos puede impunemente comprometer los fondos encomendados a su gestión y arruinar por venganza a un establecimiento público. Muy satisfecho, para vengarse de una humillación merecida, y bajo la mirada indiferente del poder, este granuja trama la pérdida de millones pertenecientes a pequeños cultivadores y lo peor es que, poseedor de capitales más considerables que los del Banco de Descuentos, iba a conseguir lo que se proponía.

Ahora bien, ¿qué hace la clase burguesa para castigar a semejante canalla? Se concebiría que no quisiera perderle, puesto que los que se constituyeran en sus jueces serían dignos de ser inculpados. ¿Se creerá que, por lo menos, le coloca en la imposibilidad de causar nuevos daños? ¡Que error! “Algunos poderosos hacendistas, continúa el Fígaro, han intentado salvar una vez a este jugador incorregible, la casa Rothschild entre otras, que muy generosamente ya otras veces”. Y como la enormidad del capital devorado hiciera imposible todas las tentativas de salvamento, se procuró siquiera salvar al ladrón. El periodista del Fígaro profetizó, cómo si fuese la cosa más simple, lógica y justa, que: “el olvido se extenderá sobre esta catástrofe como se ha extendido sobre otras precedentes, este olvido que perdona todos los errores… y más tarde nadie se acordará del barón se Soubeyron sino como de un poderoso removedor de ideas y de acciones, locamente fogoso en su lucha y terriblemente desengañado de su sueño…”. Pero sigamos.

Tenemos asimismo el derroche de producción del misticismo, locuras cuyos autores tienen toda la razón porque no las imaginan sino con objeto de asombrar cada vez más a sus clientes, pero que también les van haciendo perder cada vez más el poco cerebro que les queda. Cada día sale a la luz una religión nueva: resurrección del budismo, renovación del ocultismo y de la cábala, reproducción de los simbolismos de la Rosa-Cruz, de los misterios de Isis.

“Jamás habría creído, dijo León Rosny, que el budismo hubiese tomado en Francia tanta extensión ni en el carácter apasionado y entusiasta que tiene. ¿A qué hay que atribuirlo? Sin duda a la inquietud de las almas, a su deseo de hallar una creencia y descansar en la fe después de un período de dudas y de incertidumbres… Evito dejarme arrastrar más allá del objeto de mis conferencias que no tienen otro que el estudio científico de Budha y la explicación de los textos. Pero mi auditorio espera evidentemente otra cosa… lo que desearía, lo siento bien, es penetrar el misterio de la religión índica. Tiene la sed de lo sobrenatural. Y en estos, en esta tendencia mística de los espíritus modernos hacia el ocultismo reside el peligro del movimiento budista que actualmente presenciamos… Los espíritus atormentados, los cerebros sobreexcitados.

Son de esperar las peores extravagancias… ¿He de decirlo? Todos los días recibo la visita de hombres eminentes que me confiesan que son budistas practicantes y convencidos. Uno de ellos me aseguró que en París hay unos treinta mil.”

Al lado de estos buscadores de cultos, podemos poner los buscadores de lo inmaterial, los teósofos, como modestamente se califican, que “quieren llevar tan lejos como sea posible las investigaciones en el campo de la naturaleza para intentar comprender sus leyes y descubrir los poderes psíquicos latentes en el hombre”.

Pasad revista a los sacrificantes de la Misa negra que en honor de Satanás efectúan las ceremonias de los católicos en honor de Dios; a los hechizadores fabricantes de figurillas, a las que golpean y destrozan luego creyendo castigar a sus enemigos; a los… ¿pero de que nos serviría toda la lista de locos?

Julio Bois ha coleccionado en un libro las mil locuras que florecen en los cerebros desequilibrados de cada siglo, y todas son creación de escritores o de artistas que no pudiendo producir obras sanas y fuertes o aguijoneadas por el deseo de un renombre inmediato (siempre favorable a los que perturban al público), producen obras horribles y enfermizas.

