LA ANARQUÍA Y LA IGLESIA*

Elisée Reclús

CAPÍTULO I

La conducta que el anarquista ha de observar con respecto al hombre de Iglesia, está de antemano trazada; mientras que curas, frailes y demás detentadores de un pretendido poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, tiene que combatirlos sin tregua, con toda la fuerza de su voluntad, con todos los recursos de su inteligencia y su energía.

Esta lucha no ha de ser un obstáculo para que se guarde el respeto personal y la buena simpatía a cada individuo cristiano, budista, fetichista, etc., etc.

Principiemos por libertarnos, trabajemos en seguida por la libertad de nuestro antagonista.

Lo que se debe temer de la Iglesia y de todas las Iglesias, nos lo dice clarísimamente la historia, y no hay excusa acerca de este punto; todo error o mala interpretación, es inaceptable; más aún, es imposible. Somos aborrecidos, execrados, malditos, démonos condenados a los tormentos del infierno, lo que para nosotros no tiene sentido, y, lo que es indudablemente peor, somos señalados a la vindicta de las leyes temporales, a la venganza particular de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los atormentadores que el Santo Oficio, viviente todavía, mantiene en los calabozos. El lenguaje oficial de los papas, formulado en sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «insensatos y diabólicos innovadores, los orgullosos discípulos de una pretendida ciencia, las personas delirantes que piden la libertad de conciencia, los que desprecian todas las cosas sagradas, los aborrecibles corruptores de la juventud, los obreros del crimen y de la iniquidad». Anatemas y maldiciones dirigidos de preferencia a los hombres revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.

Muy bien; lógico es que los que se llaman y se tienen por consagrados al absoluto dominio del género humano, creyéndose poseedores de las llaves del cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su aborrecimiento contra los réprobos, que niegan sus derechos al poder y condenan las manifestaciones todas del poder ese. «¡Exterminio! ¡Exterminio!» Tal es, como en los tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III, la divisa de la Iglesia.

Oponemos, a la intransigencia de los católicos, idéntica intransigencia, más como hombres, y como hombres inspirados en la ciencia, no como taumaturgos y verdugos.

Rechazamos terminantemente la doctrina católica, de igual modo que la de todas las religiones afines; luchamos contra sus instituciones y sus obras; nos proponemos desvanecer los efectos de todos sus actos.

Pero sin odio de sus personas, porque sabemos que todos los hombres se determinan por el medio en que sus madres y la sociedad los colocaran; no ignoramos que otra educación y otras circunstancias menos favorables habrían podido embrutecernos también, y lo que principalmente nos proponemos, es desarrollar para ellos, si es tiempo todavía, y para las futuras generaciones, otras condiciones nuevas que curen por fin a los hombres de la locura de la cruz y demás alucinaciones religiosas.

Muy lejos de nosotros está la idea de vengarnos, cuando haya llegado el día en que seamos los más fuertes: no habría cadalsos ni hogueras bastantes para vengar el infinito número de víctimas que las Iglesias, la, cristiana especialmente, sacrificaran en nombre de sus dioses respectivos, en el transcurso de la serie de siglos de su ominosa dominación.

Por otra parte, la venganza no se cuenta entre nuestros principios, porque el odio llama al odio, y nosotros sentímonos animados del más vivo deseo de entrar en una nueva era de paz social. El decidido propósito que nos impulsa, no consiste en hacer uso de «las tripas del último sacerdote para ahorcar al último rey», sino en buscar la manera de impedir que nazcan reyes y curas en la purificada atmósfera de nuestra ciudad nueva.

Nuestra obra revolucionaria contra la Iglesia, empieza lógicamente por ser destructora antes de poder ser constructiva, sin embargo de ser independientes entre sí las dos fases de la acción, aunque bajo diversos aspectos, según los distintos medios.

Sabemos, por otra parte, que la fuerza es inaplicable para destruir las creencias sinceras, las cándidas e ingenuas ilusiones, y por lo mismo no intentamos penetrar en las conciencias para arrancar de ellas las perturbaciones y los sueños fantásticos; mas podemos trabajar con todas nuestras energías a fin de separar del funcionamiento social todo lo que no esté de acuerdo con las verdades científicas reconocidas; podemos combatir sin descanso el error de todos los que se figuran haber encontrado fuera de la humanidad y del universo un punto de apoyo divino, que permite a ciertas especies de parásitos erigirse en intermediarios místicos entre el creador ficticio y sus pretendidas criaturas.

Ya que el temor y el espanto fueron siempre los móviles que a los hombres subyugaron, como reyes, sacerdotes, magos y pedagogos lo han venido a reconocer y a repetir en distintas formas, luchemos sin reposo contra ese vano terror de los dioses y de sus intérpretes, por medio del estudio y de la serena y clara exposición de las cosas.

Combatamos todos los embustes que los beneficiarios de la antigua necedad teológica han propagado en la enseñanza, en los libros y en las artes, y no descuidemos la oposición al infame pago de los impuestos directos e indirectos que el clero extrae de nosotros.

No permitamos que se construyan templos pequeños ni grandes, cruces, estatuas votivas y demás fealdades, que deshonran y envilecen poblaciones y campiñas; agotemos el manantial de esos millones que de todas partes afluyen al gran mendigo de Roma y hacia los infinitos submendigos de sus congregaciones, y por último, valiéndonos de la propaganda diaria arrebatemos al cura los niños que se les da a bautizar, los adolescentes varones y hembras que confirman en la fe por la ingestión de una hostia, los adultos que se someten a la ceremonia matrimonial, los infelices a quienes inician en el vicio por la confesión, los agonizantes a quienes llenan de terror en los últimos momentos de la existencia.

Descristianicémonos y descristianicemos al pueblo.

CAPÍTULO II

Pero, se nos objetará, las escuelas, aún las que se denominan laicas, nos referimos a las de la nación francesa, cristianizan la infancia, es decir, toda la futura generación.

¿Y cómo cerraremos esas escuelas, si nos encontramos ante padres de familia que reivindican la «libertad» de la educación por ellos elegida?

¡He aquí que a nosotros, que siempre estamos hablando de libertad, que no comprendemos al individuo digno del nombre de libre sino en la plenitud de su altiva independencia, se nos opone también la «libertad».

Si la palabra respondiese a una idea justa, deberíamos inclinar la cabeza con respeto para ser consecuentes y fieles a nuestros principios; pero esa libertad del padre de familia es el rapto, la simple apropiación del hijo, que es dueño de sí mismo, y que se entrega a la Iglesia o al Estado para que a su antojo lo deformen.

Se asemeja esa libertad a la del burgués industrial que dispone, gracias al jornal, de centenares de «brazos» y los emplea del modo que le conviene, en trabajos pesados o embrutecedores; es una libertad como la del general que hace que maniobren a su capricho las «unidades tácticas» de «bayonetas» o de «sables».

El padre, heredero convencido del pater familias romano, dispone por igual de hijos e hijas para matarlos moralmente, o, lo que es aún peor, para envilecerles.

De estos dos individuos, padre e hijo, virtualmente iguales para nosotros, el más débil tiene derecho preferente a nuestro apoyo y defensa, a nuestra decidida solidaridad contra todos los que le hagan daño, aún cuando entre ellos se cuenten el padre y hasta la madre que le diera luz.

Si, cual ocurre en Francia, por una ley especial, por la opinión impuesta, el Estado niega al padre de familia el derecho de condenar a su hijo a perpetua ignorancia, los que de corazón estamos de parte de la generación nueva, sin leyes, por la liga de nuestras voluntades, haremos cuanto dependa de nosotros para protegerla contra la mala educación.

Que el niño sea reprendido, pegado y martirizado de mil modos por sus padres; que sea tratado con mimo y envenenado con golosinas y mentiras; que sea catequizado por hermanos de la doctrina cristiana, o que aprenda, con los jesuitas, una historia pérfida y una moral falsa, compuestos de bajeza y crueldad, el crimen es siempre el mismo.

Y nos proponemos combatirle con la misma energía y constancia, solidarios siempre del ser sistemáticamente perjudicado.