Al desprecio de la moral común, buena para el pobre y de la que el rico se dispensa, a las lecciones del misticismo, añadid, la desmoralización engendrada por la lubricidad del libro, del espectáculo, del cuadro, hasta de la música. El libro no inspira ya la reflexión, prepara el coito; el espectáculo no es ya el goce artístico y la placidez intelectual, es el elixir que reanima para las proezas de la alcoba; el cuadro no es ya la figuración sedante y exaltadora de los países maravillosos y de los desnudos armónicos, es el sabio ardid de ir desnudando la carne poniendo el fuego en el cerebro y en el bajo vientre.

¿Qué libros se leen? Charlot se divierte, Los hermanos Vatard, Madama La Bola, Madama Factón, Dos amigos…y esto se lee y se acepta. Este realismo que el talento no consigue ennoblecer no levanta ningún desprecio, mientras que el poderos y sano realismo de Zola excita la reprobación.

¿Qué espectáculos vemos? Aquí cinco o seis mujeres sentadas, con el cigarrillo en los labios, casi desnudas, bajo su larga bata, con medias muy caladas que ofrezcan a la vista las transparencias; más allá una mujer que se desnuda lentamente, pieza por pieza, descubriendo cada vez nuevas desnudeces, destilando el deseo, o que viste con igual lentitud deslumbrantes vestidos; más lejos una exótica, vestida de corto, con el pie apoyado sobre la rodilla de un jinete español.

¿Qué cuadros se exhiben? “Un lecho de dolor, una mujer joven tumbada de espaldas, con los ojos desmesuradamente abiertos, trémulos los labios. A sus lados, su madre y su marido la sujetan por las manos y tratan de infundirle ánimos; la comadrona, cuya cabeza asoma entre las sábanas guía el trabajo recomendando la continuación del esfuerzo; en fin, dos criadas que iluminan la escena y que, atentas, pierden toda ilusión sobre la poesía de la vida, a no ser que ya hubiesen perdido de antemano algo más que ilusiones. El público se agolpa ante la escena del parto. ¿Para admirar la extrema delicadeza del colorido, la deliciosa armonía de luces verdaderas y artificiales que se deslizan sobre la blancura de las sábanas, o la habilidad de concepción que hace que el cuadro sea simpático? De ningún modo. Ante este cuadro, las mujeres que han sido madres evocarán recuerdos penosos, las jovencitas se asombrarán y las semivírgenes se… decidirán, y no faltaran hombres mal educados para deslizarles al oído sendas cochinadas. ¿A esto debe tender el arte?”.

¿Qué canciones hieren nuestros oídos? Barajados con unos cuantos couplets idiotas sobre la Alsacia y la Lorena, el desquite y el regreso del soldado, escucharéis las obscenidades que en el gesto del intérprete subraya las proezas del autor que ha puesto todo su arte en los pechos y caderas de una artista.

Inútil que digamos que nuestra indignación no tiene por causas las heridas causadas al pudor, pues para nosotros el pudor no es más que una obscenidad. Pero tenemos que empujado siempre hacia el acto carnal el pueblo acabe por sacrificar a él sus generosos deseos de emancipación; que engañado por la doblez de las clases directoras acabe por creerse satisfecho con las mezquinas delicias otorgadas a sus apetitos viriles.

Tenemos, pues, que en todos los casos el Arte o lo que se llama tal (porque en el desequilibrio general que caracteriza nuestra época hasta las palabras pierden su significado), se convierte en servidor y cómplice de la sociedad burguesa, siendo aún más peligroso que la misma explotación capitalista. El mercachifle ejerce una presión sobre el productor, pero al presionarle le excita a la rebeldía. Cuando sus golpes traspasan la medida de resignación de sus víctimas, éstas levantan los puños y devuelven golpe por golpe. ¿Pero qué defensa pueden oponer a las seducciones del Arte moderno? ¿Quién de los vencidos de la vida, de estos hombres que cansados de haber trabajado rudamente durante el día no se dejará debilitar aún por los groseros goces de estas lecturas y de estos espectáculos ofrecidos a la curiosidad humana? La dureza de los ricos despierta la energía y determina las rebeldías, pero estos placeres malsanos ahogan la una y comprimen las otras. Deprimido durante el día por su labor y embrutecido por la noche con los alcoholes impuros y los espectáculos obscenos, la multitud no tiene el tiempo ni la libertad de espíritu necesarios para reflexionar sobre su suerte, y de ahí arrancan la indiferencia y la cobardía con que el pueblo que antaño se rebeló aguanta ahora los peores ultrajes. Lava la bofetada con la absenta; la incertidumbre del mañana la olvida en el café concierto; la virilidad de las insurrecciones la lleva al lupanar.

Cuando se piensa que los explotadores son un puñado y los explotados multitud, que en cada una de nuestras grandes ciudades unos cuantos millares de soldados más o menos afectos al orden social contienen con su presencia un número diez veces mayor de hombres válidos y robustos, y que, no obstante, los millones de explotados esperan con una calma y una humildad siempre crecientes la buena voluntad de sus explotadores, el espíritu se asombra y la razón se indigna.

Basta que unos cuantos hombres digan a esta multitud: “piensa esto”, para que lo piense; “haz esto”, para que lo haga; “mantennos”, para que les ofrezca sus brazos; “ven”, para que corra presurosa; “vete”, para que se vaya y es tal la facilidad de su obediencia que los ricos ni siquiera toman, al dictarle sus órdenes, las precauciones que tomarían con un perro sometido, pero gruñón. La burguesía no doma ya al pueblo; le basta con un silbido para hacerle obedecer.

Y, sin embargo, ¡cuán fácil sería establecer esta sociedad armónica hacia la cual todos nosotros, que sufrimos en nuestras necesidades y en nuestras aspiraciones, tenemos los brazos! ¡Cuánto no podría hacer la multitud de los mercenarios si siquiera asegurar el bienestar a pesar del formidable poder capitalista! Tan pronto se nos reprocha de que queremos hacer retroceder el hombre a las épocas primitivas y bárbaras, como de que soñamos un estado social tan perfecto que puede ser considerado como una quimera. Es necesario explicarse sobre el particular. La sociedad que soñamos está tan lejos de las primeras sociedades, en que la fuerza era el árbitro soberano de todas las cosas como de la Ciudad ideal imaginada por nuestros precursores. ¿Qué pedimos? El perfeccionamiento de la sociedad actual, la utilización de los maravillosos recursos que ofrece a la actividad humana, el beneficio igual para todos del auxilio que ofrece a la labor física, el empleo razonado y equitativo de sus inteligencias, de sus fuerzas y de sus descubrimientos, y, al propio tiempo, la supresión de los medios con que autoriza la apropiación individual de los frutos comunes, es decir, la supresión del Dinero y de la Autoridad. ¿Significamos con esto que cuando esta transformación se haya efectuado el hombre se habrá despojado de sus pasiones, ahogado su egoísmo, destruido sus instintos de violencia, que habrá encontrado al felicidad? Jamás hemos dicho semejante tontería. Sin duda creemos que el hombre al nacer es una tabla rasa sobre la cual lo mismo pueden grabarse las buenas que las malas pasiones, las virtudes como los vicios y que, por consiguiente, decidiendo el ambiente familiar y social la conducta de su existencia, situándose en un medio sano después de suministrarle un educación fuerte, vendrá obligado, por así decir a vivir honrada y dignamente. Con todo, no somos bastante locos para creer que su transformación moral se efectuará con igual rapidez que la transformación social. En los comienzos de la sociedad que queremos establecer habrá, como antes, seres violentos y egoístas. Pero pretendemos que la supresión del dinero y de la autoridad (aquél instrumento, éste consagración del egoísmo, del fraude y del dolor) impedirá que esas pasiones se traduzcan en actos. El mal continuará, pero sus manifestaciones habrán disminuido. ¿No será un resultado suficiente para nuestros deseos? Tocante a la felicidad, no poseemos y creemos que nadie poseerá nunca su fórmula. Verosímilmente habrá siempre las miserias morales, intelectuales y físicas hasta hoy conocidas: dolor, deseos frustrados, ilusiones desvanecidas. Disponemos, o mejor dicho, la sociedad nos permite disponer del bienestar. Este bienestar procuremos darlo a todo lo que vive y piensa, y una vez conseguido esto, habremos cumplido nuestro deber.