No hay duda que mientras subsista la familia bajo su forma monárquica, modelo de los Estados que nos gobiernan, el ejercicio de nuestra firme voluntad de intervención hacia el niño contra los padres y los curas, será de cumplimiento difícil.

Más por esa misma razón deben dirigirse en tal sentido nuestros esfuerzos, porque no existe el término medio: se ha de ser defensor de la justicia o cómplice de la iniquidad.

En este punto plantease también, como en todos los restantes aspectos de la cuestión social, el gran problema discutido entre Tolstoy y otros anarquistas respecto a la resistencia o no resistencia al mal.

Opinamos, por nuestra parte, que el ofendido que no resiste, entrega de antemano los humildes y los pobres a los opresores y los ricos.

Resistamos sin odio, sin rencor ni ánimo vengativo, con la dulce serenidad del filósofo que reproduce exactamente la profundidad de su pensamiento y su decidida voluntad en cada uno de sus actos.

Téngase bien en cuenta que la escuela de hoy, tanto si la dirige el sacerdote religioso como si la regenta el sacerdote laico, va franca y declaradamente contra los hombres libres, cual si fuese una espada, o mejor, como millones de espadas, pues se trata de preparar contra todos los innovadores todos los hijos de la nueva generación.

Comprendemos la escuela, lo mismo que la sociedad, «sin Dios ni amo».

Y, por consiguiente, parécenos funestos todos esos antros donde se enseña la obediencia a un Dios y sobre todo a sus pretendidos representantes los amos de todo género, curas, reyes, funcionarios, símbolos y leyes.

Reprobamos así las escuelas en que se enseñan los supuestos deberes cívicos, es decir, el cumplimiento de las órdenes de los erigidos en mandarines y el aborrecimiento a los habitantes del otro lado de las fronteras, como aquellas otras en que a los niños se repite que han de ser como «báculos en manos de los sacerdotes».

Sabemos que las dos clases de escuelas son funestas y malas en igual medida.

Y cuando fuerza tengamos para ello, cerraremos unas y otras.

«¡Vana amenaza! (dirán algunos con ironía). No sois los más fuertes, y todavía dominamos los reyes, los militares, los magistrados y los verdugos».

Así parece.

Mas todo ese aparato de reprensión no nos da miedo, porque también la verdad es una fuerza poderosa que descubre los horrores que se ocultan en las tinieblas de la maldad; lo demuestra la historia, que se desarrolla en nuestro favor, pues si bien es cierto que «la ciencia ha quebrado», para nuestros contrincantes, no por eso ha dejado de ser un solo momento nuestra guía y nuestro apoyo.

La diferencia esencial que hay entre los mantenedores de la Iglesia y sus adversarios, entre los envilecidos y los hombres libres, consiste en que los primeros, privados de iniciativa propia, no existen sino por la masa, carecen de todo valor individual, se debilitan poco a poco y perecen, mientras qué la renovación de la vida se hace en nosotros por la acción espontánea de las fuerzas anárquicas.

Nuestra naciente sociedad de hombres libres, que penosamente trata de desprenderse de la crisálida de la burguesía, no podría confiar en el triunfo, ni siquiera hubiese nacido, si hubiera de luchar con hombres de voluntad y energía propias.

Pero la masa de los devotos y devotas, ajados por la sumisión y la obediencia, queda condenada a la indecisión, al desorden volitivo, a una especie de ataxia intelectual.

Cualquiera que sea, desde el punto de vista de su oficio, de su arte o de su profesión, el valor del católico creyente y practicante; cualquiera que sean también sus cualidades de hombre, no es, respecto del pensamiento, sino una materia amorfa y falta de consistencia, ya que ha abdicado completamente su juicio, y por la fe ciega se hi colocado de mottu propio fuera de la humanidad que razona.

CAPÍTULO III

Se ha de reconocer forzosamente que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y sigue obrando en virtud de la fuerza de inercia. Millones de seres doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote cubierto de oro y seda; empujada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la muchedumbre en las naves del templo los días de la fiesta patronal; celebra Navidad y Pascuas, porque las anteriores generaciones celebraron periódicamente esa fiesta; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallado en forma de crucifijo; inclínase al hablar de la «moral evangélica», y cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino artífice.

Sí, todas esas criaturas esclavas de la costumbre, portavoces de la rutina, son un ejército temible por su número: esa es la materia humana que constituye las mayorías, y cuyos gritos, sin pensamiento, resuenan y llenan el espacio cual si representasen una opinión.

Pero, ¡qué importa! Al fin, esa misma masa acaba por no obedecer a los impulsos atávicos; se la observa volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y animales, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar; lo mismo el lugareño que el obrero, no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla todavía, y esperando, fórjanse una especie de paganismo, entregándose vagamente a las leyes de la naturaleza.

No cabe dudar que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente las masas populares, es un acontecimiento capital; mas no ha de olvidarse que los enemigos más temibles, puesto que no tienen sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, ni tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos cubiertos por el tupido velo de la fe religiosa que les oculta al mundo real.

Los hipócritas ambiciosos que les sirven de guía y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe; esos son mucho más peligrosos que los cristianos.

Por un fenómeno, al parecer contradictorio, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso conforme la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes; la Iglesia reúne tras sí todos sus cómplices naturales, de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de toda especie, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, si bien guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera parecer un pensamiento.

«¿Qué dice usted? -no dejará de exclamar alguno de esos políticos a quienes apasiona la lucha actual con las congregaciones y el «bloc» republicano, especie de fusión del Parlamento francés-. ¿No sabe usted que el Estado y la Iglesia han roto por completo sus relaciones, que los crucifijos y los corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser sustituidos por bellos retratos del presidente de la República? ¿No sabe usted que los niños serán en adelante preservados escrupulosamente de las antiguas supersticiones, y que los maestros laicos les darán una educación basada en la ciencia, libre de toda mentira, y se mostrarán siempre respetuosos de la humana libertad?».

¡Ah!. Demasiado sabemos que en las alturas surgen diferencias entre los detentadores del poder; sabemos que no están de acuerdo acerca del reparto de las prebendas y el casual; sabemos que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos.

Pero todo eso no impide que las dos categorías de dominadores, los religiosos y los políticos, se hallen en el fondo de acuerdo, aún en sus recíprocas excomuniones, y que comprendan de igual modo su misión divina con respecto al pueblo gobernado; unos y otros quieren someter por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.

CAPÍTULO IV

Ayer todavía, bajo la alta protección de lo que se llama «la República» eran los dueños incontestables y absolutos. Todos los elementos de la reacción encontrábanse unidos bajo el mismo estandarte simbólico, el «signo de la cruz»; pero hubiera sido cándido dejarse engañar por la divisa de esa bandera; no se trataba de fe religiosa, sino de dominación; la inmensa mayoría de los que quieren conservar el monopolio de los poderes y de las riquezas; para ellos el objeto único consistía, en impedir a toda costa la realización del ideal moderno, a saber: pan, trabajo y descanso para todos.

Nuestros enemigos, aunque odiándose y despreciándose recíprocamente, necesitaban, no obstante, agruparse en un solo partido. Encontrándose aislados, las causas respectivas de las castas directoras resultaban excesivamente pobres, de argumentos demasiado ilógicos para intentar defenderse con éxito por si solas, y por lo mismo les era indispensable coligarse en nombre de una causa superior, y recurrieron a su Dios, al que llaman «principio de todas las cosas» y «gran ordenador del universo».

Y por esa razón, teniendo por demasiado expuesto los cuerpos de tropas en una batalla, abandonan las fortificaciones exteriores recién construidas, y se reúnen en el centro de la posición, en la ciudadela antigua, acomodada por los ingenieros a la guerra moderna.

Pero extremadamente ambiciosos, los curas y los frailes, han incurrido en una imprudencia notoria; los jefes de la conspiración, dueños de la consigna divina, han exigido una parte demasiado ventajosa del botín.