Y a fe que por pesimistas que nos vuelva el espectáculo de las diarias infamias sociales, algún consuelo debe darnos poder medir el progreso realizado por las ideas de rebeldía. ¡Cuántas morales desaparecidas! ¡Cuántos prejuicios desvanecidos! de este excretado orden social, todo, todo se marcha. No es uno de estos naufragios repentinos, una de estas agonías sociales en que lo sublime desafía a lo horroroso y cuyo recuerdo se conserva porque trastornaron el universo y enseñaron al hombre su pequeñez ante la evolución de los mundos. No es ni la ruina de Lacedemonia, ni el sepultamiento de Pompeya, ni la ruptura brusca de los imperios de Alejandro y de Napoleón. Es la decrepitud de Bizancio, la descomposición de Roma, menos aún, es una oleada de barro que se lleva en convulso revoltijo prejuicios, creencias y morales.

En los países de sol abrasador hay unos frutos malsanos que, madurados aprisa, más aprisa aun se pudren, vegetaciones, cuya vida no es más que un apresurarse hacia la muerte y que brillan tanto más intensamente cuanto más efímera es. Estas vegetaciones y estos frutos son nuestra burguesía. Tan pronto nació, se vio rica y poderosa. En la edad en que razas y castas se previenen aún contra una posible desaparición de la fortuna y la inestabilidad de los poderes, nuestra burguesía se halló en plena posesión de su fuerza. Ha vivido cincuenta años hétela ya moribunda. ¡Qué lección más terrible!

En vano se buscaría fuera de ella misma la razón de su agonía. Cien años atrás, los pueblos tenían aún para los gobiernos, las religiones, la familia y la patria igual respeto que treinta siglos atrás. Derribaron dinastías, cortaron testas coronadas, destruyeron altares y violaron territorios, pero inclinaban aún la frente anta la autoridad. Mataban a un amo y gritaban a la par viva el ¡amo! desaparecería un dios y las rodillas se doblaban ante otros dioses y la patria era para los pueblos el monstruo hindú cuyo apetito sanguinario era considerado como una merced. Cien años, y todo esto se fue. Cierto que aun tenemos gobernantes, pero silbamos a la autoridad y escupimos a la cara de los amos. Cierto que las religiones viven aún, pero Dios ha muerto y el creyente deja el sitio al escéptico. Cierto que la familia subsiste, pero la Autoridad está desterrada de ella y el hombre dice: “amar a quien me ame, seré indiferente para quien, aunque sea mi sangre, exija mi cariño sin merecerlo”. Cierto que las naciones subsisten y que a veces se afirma el odio de razas; pero el patriotismo va desapareciendo y un pelo de nuestra cabeza nos parece ya más precioso que la conquista de un imperio.

¿De dónde viene todo eso? ¿De dónde? De que los hombres que cien años atrás derribaron la vieja sociedad para regenerar el mundo, restaurar las abnegaciones y los heroísmos, y restablecer los nobles cultos y las sanas morales, edificarán una sociedad nueva en la que la abnegación fue el perpetuo sacrificio de los débiles a los fuertes el heroísmo, la obligación de los simples, la prudencia, el deber de los hábiles, y los nobles cultos y las sanas morales fueron la resignación para las víctimas y la insolencia y la rudeza para los opresores.

Dijeron: “los amos son los tiranos que nos extinguen todo: vidas, trabajo y riquezas”. Derribemos los amos, y los pueblos serán libres de vivir, de trabajar y de gozar.

Dijeron: “los sacerdotes son unos simoníacos y su dios un monstruo”. Arrojemos los curas y los pueblos hallarán el dios moral que da la salud e inspira el valor y la honradez.

Dijeron: “los guerreros son una raza execrable que desarrolla en el hombre los fermentos malvados para con ellos alimentar su sed de asesinato y de rapiña”. Fuera pues los guerreros, y los pueblos vivirán en paz, en lo sucesivo dedicados a defender esta corta existencia que nos querían destruir.

Y el pueblo, que les creyó, prestóles la fuerza de sus brazos para desterrar reyes, curas y guerreros.

¿Y qué hicieron ellos? Convertidos en reyes, dieron al pueblo la libertad de trabajar, pero el pueblo debió darles, en cambio, los más bellos frutos de su trabajo.

Convertidos en sacerdotes (príncipes de una religión más deferente aún que las derribadas a los caprichos de los poderosos, más hipócrita asimismo bajo la máscara de la discusión libre), predicaron al pueblo que Dios ha querido los pastores de hombres gordos y ociosos y sus rebaños flacos y laboriosos.

Convertidos en conquistadores, llamaron a sus riquezas “patrimonio nacional” y confiaron su custodia al pueblo persuadiéndole -¡gran imbécil!- que perdería sus bienes si se los dejaba robar por el extranjero.

Y el pueblo ha sufrido en cien años más de lo que sufrió en diez siglos: come pan duro teniendo ante su vista mesas repletas de deliciosos manjares; se hiela en invierno y se tuesta en verano, y caldeados en invierno consagra su vida, como antes, al servicio de unos amos crueles y despreciables. ¿Cómo extrañar, pues, que su desilusión haya sido repentina y que, habiendo muerto toda fe en su corazón, cercana tenga que ser su rebelión? Gente hay que al levantarse de la cama cada mañana se preguntan a que hora del día soplará el viento de las cóleras.

El hombre no muere, ha dicho un fisiólogo, se mata. Así la casta burguesa. Los regímenes anteriores supieron ahorrar en su poder; no se abandonaron a las pasiones sino en la edad viril, conocieron el arte de disfrazar la opresión y eso explica que durasen tanto. La burguesía, al contrario, ávida de disfrutar, no esperó para ejercer su reinado que los siglos la fortificaran. Apenas dueña de la autoridad se entregó a la tiranía y se emborrachó con el despotismo, a hecho el mal el mal en la edad en que sus antepasados adulaban aun a los pueblos para mejor encadenarles, en una palabra, no ha acostumbrado los hombres a su dominación.

Y es por esto que su existencia será efímera. Nacida ayer, desaparecerá mañana, cargada de oprobio, y su muerte cerrará la era de las esclavitudes.

En esta obra, ¿qué papel debe desempeñar el arte revolucionario? Un papel preponderante según nuestro modo de ver. De igual modo que el arte burgués hace más por el mantenimiento del régimen capitalista que todas las otras fuerzas sociales y juntas: gobierno ejército, policía y magistratura, el arte social y revolucionario hará más por el advenimiento del comunismo que todos los actos de rebeldía inspirados por el exceso de su sufrimiento. Que el trabajador oprimido, que el hombre que estudio arrancado por la preocupación del pan diario a sus nobles investigaciones, que el sabio y el artista vencidos en el doloroso combate por la existencia vengan a sublevarse contra el Capital, a escupirle al rostro su odio largo tiempo comprimido, y todos harán un gran bien porque la multitud de miserables, demasiado dócil por desgracia al yugo social, aprenderá en su rebelión la conciencia de su virilidad y la sed de su ideal independencia. Pero lo que, mejor que las instintivas explosiones del furor, puede llevarnos a la revolución social, es moldear los cerebros para que menosprecien prejuicios y leyes, y este moldeamiento tan sólo el arte puede efectuarlo.

Escritores expresad, pues, a todas horas vuestra cólera contra las iniquidades. Demoled con vuestras plumas este Poder que, sin ni siquiera la sombra del pretexto que podrá velar sus crímenes, ahoga, en nombre de la fuerza, las opiniones, ultraja los más respetables, los más íntimos sentimientos y viola hasta los menores derechos. Flagelad a estos magistrados que guardan para los grandes y los ricos toda su indulgencia y consideración y para los humildes y oscuros toda su rudeza, su grosería y su rigor. Marcad con hierro candente la frente de estos brillantes guerreros que ventilan la vida y el honor de los pueblos en los campos de batalla.