La Iglesia, siempre insaciable en la rapiña, exigió un derecho de entrada a todos sus nuevos aliados, republicanos y otros, consistente en subvenciones para todas sus misiones extranjeras, en la guerra de China, y en el saqueo de los palacios imperiales.

De esta manera se han acrecentado prodigiosamente las riquezas del clero; sólo en Francia han aumentado mucho más del doble en los veinte últimos años del pasado siglo; cuéntase por miles de millones el valor de las tierras y de las casas que pertenecen declaradamente a los curas y los frailes; y esto, haciendo caso omiso de los miles de millones que poseen bajo los nombres de señores aristócratas y viejas rentistas.

Los jacobinos ven con buenos ojos que esas propiedades se acumulen en las mismas manos, confiando en que un día, de un solo golpe, se apodere de ellas el Estado. Mas ese remedio cambiaría la enfermedad sin curarla.

Esas propiedades, producto del dolo y del robo, tornaran a la comunidad de donde fueron extraídas; son una parte del gran haber terrestre perteneciente al conjunto de la humanidad.

En su excesiva ambición, las gentes de Iglesia han corriendo la torpeza, por otra parte inevitable, de no evolucionar con el siglo, y llevando además al hombro su fardo de antiguallas, se han retrasado en el camino. Chapurrean el latín, lo que les ha hecho olvidar su idioma; deletrean la teología de Santo Tomás; pero esa trasnochada fraseología no les sirve gran cosa para discutir con los discípulos de Berthelot.

Es indudable que algunos de ellos, principalmente los clérigos americanos, en la lucha contra una joven sociedad democrática, sustraída al prestigio de Roma, han tratado de rejuvenecer sus argumentos, renovando un poco su antiguo esplendor; mas esa nueva táctica de controversia ha sido reprobada por la autoridad suprema, y el misoneísmo, el odio a todo lo nuevo, no se ha llevado el triunfo; el clero queda rezagado, con toda la horrible banda de magistrados, inquisidores y verdugos, poniéndose detrás de los reyes, los príncipes y los ricos, no sabiendo respecto de los humildes sino pedir la caridad en vez de un amplio y un hermoso sitio al buen sol que en la actualidad nos ilumina.

Ha habido hijos perdidos del catolicismo que han rogado al Papa que se declare socialista y se coloque atrevidamente al frente de los niveladores y de los hambrientos; pero en vano; los millones de su «dinero de San Pedro» y su Vaticano es lo que les seduce.

¡Hermoso día fue para nosotros, pensadores libres y revolucionarios, aquel en que el Papa se encerró decididamente en el dogma de infalibilidad!

¡He aquí al hombre cogido en una trampa de acero! Ahí está, sujeto, a los viejos dogmas, sin poder decidirse, renovarse ni vivir, obligado a atenerse al Syllabus, a maldecir la moderna sociedad con todos sus descubrimientos y progresos.

Ya no es otra cosa que un prisionero voluntario, encadenado a la orilla que dejamos atrás, y que nos persigue con sus vagas imprecaciones, mientras nosotros surcamos libremente las ondas, despreciando a uno de sus lacayos que, por mandato de su señor, proclama «la quiebra de la ciencia».

¡Qué alegría para nosotros! Que la Iglesia no quiera aprender ni saber, que permanezca para siempre ignorante, absurda y atada a ese lecho miserable en que yace, que ya San Pablo denominaba su locura: ¡en eso está nuestro triunfo definitivo!.

CAPÍTULO V

Trasladémonos con la imaginación a los futuros tiempos de la irreligión consciente y razonada.

¿En qué consistirá, dadas esas nuevas condiciones, la obra por excelencia de los hombres de buena voluntad?

En sustituir las alucinaciones por observaciones precisas; en reemplazar las ilusiones celestes prometidas a los hambrientos por las realidades de una vida de justicia social, de bienestar, de trabajo libre; en el goce por los fieles de la religión humanitaria, de una felicidad más substancial y más moral que aquel con que los cristianos conténtanse hoy.