Pintores, reanimad con vuestro talento y vuestro corazón el recuerdo de las grandes rebeldías. Pintad los eternos esclavos trémulos de venganza y de cólera amarrados a cadenas que vanamente quisieran romper y que han de sacudir el mundo.

Poetas y músicos, lanzad las vibrantes estrofas que despierten en el alma de los humildes la impaciencia de su servidumbre y, en las horas demasiado frecuentes de desaliento, reavivad el ardor de los fuertes.

Sabios, poned vuestro al servicio de los débiles. Esta es, meditadlo bien, la obra que verdaderamente urge. La palabra inflamada del orador, el violento apóstrofe del satírico, el canto de guerra del músico, deben ser también nuestras armas, y sin olvidar no desdeñar otras, de ellas esperamos más que de las balas forjadas por nuestros valerosos mártires.

¿No visteis ya cuanto debe el creciente odio de las luchas a las plumas, de todos vosotros conocidas, que en estos últimos años pintaron con tanta elocuencia el innoble calvario del cuartel? ¿Cuánto no debe ya el desprecio siempre creciente de la justicia legal a los relatos de infamias cometidas por los hombres encargados de castigar? ¿Cuánto debe ya la pérdida del respeto de devotamente otorgado antes al Capital a las direcciones sabias de los Vidal, de los Pecqueur, de los Luis Blanch, de los Carlos Marx? ¿Cuánto debe, en fin, el impulso de las aspiraciones hasta la integral y serena libertad a los Proudhon, los Bakunin, los Kropotkin, a tantos como la amistad nos impide nombrar y que son los inspiradores del grupo Arte Social? Y este camino que nos han desbrozado, este camino tan denso, tan erizado de obstáculos cuando ellos comenzaron, tan fácil ahora que a su horizonte vislumbramos el término de nuestros esfuerzos, ¿podríamos abandonarlo? No, de ningún modo. De los trabajos de nuestros precursores sacamos el modelo de los trabajos que aunque tenemos que efectuar, y valientes y obstinados, sin preguntarnos si nuestros pies pisarán algún día la Tierra de libertad o si sucumbiremos antes de haber conquistado el reposo, nos consagraremos a la emancipación humana.

En cuanto a los que ciega el prejuicio social secular o les encadena el temor de los atrevimientos del socialismo, que mediten estas palabras de un sabio filósofo. Sin duda sacarán de ellas la convicción de que su mismo interés personal hace su concurso necesario a nuestra obra.

En nuestro estado social, dijo el doctor Büchner, el trabajo intelectual se vuelve habitualmente tanto menos lucrativo cuanto más se dirige hacia los problemas humanos más elevados y que tengan un carácter más ideal. Los filósofos y los poetas son proletarios forzosos, a no ser por azar que la riqueza les haya sonreído desde la cuna, y aun en este género de labor el trabajo más penoso y fatigoso lo efectúan ordinariamente los que están menos retribuidos. Es un triste consuelo, y sobre todo un consuelo sin fundamento, es decir, que “la necesidad excita los grandes espíritus a inventar obras extraordinarias, y que, al contrario, la riqueza y el bienestar desvía a los hombres de ellas”. Todo aquel que se deja desviar de la producción intelectual por la riqueza y el bienestar, es porque no lleva en sí el sello de un espíritu elevado y creador que hace irradiar sobre la humanidad el foco de luz que lleva consigo, impulsado por una necesidad tan imperiosa como la de comer, beber y dormir. Al contrario, la pobreza vuelve al individuo melancólico, indolente, perezoso de espíritu; por este hecho, el pobre carece de excitaciones internas y externas tan absolutamente necesarias al desarrollo intelectual, aun para los más grandes espíritus. Además, las comodidades indispensables a los poetas, a los filósofos y a los sabios, faltan a los que se ven aplastados por la necesidad y la preocupación del pan. El desparramamiento de fuerzas resultante les impide en absoluto, o no les permite sino muy tarde llegar a eso que constituye y debe constituir, para un espíritu creador, un excitante capital de progreso, es decir, el éxito. Naturalmente, mientras los principios sociales actualmente en vigor continúen rigiendo la lucha por la vida, no hay que soñar lo más mínimo en mejorar este estado de cosas, puesto que solamente se remunera aquellos trabajos intelectuales de los que resulta o parece resultar una utilidad material inmediata. Que esto haya podido pesar y, en efecto, pese del modo más pernicioso sobre nuestra literatura moderna, es un hecho tan conocido que basta mencionarlo. Los trabajos de detalle ejecutados a la manera de profesionales, los trabajos hechos apresuradamente, la fabricación literaria especulando sobre la bolsa del lector, y, como consecuencia, la sumisión servil y la habilidad o al gusto del lector: he aquí los caracteres de nuestra literatura. Entretanto, el buen sentido y las verdaderas convicciones filosóficas tropiezan en todas partes con obstáculos insuperables opuestos por la bajeza, la ignorancia y la voluntad.

¿Quién negará la exactitud de estas observaciones? ¿Ignoran, los escritores arrivés o los que aspiran a llegar, los favoritos de la fortuna o los que ambicionan los favores de la diosa burguesía, ignoran los obstáculos que a su paso ha levantado o levanta el mercantilismo literario, fruto de nuestro sistema económico: el desprecio que los industriales del periodismo o de la librería sienten hacia toda forma de arte que, desconocida de la multitud, no da inmediatamente dineros, y, al contrario, su estimación para toda aquella producción que, valuable o no, estimable o innoble, determina los grandes tirajes?

¿Y su temor actual de las nobles cóleras contra los inicuos poseedores de los que esperan ayuda, sus órdenes de combates, mañana, contra estos mismos hombres culpables de haber de haber desbaratado sus codicias? ¿Y los caminos cerrados a los jóvenes, el pensamiento castrado, la burla a los juveniles entusiasmos? ¿Y la obra sana y robusta del desconocido desdeñado, aunque el autor pague para ser leído, y la obra del publicista célebre aceptada a ojos cerrados, sin conocerla aún? ¿Y los fuertes vencidos después de diez años de lucha y relegados a trabajos manuales, y los otros torturados, ricos ya, envilecidos por a inevitable condición de tener que quemar en edad madura lo que su juventud adoró?

¿Citaré nombres? ¿El de esta alma errante indignada por el paganismo literario y que se vio cerrada todas las puertas de la publicidad por el complot de poderosos acróbatas; el de aquel que llegado a la cumbre de su calvario creyó poder fustigar los vicios sociales y tuvo que retirar su látigo, porque así le plugo ordenarlo un mercader de papel; el de estotro, de palabra incisiva y de gesto altivo, del cual triunfó públicamente la clericalla, y ante la mirada de todos estos luchadores vencidos, la ascensión repentina hacia los esplendores del lujo y del renombre de todos estos audaces flexibles aduladores del gran mundo y de la banca?

Todos estos sufrimientos, ¿no es el socialismo quien los curará? Todas estas iniquidades, ¿no es el socialismo quien ha de hacerlas desaparecer, aplastando poderíos y castas poseedoras? Todos vosotros, obreros, artistas, sabios, que odiando el mal sentís deseo de un estado y ansiáis la emancipación material e intelectual, venid a luchar a nuestro lado, pues común nos es la fuente de nuestras miserias. Todos somos víctimas de la acaparación que un puñado de hombres ejercen sobre los bienes comunes de la humanidad. Restituyamos, pues, a todos, lo que debe ser propiedad de todos. Suprimamos los amos, asociémonos libremente para el trabajo y para los goces de la vida, realicemos este posible sueño; el comunismo basado sobre la libertad integral.


* Conferencia, París, 1896. Traducción de J. Prat. Digitalización KCL.