Lo que éstos quieren es no tener la penosa tarea de pensar por si mismos y haber de buscar en su propia conciencia el móvil de sus acciones; no teniendo ya un fetiche visible como el de nuestros abuelos salvajes, empéñanse en poseer un fetiche secreto que cure las heridas de su amor propio, que les consuele en sus penas, que les dulcifique la amargura de las horas de malestar y les asegure una vida inmortal exenta de cuidados.

Pero todo eso de un modo personal: a su religiosidad no le preocupan los desgraciados que continúan peligrosamente la dura lucha de la vida; son como aquellos espectadores de la tempestad de quienes habla Lucrecio, que gozan viendo desde la playa la desesperación de los náufragos combatiendo con las olas embravecidas; recuerdan de su Evangelio la vil parábola de Cristo que representa a Lázaro, el pobre «reposando en el seno de Abraham, y negándose a humedecer la punta de su dedo en agua para refrescar la lengua del mal rico»2

Nuestro ideal de felicidad no es el egoísmo cristiano del hombre que huye viendo morir a su semejante y niega una gota de agua a su enemigo; nosotros, los anarquistas, que trabajamos por nuestra entera emancipación, contribuimos por esto mismo a la libertad de todos, aún a la de aquel mal rico, a quien libraremos de sus riquezas para asegurarle el beneficio de la solidaridad de cada uno de nuestros esfuerzos.

No se concibe nuestra victoria personal sin obtener por medio de ella al propio tiempo una victoria colectiva; nuestra ansia de dicha no puede satisfacerse sino con la dicha de todos, porque la sociedad anarquista, muy lejos de ser una corporación de privilegiados, es una comunidad de iguales, y será para todos una dicha inmensa, de la cual no podemos actualmente formarnos una idea, el vivir en un mundo en que no se vean niños maltratados por sus padres ni obligados a recitar el catequismo, hambrientos que pidan céntimo de la caridad, mujeres que se prostituyan por un pedazo de pan, ni hombres válidos que se dediquen a ser soldados o polizontes, desprovistos de medio mejor de atender a su subsistencia.

Reconciliados todos, porque los intereses de dinero, de posición, de casta, no harán enemigos natos, los hombres podrán estudiar juntos, o tomar parte, si sus aptitudes personales se lo permiten, en la redacción del gran libro de los conocimientos humanos; para acabar, gozarán de una vida libre, más amplia cada vez, poderosamente consciente y fraternal, librándose de este modo de las alucinaciones, de la religiosidad y de la Iglesia, y, por encima de todo, podrán trabajar directamente para el porvenir, ocupándose de los hijos, gozando con ellos de la naturaleza y guiándolos en el estudio de las ciencias, de las artes y de la vida.

Los católicos pueden haberse apoderado oficialmente de la sociedad; más no son, no serán sus amos, pues sólo sabe ahogar, comprimir y empequeñecer: todo lo que es vida se les escapa. En la mayor parte la fe ha muerto: no les queda ya sino la gesticulación piadosa, las genuflexiones, los oremus, el repaso del rosario y el coronamiento del libro de oraciones. Los buenos curas se ven obligados a echarse fuera de la Iglesia para encontrar un asilo entre los profanos, es decir, entre los confesores de la fe nueva, entre nosotros, anarquistas y revolucionarios, que vamos hacia un ideal y que trabajamos gozosamente en su realización.

Fuera, pues, de la Iglesia, en absoluto fracasada para todas las esperanzas grandes, cúmplese todo lo grande y generoso. Y fuera de ella y aún a pesar suyo, los pobres, a quienes los curas prometían irónicamente las riquezas celestiales, conquistarán por fin el bienestar en la vida actual. A pesar de la Iglesia se fundará la verdadera Comuna, la sociedad de los hombres libres, hacia la cual nos encaminaron tantas revoluciones anteriores contra los reyes y contra los curas.


* Extraído de: Reclús, Elisée, “La anarquía y la Iglesia”, Editorial Tierra y Libertad, Traducción de A. Lorenzo, Barcelona, España, 1903. Preparado y “reproducido” para Internet por: (I. E. A.) “Instituto de Estudios Anarquistas” (Santiago, Chile, abril de 2005).

2 Lucas, XVI.